Cómo hacer famosos, según Fernán Martínez

Jue, 22/03/2012 - 16:00
Por Pacho Escobar

Manolo sabía que lo iban a matar. Su hijo, Fernán, no tenía ni la más remota idea. Tal vez si lo hubiese sabido, él, el
Por Pacho Escobar Manolo sabía que lo iban a matar. Su hijo, Fernán, no tenía ni la más remota idea. Tal vez si lo hubiese sabido, él, el hacedor de estrellas, habría dejado todo tirado en Miami para salvarle la vida a su ídolo inmarcesible, su papá. Esa noche, el periodista más respetado que había engendrado Popayán, estacionó su carro en la tienda de siempre, la de la negra Nidia, pidió un cigarrillo, lo prendió, se montó en el Renault rojo, y tomó rumbo hacia su casa del barrio Santa Inés. Dos jóvenes en una moto, dos armas, unos pocos billetes y la valiente cobardía de disparar contra el indefenso. Era el miércoles 29 de septiembre del año 1993. Diez y veinte de la noche. Los disparos sonaron y entonces Edna Mahecha, la esposa de Manolo, abrió la puerta de la casa. Al verlo baleado hizo caso omiso a esa frase que dice hasta que la muerte los separe y se lanzó a cubrirlo para que no le pegaran más tiros, o más bien, para irse con él. Pero la muerte no ayudó y a Edna sólo la dejó herida. Manolo Martínez, el escritor, el periodista, el frentero, el cuentero, el mujeriego, el amigo del pueblo, había caído asesinado por siete impactos de bala. En la madrugada del 30 de septiembre sonó el teléfono del apartamento de Fernán en Miami. Era su hermano, Ricardo, quien a 2.434 kilómetros de distancia le contaba que su papá estaba muerto y su mamá herida de gravedad. Fernán nunca está quieto. Siempre ha sido acelerado, hiperactivo, activo. Pero con esa noticia enmudeció por completo y sólo atinó a decir: —Ya salgo para allá. Llegó al aeropuerto, pero no habían vuelos a esa hora. Llamó a su amigo Julio Iglesias para ver si tenía el avión disponible, o si algún millonario le prestaba uno. Pero no fue necesario. Con el poder de la palabra y con ese encanto de encantar a los demás, una aerolínea lo subió en un avión de carga y en medio de cajas, equipajes y encomiendas, Fernán viajó a su casa con el sueño de que su papá abriera la puerta, saludarlo, besarlo y abrazarlo hasta hacer caer aquella gorra de Marlboro que siempre llevaba en aquella cabeza sin pelo, pero de grandes ideas. En la ciudad blanca de Colombia todavía se habla de las majestuosas honras fúnebres que se realizaron en nombre del periodista Manolo Martínez Espinosa. En las floristerías de la ciudad se agotaron los ramos y las coronas. Las flores de los jardines del Club Campestre pronto se convirtieron en follajes improvisados. Entonces empezaron a llegar arreglos florales de las afueras de la ciudad. Univisión decía en uno; Julio Iglesias se inscribía en otro; El Tiempo decía en el de las orquídeas, y la ofrenda floral de la Presidencia de la Republica competía por el espacio del féretro más reverenciado en todos los tiempos de aquella ciudad de catorce presidentes. Pero para la familia los ramos de flores sencillos tuvieron mucho más simbolismo. Las mujeres más humildes del Cauca los llevaron amarrados con cabuyas. Mujeres que llegaban al Salón del Concejo Municipal a despedir a aquel periodista que las había enamorado por la radio y que las defendía de los malos tratos de policías y funcionarios públicos que querían acabar con el mercado del Barrio Bolívar. De tierras centroamericanas, europeas y hasta de los lejanos pueblos del Cauca le vinieron a dar la despedida. En Popayán y en el Cauca, Fernán nunca ha sido Fernán Martínez, el jefe de prensa de Julio Iglesias, el mánager de Juanes o el asesor internacional de Univisión. No. En las calles y caminos de su ciudad Fernán es el hijo de Manolito, de Manolo Martínez, el de La voz del Cauca. Muchos abriles antes, cuando Fernán tenía 18 años, el periódico El Pueblo, de Cali, le encargó una nota periodística sobre la visita del príncipe Bernardo de Holanda a Puracé, Cauca. La gente recibió con más afecto al hijo de Manolito que al propio heredero de aquel principado. Entonces, una campesina del lugar, en honor a la visita del hijo del ilustre periodista, les ofreció a todos los invitados un chocolate espeso, con unas masitas de maíz, duras como el pan de la Última Cena. El chocolate cayó mal en los estómagos de algunos invitados. El primero que sintió el deshielo fue Fernán, quién corrió hacia la letrina de cemento que estaba encerrada en cuatro paredes de madera en el patio de la casa. En medio de la derretida escena, tocaron a la puerta del baño con afán. Era su majestad el príncipe que reclamaba el lugar, porque estaba en las mismas condiciones naturales del periodista. Con la demora de Fernán, el príncipe no tuvo más opción que tumbar la puerta y rogar por el uso del humilde recinto, una letrina por la que en ese momento daría todo su reino. El domingo siguiente, Fernán se graduaría como periodista con un articulo titulado “Plebeyo le cede el trono al Príncipe”. Con ese artículo se ganó el cariño y respeto de Henry Holguín, quien se lo llevaría de lleno a trabajar en Cali. Allá quemaría su etapa de joven parrandero y bailarín. En un garaje del barrio Vipasa, Fernán era el anfitrión de inolvidables veladas. Como ya ganaba dinero y además vivía solo, los amigos aprovechaban sus “lujos” para celebrar. Él no les gastaba trago, pero sí les prestaba el espacio. Mientras ellos bebían, Fernán leía a Faulkner, Hemingway, Balzac, Proust, Borges, Kafka y los clásicos que se pudiera sacar de la Librería Nacional. —Los libros no son de quien los compra, sino de quien los merece —dice. Cuando le gustaba mucho un párrafo o una línea de un libro, saltaba para brindar, pero no con alcohol, sino con un baile muy a su estilo, hablándole al oído a la damisela de turno. Allá dejó enamorada a una hermosa caleña de apellido Zambrano, quien aún le cuenta a su amigas que el “payanés” cada que se la encontraba le decía una frase bonita. “Qué lindo está tu pelo hoy, te luce suelto”. “Esa sonrisa nunca se me va a olvidar, se puede uno peinar con el reflejo”. “Tienes el dedo meñique más hermoso del mundo”. Henry Holguín se fue para Bogotá a dirigir la revista Antena y se llevó a Fernán. El día que llegó a la capital, el “monito”, como le decía Holguín, apareció en el Aeropuerto El Dorado con una caja de cartón donde llevaba tres mudas de ropa y dos libros. En la revista se untó de moda, farándula, reinas de belleza y el reto de tener que magnificar un mundo que muchos consideran superficial. Pero allí haría fama de buen periodista. En moda no dejaba maniquí con cabeza. Le daba duro a las mujeres del momento: Virginia Vallejo, Aura María Mojica, Amparo Grisales. En vez de contar lo mismo que todos los periodistas, él le sacaba el papá perdido a Claudia de Colombia, entrevistaba a la modista de Mary Luz y contaba los cuentos del barbero de Pacheco. Daniel Samper Pizano, subdirector del periódico El Tiempo, fue deslumbrado por la versatilidad que tenía el “Mono” para el periodismo y se lo llevó a trabajar a su redacción. Con él en su nómina podía contar con un periodista que tenía el perrenque para hacer investigaciones de asesinatos y la chispa para realizar crónicas de color. El secreto de Fernán era su pasión por la fotografía. Es un fotógrafo que revela negativos con palabras. —Dónde carajos está usted, que nadie lo vio ni en el recorrido del presidente ni en la rueda de prensa —le diría Daniel Samper Pizano un día que lo mandó a hacer una nota a Cali. A Fernán lo enviaron a cubrir la visita del Presidente Alfonso López Michelsen a la sultana del valle. El periodista llegó tarde y para su suerte toda la comitiva ya se había ido del aeropuerto. Fernán vio que una perra dálmata bajaba del avión presidencial con un cortejo de escoltas. Entonces, le dio por seguir todos los pasos del animal y de sus guardaespaldas. Con su simpatía se hizo amigo del policía encargado. Le tomó fotos, averiguó cómo se llamaba, qué comía, cuánto media, cuánto pesaba, cuántos años tenía, cómo dormía y hasta cuántas veces hacía pipí.

Martínez pasó de trabajar en un periódico de provincia a ser el periodista más querido de la redacción de El Tiempo.

Cuando envió la crónica a la redacción del periódico en Bogotá, su jefe inmediato soltó un suspiro de alivió y se la entregó a don Enrique Santos Castillo. El domingo le dieron los dos cuartos superiores de la portada del diario, con un título que resumiría el momento político por el que pasaba Colombia: “Lara, la primera perra del país”. Por sus locuras argumentadas se ganó el aprecio y la admiración del director del periódico. Enrique Santos Castillo le encargaba las notas más normales del mundo, pero sabía que aquel muchacho de mechas rubias y de elegancia al vestir, les daría la vuelta, les imprimiría narrativa. Y entonces apareció la estrella del momento para llevárselo a un viaje de diez años: el cantante Julio Iglesias. Su amistad con él había nacido un año atrás en una de sus magnilocuentes ocurrencias. Iglesias había aterrizado en Colombia con los éxitos de su disco El Amor. El periódico entonces envió a su periodista estrella a cubrir la rueda de prensa. Cuando llegó Martínez, los demás periodistas se asustaron y se pusieron a copiar los detalles que anotaba el payanes. Su fama de iconoclasta ya echaba raíces en el gremio nacional. El viejo mánager de Iglesias dio la orden de una sola pregunta por periodista. Fernán estallaba de ira, e hizo la pregunta más normal del mundo, pero casi que gritando para hacerse notar. Al finalizar, salió con todos sus colegas contándoles que no iba a ir al concierto porque no le gustaban las canciones del español. Sin embargo, Fernán no podía dormir pensando en la nota que tenía que escribir para el periódico. De modo que decidió dirigirse al hotel donde se hospedaba la estrella. Con su gracia convenció a uno de los mucamos a que le dijera qué habitación era oara el español. Fernán se fue, pero volvió sin que lo atisbaran. Subió y abrió con su cédula la puerta de aquel cuarto. Entró y se sentó a esperar. Iglesias llegó a la media noche. Al abrir la puerta de su habitación se encontró con el persistente periodista sentado en el piso y leyendo un libro del cantante. Fernán no lo dejó ni hablar y sólo le pidió diez minutos. Julio accedió y duraron dos horas hablando de la vida, las mujeres, la fama y el mundo. A Julio le advirtieron al día siguiente que Fernán lo acabaría en su artículo de El Tiempo. Pero el visionario payanés se la jugó con una de sus sorpresas y escribió toda una oda en honor al cantante español: “Cuando las luces se apagan”, fue el título del perfil.  Julio lo llamó desde Perú para agradecerle y pedirle que si podía contar con sus consejos de vez en cuando. Así comenzó a surgir una gran amistad. Un par de años más tarde, Iglesias volvió al país a cantar. Fernán lo sacó del hotel sin guardaespaldas y se lo llevó en su carro Simca para untarse de pueblo. Así lo convenció de hacer una portada en una revista vendiendo perros calientes en plena carrera 7 con calle 26. —Esto mejorará tu imagen con la gente de a pie— le dijo el periodista. Ese día la estrella de la balada romántica, le diría que lo quería como su jefe de prensa y que pronto lo llamaría, pero Fernán pensó que era un de los tantos ofrecimientos que hacen los artistas para que se hable bien de ellos en todas partes. El hijo de Manolo no se dedicó a esperar la llamada y siguió con su trabajo de periodista, fotógrafo y “percepcionista” de historias. A los pocos días, Fernán fue enviado a un pueblo de Arauca a cubrir una toma que nunca sucedió, y como siempre, lo dejó la avioneta de regreso. Entonces marcó un billete, el único que le quedaba en sus bolsillos, pintando la imagen de una mujer esbelta y su apellido, Martínez. Pagó en la cafetería donde estaba y, mientras leía Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote, comenzó a seguir el billete para ver quién salía primero del pueblo. Cada vez que cambiaba de mano, Fernán contaba un pedazo de historia de ese inhóspito caserío. La del panadero, la de la ama de casa, la del lechero, la del comerciante, la del policía, la del alcalde, la del sacerdote, hasta que por fin llegó a las manos de una de las putas que pasaban de pueblo en pueblo. El 24 de diciembre de 1979, sonó el teléfono del apartamento de Fernán. Era Julio Iglesias. Lo llamaba para dos cosas. Primero para desearle una feliz navidad. Y segundo, para decirle que lo necesitaba en París el primero de enero de 1980 y por ende para que se enlistara como su jefe de prensa. Fernán Martínez no vaciló ni un segundo y respondió… que no. Que no, que muchas gracias por el ofrecimiento, pero que no podía dejar tirado su trabajo por la primer propuesta que le hacían. Que él era fiel a quienes le habían abierto la puerta y no saldría corriendo por unos pocos pesos más. Tal vez esa lealtad fue lo que más le sorprendió a Julio Iglesias del periodista payanés. El cantante sólo atinó a preguntarle que cuánto se ganaba en el periódico. Fernán hizo cálculos y le respondió que más o menos uno doscientos dólares mensuales. Sólo pasaron tres meses para que volviera a llamar Julio Iglesias. Esa vez le dijo a Martínez que le iba a hacer una oferta difícil de rechazar. Le ofreció un apartamento con todos los gastos pagos en Miami, un carro y un sueldo de 6.000 dólares mensuales. Martínez alistó su carta de renuncia a su manera, única y creativa. Le escribió a don Enrique Santos Castillo una parábola sobre una empleada del servicio doméstico, llamada Adelfa, que tuvo su mamá en Popayán, quien dejó su trabajo por unos cuantos pesos más para irse a la casa de al frente. A los pocos meses la empleada se arrepintió y volvió pidiendo auxilio. Fernán le dijo que él era esa Adelfa que hoy se iba pero que quería dejar las puertas abiertas del mejor trabajo del mundo, por si se arrepentía. Cuando don Enrique leyó la carta de renuncia, salió furioso de su oficina, increpó al payanés por su decisión y le preguntó que cuánto le iba a pagar Iglesias. Cuando Fernán le respondió, don Enrique sólo atinó a decir: “No te olvides de mandar platica”. Se dice que al único personaje que Santos Castillo le hizo una despedida fue a aquella pluma payanesa. El día que llegó a Miami lo recogió un Roll Royce, lo llevó a un apartamento en Brickell, desempacó sus libros, salió a comprar ropa y se devolvió para el aeropuerto, porque Julio lo necesitaba en Mónaco. 24 horas después, ahí estaba en Montecarlo sentado al lado de la prensa más cotizada del mundo, con las mujeres más bellas del principado y en pleno concierto para la esposa del príncipe Raniero III. Entonces empezó su trabajo con el cantante que vendería más discos en todo el planeta entre 1980 y 1983. En ese rol no se limitó a escribir comunicados de prensa, sino a innovar en la imagen del artista para que tapizaran con su nombre todas las tapas de las revistas más importantes de los cinco continentes. La percepción de Martínez ubicó el elemento que más gustaba del cantante, aparte de su singular voz, la del gentleman de gentleman’s que conquistaba mujeres a donde iba. Martínez no se inventaba los romances de Iglesias, los hacía verosímiles. Su tarea era esa, aunque su jefe se enfureciera sobremanera. Julio llamaba a “Ferny”, apelativo con el que lo bautizaría para siempre, y le pedía que le reservara todas las mesas del mejor restaurante de la ciudad donde se encontraban de gira, porque iría a cenar con una nueva  conquista. El mánager haría lo propio, pero también marcaba los teléfonos de los fotógrafos de Sigma, Gamma y VIP, las agencias más destacadas del momento, y les decía dónde iba a estar su jefe. Ese era su trabajo, hacer free press, hacer más fama. Despertarse en un yate en las islas baleares, broncearse con las mujeres más bellas del universo en la cubierta de un crucero, desayunar en Cannes en la misma mesa con Mia Farrow, recibir a la mitad de la mañana a la prensa en el paseo de la fama en Hollywood, almorzar en la Casa Blanca con Reagan, organizar en la tarde la presentación de Iglesias en los Juegos Olímpicos de Seúl, cenar con el emperador Hirohito de Japón y compartir en la noche una copa con Frank Sinatra. Esos eran sus días.

Julio Iglesias cosechó sus más grandes éxitos al lado del colombiano, quien también fue el manager de sus hijos Cháveli y Enrique Iglesias.

Aunque siempre ha dicho que no tiene oído para la música, le compuso dos grandes éxitos al baladista; Esa Mujer, del álbum Divorcio, y No me vuelvo a enamorar, del álbum Momentos. Así trascurrieron diez años de trabajo, entre fiestas, escándalos y cientos de éxitos junto al más grande de la música hispanoamericana. Pero lo perseguía el periodismo. Salió por la puerta de adelante de la casa Iglesias con las llaves para en cualquier momento volver. De regreso a Colombia aceptó dirigir el Noticiero TV Hoy. Era la época de Pablo Escobar, Rodríguez Gacha, el Cartel de Cali y toda la guerra del narcotráfico hecha escena en cada apertura de la televisión nacional. Fernán titulaba, hacia continuidades y hasta cubría él mismo las noticias. El ambiente era pesado, pero gustaba de la adrenalina. Un año más tarde, la muerte llamó a su teléfono. Le dijo que con los juguetes del “Mexicano” nadie se metía, así el capo ya estuviera en el patíbulo, y que iba a pagar con su vida por el  descubrimiento en vivo y en directo del lugar donde se ocultaba el tesoro más preciado del narco, su caballo. El periodista no se las dio de valiente, porque ya había estado en muchos entierros de esa guerra. Había un universo de estrellas más por descubrir y por una bestia no le iban a quitar la satisfacción de hacer historia. En tanto, regresó a su segunda casa, Miami. Llegó con una gran idea en la cabeza y la casa Univisión le entregó de inmediato la clave de su caja fuerte. Con la invención de El Show de Cristina, Fernán consagraría a Cristina Saralegui como una de las presentadoras insignias del mundo del espectáculo. Martínez siempre estuvo detrás de las pantallas, produciendo y escribiendo los libretos del talk show más premiado en Latinoamérica. Un par de años más tarde, el hijo de Manolo Martínez se ganaría cuatro premios Emmy, mejor programa de interés público, mejor programa biográfico, mejor programa de orientación médica y mejor especial. Al año siguiente, llegarían dos más. El teléfono sonó de nuevo. Era Julio Iglesias, quien le quería pedir un consejo: —¿Qué hacemos con Enriquito, tío? El chaval ya está para grandes cosas —aseveró el cantante. Sin embargo, Fernán no tomó esa propuesta como un favor sino como un trabajo. Firmó con el cantante y empezó a enrutar la carrera del muchacho. En 1997 ganaron el primer Grammy en la categoría de “Best Latin Pop Performance”. Se echó de nuevo las llaves de la casa Iglesias a su bolsillo, se subió a un avión y comenzaron a llenar estadios, plazas de toros y los grandes salones de la fama. De repente, llegaron los problemas con el pueril Enrique. Una situación que Martínez, por seriedad y cuidado de su buen nombre, no cuenta. Optó por ajustar la puerta sin hacer ruidos, llevando a la televisión hispanoamericana a Cháveli, la hija amada de Julio. Unos días antes de llegar a Popayán, en la pasada Semana Santa de 2011, el lunes 11 de abril, Fernán Martínez organizó una reunión en la oficina Oval de la Casa Blanca entre Juanes y el Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama. Con esa visita, Martínez calló a todos los malintencionados que decían que el cantante colombiano ya no producía gran entusiasmo entre los estadounidenses. Quizá Juanes nunca imaginó que él, ese muchacho de Medellín que hasta hace diez años era un metalero empedernido, que había vivido las duras y las maduras en Estados Unidos y que además tenía tatuado en sus brazos y en su alma la historia de un colombiano que llegó al éxito sin tomar atajos, tendría el honor de pararse a conversar con el hombre más poderoso del mundo. Y fue así, con los tatuajes, que empezó la historia de Fernán Martínez y Juan Esteban Aristizábal. Gustavo Santaolalla lo llamó al teléfono y le solicitó una cita para un cantante paisa que sonaba bien y tenía eso que los productores llaman “buen feeling”. Pocos días después, entró a su oficina un tipo delgado, de pelo largo, de jeans acabados, tenis converse, camiseta de metalero y un par de tatuajes en cada brazo. Hablaron de la vida en Colombia, de la violencia y después pasaron a la música. Fue una charla corta. Pero a Fernán, el hombre de las percepciones, sólo le llamaron la atención dos cosas de aquel muchacho: la honestidad que irradiaba y sus tatuajes. —Déjame pensar y yo te llamo —le dijo.

Cuando la prensa le daba palo a Juanes, Fernán siempre sorprendía con un golpe de opinión. Volver al paisa un símbolo de paz tal vez fue su mayor logro.

Semanas más tarde, en su casa, la esposa de Fernán Martínez, Paola Gutiérrez, le confesó que se quería hacer un tatuaje. De inmediato, Fernán saltó de su silla y le dijo que la mamá de sus hijos jamás tendría una línea de pintura tatuada en su cuerpo. Intercambiaron puntos de vista, pero el payanés, por un momento y sin ser consiente, volvió a las raíces de aquella ciudad conservadora que llevaba en sus genes. Se fue a meditar al estudio y recordó los tatuajes de aquel paisa honesto que se hacía llamar Juanes. Sacó el disco compacto de aquel paisano colombiano y oyó su guitarra. Esa noche aterrizó en la mente del mánager una epifanía que hoy es una gran realidad: a la música le hacía falta tatuajes, le hacía falta una marca, le hacía falta Juanes. Después de 19 premios Grammy Latinos, 18 Premios MTV, 16 Premios Lo Nuestro, doce millones de discos vendidos, portadas en Billboard, People, Rolling Stone, Hola, Ocean Drive, ELP, Latina, Spin, GQ y Spin. Artículos en Time, Nuevo Herald, New York Times, Le Monde, El País, The Angeles Time y The Economist. Conciertos en los Premios Nobel de la Paz en Oslo, en el Mundial de Futbol Sudáfrica 2010 y los conciertos de Paz sin Fronteras, Fernán contribuyó a que se tatuará el mundo con la imagen de Juanes. Vicky Pavajeau, la asistente fiel de Fernán, no tiene un minuto de descansó desde hace varios años. Trabaja como él, siete por veinticuatro. Cuando le suenan los teléfonos no sólo llaman para buscar a Juanes, si no para preguntar por el book de Carolina Gómez, Taliana Vargas, Flora Martínez, Mónica Lopera, Juliana Galvis, Karen Martínez, Julián Arango, Mario Rivero o Roberto Urbino. Otras estrellas que empiezan a brillar bajo el cielo de Fernán. El manager les presenta gente, les asesora en imagen, les recomienda libros y biografías, les recuerda películas, los pone a recitar poesía, a saludar al portero y al presidente, les recomienda sitios y, como si fueran sus hijas, los regaña cuando cometen algún exceso, bien sea en comida, deporte, sueño, juego o fiestas. Si Fernán tuviera tiempo, los llevaría a comer helados y a ver una película los domingos. Pero el reloj no le da. Ahora su tiempo libre lo dedica sólo a sus dos hijas, Isabella y Antonella. Eran las cinco de la tarde, del miércoles 20 de abril de 2011. Las calles de Popayán estaban atestadas de gente por la Semana Santa. El sol caía por el occidente, dejando un ocaso rojizo. Un niño de 55 años, calvo, con arrugas bien puestas, vestido de jeans Levi’s, camiseta Polo, zapatos DSquared y reloj Bvlgari, se encontraba sentado en un andén junto otras dos niñas, una de once años y otra de nueve, frente a una carreta atestada de granadillas de quijo. Las niñas y el niño abrían con emoción las frutas verde-amarillas y comían como si nunca más fueran a tener el placer de disfrutar de aquel sabor. Las niñas y el niño ya se habían devorado dos cajas de unas galletitas dulces, aplastadas por la tradición de Doña Chepa, una mujer insignia de aquella ciudad de próceres. Las niñas y el niño reían, mientras él con su encanto de narrar historias les contaba que por esas calles su papá, es decir el abuelo de las niñas, era saludado con tanta reverencia y respeto como si fuera el Juanes de aquellas remotas épocas. El niño les contaba que el abuelo había sido el hombre más buen mozo de toda la comarca, y que había tenido novias tan bellas como las modelos de Victoria’s Secret. Al niño le sonaba su BlackBerry a cada segundo, pero él ignoraba las llamadas porque estaba en el paraíso. El niño Fernán Martínez en ese momento era el hombre más feliz del mundo, porque se encontraba junto a sus dos amores, comiendo su fruta preferida, sentado en un andén de su ciudad natal y contando las historias de su héroe favorito: su papá.

                 

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