La magia de la radio de ayer

Mar, 12/04/2016 - 06:49
A manera de homenaje a la memoria de Edgar Perea Arias, abrimos el cofrecito de las nostalgias radiofónicas que giran alrededor del medio que amó con pasión de cadete el Negro Grande de Colombia.
A manera de homenaje a la memoria de Edgar Perea Arias, abrimos el cofrecito de las nostalgias radiofónicas que giran alrededor del medio que amó con pasión de cadete el Negro Grande de Colombia. Lea también: Los dos sueños que no alcanzó a cumplir Édgar Perea Colombianos de muchas generaciones aprendimos a querer la radio desde pequeños porque a ella le tocó desempeñar simultáneamente su propio papel y el de la televisión, mientras ésta llegaba al país, en 1954, vestida de blanco y negro, del brazo del general Gustavo Rojas Pinilla, el presidente de facto que se trepó al poder por un golpe de opinión, según la perversa definición del maestro Darío Echandía. Grandes y chicos amamos desde su nacimiento a la radio porque supo meterse sin permiso en nuestros hogares, en nuestros corazones y en nuestra imaginación en una caja de madera que llevaba en el centro un disco iluminado, a manera de cuadrante, y en su pancita habitaba una multitud de personajes diminutos que se alumbraban de manera precaria con unos tubos que no nos eran familiares y a los que tratábamos de espiar, vanamente, mediante una pequeña perforación que le hacíamos, a hurtadillas de nuestros padres, a la parte posterior del aparato receptor que era el mueble más importante del hogar, por encima del refrigerador. Adoramos la radio porque nos conectó, sin salir de casa, con las noticias del momento, en nuestro entorno, en el país y en el mundo, con Arturo Arango, en Radio Manizales, o Luis García, en la Voz de Medellín; primero, y Miguel Zapata, en “Clarín”, después; el buen humor criollo, con “La hora sabrosa”, de Raúl Echeverri, “Jorgito”, que originaba la Voz Amiga, de Pereira; Tocayo Ceballos, el creador de la genuina “Hora de la escoba”; Mario Jaramillo y el sin par Guillermo Zuluaga, “Montecristo”; los cantantes y la música de moda, las novelas; el ciclismo y el fútbol narrados por Carlos Arturo Rueda; los catedráticos del aire, encabezados por Antonio Panesso Robledo, “Pangloss”; la literatura costumbrista, el sermón del orador sagrado y las apasionadas catilinarias de los caudillos Jorge Eliécer Gaitán y Laureano Gómez. Apreciamos la radio porque nos conmovió con la transmisión de historias tan comunes en nuestro medio que le arrancaban lágrimas en altas dosis a nuestras madres, tías y hermanas mayores, como “El derecho de nacer”, del cubano Félix B. Caignet; “Lejos del nido”, de Juan José Botero; “Frutos de mi tierra”, de Tomás Carrasquilla, o “Un ángel de la calle”, de Efraín Arce Aragón. Veneramos la radio porque nos enseñó a escuchar antes de que aprendiéramos a hablar, a leer y a escribir y nos dio las primeras nociones de política internacional al dejarnos saber que Hitler y Stalin eran más malos que Caín y Atila. Ser buen oyente de radio equivalía a ser persona bien informada y mejor documentada. Medimos con gran pánico el poder de convocatoria de la radio, el 9 de abril de 1948, cuando los protagonistas del “bogotazo” instaron a la revuelta a través de los micrófonos de las emisoras tomadas por la chusma ebria, armada de palos y machetes. Tras la hecatombe vino la saludable medida que acabó de un tajo con los llamados radioperiódicos políticos, causantes del cataclismo que desencadenó el asesinato de Gaitán. Quisimos mucho más a la radio cuando por los escenarios de sus radioteatros de Bogotá y Medellín desfilaban las primeras figuras de la canción popular, llegadas especialmente de México, Argentina y España a realizar temporadas de una o dos semanas entre el delirio del público que antes las había visto en el cine. Los artistas se iban encantados a sus países de origen, pero la mayoría regresaba sin tardanza. Argentinos como Raúl Iriarte y Armando Moreno prefirieron establecerse hasta el día de su muerte en Colombia porque “la patria está donde a uno lo quieren”, según decía Alejo Durán, el negro grande del vallenato. La apostilla: El historiador Gustavo Pérez Ángel narra en su tratado sobre “Los orígenes de la radiocomunicación” que alguna vez le preguntó al maestro Germán Arciniegas, ¿cuál era su primer recuerdo de la radio? Y el notable escritor bogotano, que nació y murió con el siglo XX, respondió: “Mi primer recuerdo de la radio se remonta a mi juventud. Yo iba por la calle y de repente pasó un automóvil hablando”.
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