El gran poder del fútbol conlleva una gran responsabilidad

Lun, 23/11/2020 - 18:14
Ha sido impresionante la agilidad con la que el fútbol ha hecho la transición a su nueva realidad, como una especie no nativa que prospera en territorio hostil.

Con el celular en una mano y el pasaporte en la otra, Ruben Gabrielsen salió corriendo de su apartamento. El deber había llamado y él respondería. Incluso se había amarrado una capa improvisada alrededor del cuello para la ocasión. Sería el salvador de su país en su momento más crítico.

Gabrielsen, un defensor de 28 años que juega en la segunda división de Francia, probablemente no habría elegido que estas fueran las circunstancias en las que hiciera su primera aparición internacional. Hace poco, tal vez ni siquiera habría podido imaginarlas.

Gabrielsen fue uno de un grupo de futbolistas convocados por Noruega esta semana después de que la escuadra entera seleccionada como primera opción se vio obligada a entrar en cuarentena porque uno de sus miembros dio positivo por coronavirus. Un partido, contra Rumanía, ya había tenido que cancelarse y se le había otorgado la victoria al rival. Por lo tanto, las autoridades futbolísticas del país no deseaban sacrificar un segundo juego, en Austria.

Y así surgió la escuadra sustituta, con Gabrielsen incluido, como la única alternativa. La mayoría de los futbolistas nunca habían jugado en representación de su país. Todos excepto uno juegan en el extranjero. Se pusieron sus capas, tomaron sus pasaportes y volaron a Austria para que se pudiera desarrollar el partido. El encuentro, como el episodio completo dejó en claro, siempre debe realizarse.

Los bares y los restaurantes en toda Europa están cerrados. Las oficinas permanecen vacías. Las calles de las ciudades están desiertas. Gran parte del continente está en confinamiento de nuevo, de una forma u otra, debido a que la segunda ola de la pandemia está enseñando los dientes. Aun así, el fútbol sigue adelante, optimista y decidido, sombríamente impávido pese a no esconder que sí se ha visto afectado.

Ha sido impresionante, de alguna manera, la agilidad con que el fútbol de élite ha hecho la transición a su nueva realidad, como una especie no nativa que prospera en un territorio hostil. En la primavera, una sola prueba positiva (la de Mikel Arteta, el entrenador del Arsenal) abrió los ojos de la Liga Premier al hecho de que no era, como previamente había creído, inmune al coronavirus.

Ahora, cuando dieciséis jugadores de la Liga Premier dieron positivo después de la pausa para los juegos internacionales, nadie pestañeó. De manera ocasional, se posponen juegos (el Olympique de Marsella tiene tres partidos pendientes, como resultado de brotes ya sea en sus filas o en las de un rival), pero, en general, el fútbol sigue adelante, se juega a pesar de todo. El Shakhtar Donetsk llevó a un equipo compuesto por adolescentes a enfrentar al Real Madrid en la Liga de Campeones y ganó. El juego siempre debe continuar.

Esa perseverancia a veces se adentra en el territorio de lo absurdo, pero el fútbol tiene una extraordinaria capacidad para también tolerar eso. Como se mencionó la semana pasada, Dinamarca jugó contra Suecia aunque los entrenadores de ambos equipos estaban en aislamiento autoimpuesto y ambas escuadras habían sido privadas de una gran cantidad de jugadores. Inglaterra consideró jugar contra Islandia en Albania. Noruega armó un equipo de último minuto.

En efecto, el caso de Noruega fue una anomalía: un ejemplo poco común de la realidad que se entromete. Noruega necesitaba tomar medidas de emergencia porque el gobierno nacional insistió en que no podía hacer una excepción a sus estrictas reglas de cuarentena ni siquiera para su propia selección nacional.

Eso es inusual: el fútbol, por lo regular, goza de excepciones. Los futbolistas cruzan fronteras sin necesidad de autoaislarse a su llegada. Se modifican las reglas y se hacen concesiones para que el juego (ese grandioso fenómeno cultural que absorbe tanto de nuestro tiempo a tantos de nosotros) pueda continuar.

En casi cualquier otro ámbito de la vida, el problema ahora es que hay escasez: escasez de cultura, de negocios, de tránsito peatonal, de contacto social, de esperanza. Solo en el fútbol a los entrenadores, jugadores, ejecutivos e hinchas les preocupa que quizás haya demasiado.

Por instantes, hay una sensación de cierto descaro y torpeza. Es fácil ver por qué para algunos el juego ha perdido su encanto. Es aún más fácil ver por qué aquellos que nunca tuvieron mucho tiempo para él se sienten reivindicados por la insensibilidad y osadía del fútbol durante la pandemia.

Hay momentos en estadios vacíos y controversias huecas en que parece que se le ha caído la máscara y sus mecanismos internos han quedado al descubierto: una máquina trituradora que acapara y arrebata efectivo, un complejo industrial deportivo atrapado en una espiral de “autoadicción abusiva”, como lo expresó el escritor Jonathan Liew.

No obstante, pese a todas las razones por las que el fútbol determinó que tenía que continuar debido a un sentido inflado de su propia importancia y al entendimiento inmediato de su propio modelo de negocio, su decisión ha sido tolerada solo por otro motivo. La aceptamos, con todo lo absurda que es y su desfachatez, porque nada de eso nubla por completo su valor.

Como el propietario del Marsella, Frank McCourt, lo explicó cuando conversamos hace unas semanas, un club es “una especie de símbolo social”. Lo que más le ha impactado desde que asumió el mando del equipo más popular de Francia hace cuatro años es cómo es en el OM (es cuidadoso al referirse al club como lo hacen sus fanáticos) que “la ciudad de Marsella entera se une y funciona”.

“Alguien me dijo hace algún tiempo, y se me quedó grabado, que no todas las personas en la ciudad de Marsella aman el fútbol, aunque por supuesto muchas de ellas lo hacen”, dijo. “Pero todas las personas aman al OM”.

Esto es lo que da a cada equipo (y, por extensión, al juego del que cada uno es una pequeña pero importante parte constitutiva) su poder. Ese afecto le permite al fútbol ser una excepción, incluso en las épocas más difíciles. Esa garantía de que, sin importar cuánto ponga a prueba nuestra paciencia con su egoísmo, autoadulación y avaricia este deporte, siempre regresamos a él.

Sin embargo, no solo es una fuente de poder; es una fuente de responsabilidad, y una que debería sentirse con mayor intensidad ahora más que nunca. “Es en momentos de crisis que los deportes, y el fútbol en particular, se hacen presentes”, dijo McCourt. “Es cuando ves la gran importancia de todo”.

Los últimos meses también han producido muchos ejemplos de eso, desde el activismo de Marcus Rashford, del Manchester United, para ayudar a alimentar a los vulnerables hasta la exhortación de Jürgen Klopp a los residentes de Liverpool de participar en un programa de pruebas masivo. Incontables jugadores han realizado donaciones o usado sus plataformas para promover la labor de otros.

En 2017, McCourt estableció una fundación educativa, para usar al OM como una manera de ayudar a la ciudad; la pandemia, así como sus consecuencias económicas, lo convencieron de que no debe ser algo adicional, sino central en el trabajo del club. “En tiempos de crisis, lo que devolvemos a nuestra comunidad es crucial”, dijo.

“Tenemos que demostrar quiénes somos, en qué creemos. En una época en que algunas de las instituciones cívicas en las que solíamos confiar no tienen la fuerza que tenían antes, los deportes todavía son una forma de trabajar juntos. No es algo que pueda remplazar a la emoción de ganar, pero da energía. Entre más ganas, mayor impacto puedes tener”.

Ha habido muchos momentos estos últimos meses en los que el fútbol ha sido difícil de amar, en que ha puesto a prueba nuestra paciencia hasta el límite con sus peleas mezquinas y su testarudo ensimismamiento. Permitimos que el juego continúe porque cada uno de sus equipos, sus diminutos imperios, son importantes para muchos de nosotros. Estamos ahí para el fútbol cuando nos necesita, pero esperamos que devuelva el favor. Esperamos que el fútbol también esté ahí para nosotros cuando lo necesitamos.

Löw en un punto bajo... muy bajo... el más bajo

En realidad es un poco extraño que Joachim Löw todavía estuviera a cargo de la selección nacional alemana antes de la humillación 6-0 que le propinó España esta semana. Las principales naciones futbolísticas del mundo no son exactamente ejemplos de paciencia, así que el puesto de entrenador de una selección nacional pocas veces es un trabajo de larga duración.

Fue entendible que sobreviviera en 2016: Alemania había ganado la Copa del Mundo dos años antes y perder ante Francia en las semifinales del campeonato europeo difícilmente era una humillación. Lo que sí fue admirable fue que Löw fuera perdonado con sorprendente facilidad por lo sucedido en 2018, cuando su equipo, los campeones mundiales en ese entonces, fueron eliminados de la Copa del Mundo en Rusia en la fase de grupos.

Desde entonces, la suerte de Alemania ha sido (en el mejor de los casos) variable. Terminó en el último lugar de su grupo inaugural de la Liga de Naciones al no ganar un juego contra Francia y otro contra los Países Bajos. Calificó con facilidad para los retrasados campeonatos europeos, como califica con facilidad a prácticamente cada torneo importante.

Aun así, ahora debe prepararse para el siguiente verano con su más dolorosa derrota en noventa años a cuestas, la evidencia de su declive al descubierto en Sevilla. Es fácil y no del todo erróneo afirmar que los jefes de Löw han estado demasiado conformes y han tardado demasiado en leer las señales de advertencia y creer que una decepción en la Euro 2020 (más bien 2021) será un castigo por su parálisis institucional.

No obstante, también es testimonio de un problema muy específico que enfrentan las principales naciones. Para esos países, como Alemania, que califican con facilidad a los torneos, calificar es casi demasiado sencillo. Esto dificulta medir con precisión en qué punto se encuentra el equipo en relación con sus rivales al título. Valorar demasiado el marcador contra Estonia y Andorra puede enmascarar una multitud de pecados.

Entonces, tal vez obra a favor de Alemania que España haya expuesto sus fallas de una manera tan brutal. Pero Alemania no puede engañarse sobre su posición respecto a los posibles triunfadores. La pregunta es qué planea hacer al respecto Löw, o qué planean sus jefes.

La frontera final

Pep Guardiola ya ha conquistado España, Alemania e Inglaterra. Ha transformado la manera en que los tres países juegan al fútbol. Ha ampliado nuestros horizontes sobre lo que es posible. Ha recalibrado la manera en que pensamos que ciertas posiciones funcionan. Ha redefinido el concepto mismo de la belleza en este deporte, y no es exageración decirlo.

Lo que no ha hecho en ningún momento de su carrera es reconstruir: hacer pedazos un equipo exitoso y poner otro aún más exitoso en su lugar. En Inglaterra, esto ciertamente es considerado el máximo desafío para cualquier entrenador, algo que solo ha conseguido un puñado de los grandes (Alex Ferguson, Arsène Wenger, Matt Busby, Bill Shankly).

Ahora que ha firmado una extensión de dos años a su contrato con el Manchester City, Guardiola debe agregar su nombre a esa lista. Este ya es el puesto en el que ha estado más tiempo en su carrera; si llega al término de este nuevo acuerdo, habrá pasado más del doble de tiempo en el Manchester del que estuvo en el Bayern Munich.

Antes, Guardiola siempre había insistido en que después de tres o cuatro años el mensaje de un entrenador se vuelve repetitivo y comienza a perder su poder. En el Barcelona y el Munich, se fue tan pronto como sintió que era el momento adecuado. En el City, si se queda, eso significaría que algunos de los jugadores tendrán que irse.

Ese proceso ya ha iniciado, pero será un gran reto (con Rúben Dias y Ferran Torres, el City tiene ya el perfil de su siguiente equipo).

Guardiola ya ha dicho adiós a David Silva y Vincent Kompany, dos de las piedras angulares del ascenso del City. Fernandinho y Sergio Agüero probablemente serán los siguientes. La dificultad no es solo que Guardiola deba demostrar que puede refrescar a un equipo en movimiento, sino que debe hacerlo sin futbolistas que han contribuido en gran medida a la identidad misma del club. De alguna manera, esta podría ser su más grande prueba.

Por: Rory Smith

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