Los minutos finales de Jaime Bateman

Dom, 22/04/2012 - 04:00
Jaime Bateman
El futuro de los muertos
«Aeropuerto Internacional Si

Jaime Bateman

El futuro de los muertos

«Aeropuerto Internacional Simón Bolívar», repetía Bateman para sus adentros mientras que la franja de esmeralda de las primeras aguas del Caribe se convertía en la frontera de las certezas.

¿Quién hubiera podido introducirse por la ventanilla cuadrada de la avioneta iluminando las caras? «Simón Bolívar…. Hasta ese aeropuerto tiene el general, viejo Conrado», dijo El Flaco justo en el primer viraje de la Cessna para tomar hacia el occidente e iniciar el ascenso bordeando la isla de Salamanca.

Si alguien hubiera podido ver desde afuera el perfil de aquel aparatico casero y cascarero, habría apreciado tres figuras aplastadas contra las dos ventanillas. Jaime Bateman, Nelly Vivas y Conrado Marín observaban en silencio las últimas casas de Ciénaga, el puente de la Marimba que separa la Ciénaga Grande del mar, las velas triangulares de las piraguas, los indios y los rizos de las olas tocando la costa y formando remolinos en la juntura de las aguas dulces y saladas.

—Acomódense bien y no se me carguen a la izquierda que esta vaina se desestabiliza facilito —soltó el piloto.

—¿Qué quiere hermano, que nos le carguemos a la derecha?

—replicó el comandante del m-19 antes de lanzar una de sus carcajadas de minotauro de estos lados.

Ninguno de estos irreductibles pensaba que jamás volvería a ver las ciertas y bacanas Barrancas de San Nicolás, por cuyo cielo esta avioneta de muerte y de mierda habría de pasar, solo para que la gente chévere tenga el derecho de pasar a la historia, como debe ser. ¡Ajá! Eh eh ah, el Palito de Malambo. Yo lo estaba esperando y no quiso regresar, querido Flaco.

—Al centro flaco, al centro.

—Si pillas vieja Nelly, el man nos quiere dar línea, ¿cierto?

Jaime Bateman era conocido por sus compañeros del M-19 como ‘El Flaco’ o ‘Comandante Pablo’.

Acostumbrados al imperativo de las órdenes, los tres acomodaron sus mochilas. Era tal el ventarrón y el consecuente movimiento del aparato que los tres guerrilleros y aun el piloto, en una instintiva maniobra de animales terrestres, buscaban un equilibrio de balancín, como si con ello ayudaran a la precaria estabilidad de la nave.

Dentro de aquella imposible masa de aire revuelta, espesa de calores tropicales, de vahos de materia, la avioneta ganaba con esfuerzo un poco más de altura. Sobre el poblado de Tasajera un nuevo viraje abierto a la izquierda les permitió apreciar el ángulo incierto donde la Ciénaga Grande de Santa Marta se pierde hacia el oriente para ir a frotarse contra las faldas de la Sierra Nevada, en ese límite vegetal sabroso y despelucado que forman las siembras de banano. Nuevo giro a la izquierda y otra vez la cinta altisonante del Caribe, las playas, pero esta vez a más altura. Y otra vuelta más sobre el eje imaginario de la Ciénaga para remontar las primeras nubes y llegar al espacio de las turbulencias, de las dificultades como las de Bolívar, pensaba Bateman: «Nada es fácil, pero siempre ha sido más jodido volar que tomarse el poder».

Nuevo giro esta vez hacia la derecha y el piloto arrancándole al motor la última potencia para insertarse en las masas blancas que en abril flotan sobre el litoral cuando no han llegado los vientos de agosto para llevárselas hacia el oeste. Nadie entendía nada. Atlántico, quizás era irse a ningún lado. Ella, la que se quedó en Santa Marta se quedó diciendo camino a Gaira: «De mar sí sé un poquito». Sobre las olas el barco va. La altura, el viento y la corriente y la tremenda chucha que todos ellos tenían, todo se olía, situados como estaban en la olorosa geografía del violín, como llaman en Venezuela a la sobaquina que se vuelve bruma sin norte, puro «mapurito» y cosas de mamíferos y de combatientes, como no, atentos a los tiburones.

—Cómo es la vaina capi: vamos es para Panamá. ¿Qué carajos es toda esa volteadera?

—Flaco, tenemos que ganar altura desde el principio porque quiero hacer el crucero tranquilo. Acá el radar nos pilla en el radial de ascenso, y frescos. Pero más adelante, cuando crucemos sobre el Magdalena y las ciudades, quiero estar por lo menos ya a 16.000 pies. Ahí no hay riesgos de que se fijen en nosotros. Nuestro plan de vuelo aprobado es para Magangué y de ahí p’alante frescura tropical.

Bateman creía que la lucha debía ser nacionalista, bolivariana, teniendo entre las manos el sentir americano.

Hora y media después, la nariz de la avioneta señalaba un horizonte de frutas podridas. Una capa negra con huecos grises, no por ello menos aterradores, se había establecido a lo largo y ancho del mundo cruzado por relámpagos que bajaban con esa manía que tienen los rayos de irse a ninguna parte, salvo cuando asestan sus cañonazos eléctricos sobre el pavor atávico de la gente. Aquello no eran nubes sino más bien un telón de fondo, una caja negra de un teatro del horror, escenario propicio para las tragedias. El capi daba órdenes.

—Se amarran bien que esta vaina va a brincar. Tenemos enfrente una tormenta más grande de lo que suponíamos por los informes meteorológicos. Lo mejor sería regresar para buscar una pista alterna. Tenemos más o menos facilidades para tomar los vectores de aproximación de Apartadó o Turbo y bajar allá mientras pasa esta alimaña.

Bateman, impresionado por la precisión del piloto, pero impulsado por la necesidad de llegar ese atardecer a ciudad de Panamá, no lo dudó.

—Hermano, ¿si seguimos hay modo de sacarle el culo a esa vaina y llegar a Panamá.

—Sí hay modo. Podemos contornar la tormenta por el lado del Golfo de Urabá y tratar de entrar de norte a sur a Panamá. Pero de todas maneras eso va a tomar tiempo y tendremos el combustible justo. Me da la impresión de que es un riesgo, pero se puede.

—Entonces mi hermano, dale por ahí. Y tranquilo que la cadena de los afectos está funcionando en este momento para protegernos,¿cierto, compas?

Nelly y Conrado a quienes el miedo había acompañado en tantos combates y momentos difíciles, asentían. La certeza de Bateman había podido contra el enemigo y una tormenta, al fin y al cabo, era tan solo un acontecimiento más en esas vidas acostumbradas a las danzas de garabato que lo ponen a uno a rumbear con la muerte.

—Bueno —dijo el capi— entonces se ponen las mascarillas de oxígeno porque vamos a subir hasta 22.000 pies por seguridad.

Inicio viraje….

Bateman creía que la lucha debía ser nacionalista, bolivariana, teniendo entre las manos el sentir americano.

La cascarilla de naranja se fue hacia la derecha y más y más. Hasta que un primer cimbronazo anunció el destino. El capi lanzó los mandos hacia adelante y la avioneta, rugiendo con estertores de gallinazo, remontó su propia línea horizontal en un vertical ascenso hacia el desmadre. Largos minutos de vuelo condujeron el avión hacia regiones aún más heladas.

—¡Capi métale más calefacción que nos estamos tullendo!

—gritaba Nelly.

Y en efecto el nuevo rumbo había adentrado el aparato en una bruma de estratos altos sobre el mar, fría y húmeda bruma de flechas de hielo que golpeaban el aluminio y los vidrios escarchados hasta el punto que desde las ventanas se veía cómo los granizos prehistóricos abollaban las latas de la Cessna, mientras adelante los calores del Tapón del Darién subían para ampliar como una gran ameba de aire aquella tormenta que venía de las tierras del istmo y se abalanzaba sobre el Caribe; como si el Trópico quisiera una vez más engendrar una de sus bacanales de agua que más tarde caería sobre la piel sudada de aquellos pasajeros del delirio.

El encierro en aquella masa gris había hecho que el capi rehuyera su sentido de pájaro y solo leyera los instrumentos cada medio minuto como si tratara de encontrar una señal que le condujera a buen puerto. Pero en medio de ese despelote elemental, los impulsos no eran captados ni emitidos, los vor desaparecían, las radioayudas se desvanecían en el estropicio de los truenos y tan solo la brújula permanecía fiel al magnetismo, señalando un norte no buscado.

El capi estaba perdido. Ni siquiera el sol existía en medio de esa telaraña de vapores. Apenas quedaba su reflejo plateado que venía de todas partes, como si el astro hubiera perdido su sitio en el cielo y desparramara su luz sin dirección, a ciegas sobre el capi, el Flaco enfurecido, Nelly metida en su silencio para mitigar los fragores exteriores y Conrado agarrándose el sombrero de ala como si se tratara de alguna ventisca inocua en los llanos del Orteguaza.

—Flaco: si esta vaina marca bien el norte, tenemos que girar hacia el sur, o sea 180 grados mi hermano, y en descenso, porque lo de acá arriba no lo aguantan las latas. Qué dices, ¿nos mandamos y tratamos de buscar comunicación con Paitilla?

—Geógrafos de mierda —dijo Bateman—: con ese cuento de que el norte queda arriba, con ese cuento de tener un norte en la vida. Al carajo, que señale ella lo que quiera y tú déjate llevar por la intuición capi, tírate de pecho hermano. ¡P’al sur, como siempre!

El capitán movió los pedales, giró la cabrilla y la avioneta fue descendiendo con un corcoveo inicial que se fue volviendo crisis epiléptica, un solo brinco de cielo en cielo entre el gris de la tormenta, salto hacia abajo con ese ronquido del descenso, de león asmático herido de muerte.

‘El Flaco’ tenía una enorme imaginación; fue estratega, enamorado, se reía de la muerte, amante de la rumba, y de fácil acceso a la amistad.

Veinte minutos después y diez mil pies más abajo la avioneta salió de la trituradora para quedar balanceándose en la paz de un atardecer. Por fin el sol había vuelto a su lugar, los aparatos funcionaban, la avioneta volaba en lugar de dar botes de carnero por el firmamento y los cuatro viajeros podían una vez más mirar la tierra abajo, esa gigantesca extensión de brócolis y coliflores que parece la selva vista desde el aire.

—Ahora sí, derecho a Panamá —comentó aliviado Conrado.

Pero los designios previstos para ese día de tiempos largos, se empecinaban en perdurar hasta el último momento. Sí, el rumbo ya era claro, Panamá podía estar al frente, pero en las maniobras para rodear la tormenta, en ese ciclón bananero que Bateman traía desde sus tierras del mar de las siete bahías, y en la confrontación misma del cansado motor con la tempestad, la gasolina se había reducido al mínimo, que anunciado en la voz del capi era combustible para diez o quince minutos máximo.

—Nos vamos a matar como en el bolero por ese hijueputa Vendaval sin Rumbo —dijo el Flaco Bateman pasándose la mano por la cabeza hirsuta—. Yo por lo menos, si me voy a morir, que sea cagado de la risa —y se lanzó en una de sus carcajadas de salivas y dientes para afuera.

—Tenemos que empezar a planear —soltó el capi.

—Déjate de vainas. En el Eme venimos planeando todo desde hace diez años y a veces las cosas nos salen bien. Ahora te toca a ti planear viejo capi.

El piloto metido en un mortaja de camisa blanca y sudores redujo las revoluciones del motor y así pasaron veinte minutos de silencio hasta que este se hizo aun mayor cuando ya no quedaba ni una revolución y la mancha verde del Darién, todavía iluminada por el sol de los venados, crecía como si el brócoli hubiera sido puesto a hervir. Iban inexorablemente hacia tierra. Todos habían comprendido que actuar o hablar, ya no tenía sentido. Y así fueron bajando por entre el silencio, solo rajado por los aleteos del aluminio del fuselaje y la voz chillona del viento cortada por la nariz de la Cessna.

Las manos, quedaban las manos para tomarse de ellas y esa última mirada antes de regresar a la madre. Y justo el sol rojo de frente sobre la nariz del avión, encandilando tal vez el último momento de vida, escondiendo con sus ínfulas de naranja universal la selva que aparecería tan solo en el último instante, justo entonces, cuando el último rayo de sol en el ocaso se fue al carajo, y quedó la selva en frente, durante un segundo iluminada por los arreboles, un segundo antes de que la avioneta con su carga de alucinados guerrilleros de Bolívar se incrustara sobre las ramas y los troncos de esa existencia vegetal

Precisamente allí en Panamá, donde el Libertador quiso construir una nación del Río Grande hasta la Patagonia, a donde Bateman iba a tejer uno de sus dementes sueños de psicodelia revolucionaria, esos que permitirían de una vez por todas que la revolución no fuera otra cosa que una rumba. Justo en ese momento la cadena de los afectos de los gnósticos de Santa Marta, cuyo eslabón fundamental era Clementina Cayón, estaba más firmeque nunca. En el patio de la casa de la madre de Bateman, las hojas del matar ratón y las ramas de las palmeras sostenían una pléyade de chicharras calientes que alborotaban el atardecer con su sinfonía de los ocasos. Como una sonoridad primigenia, como un «rompe Saragüey» esotérico, la doble culebra de las energías místicas se había elevado y ascendía entre bandadas de patos y picingas para conectarse a las selvas del Darién, entrar a las humedades sustanciales del monte y acolchonar la caída de los ángeles.

La Cessna era apenas un tubo. Sin nariz, sin alas, sin cola, parecía un pájaro convertido en un instante en reptil. Con el golpe de la arborizada, una casetera de pilas que llevaba Nelly se había activado. Y allí colgados a treinta metros del suelo selvático los primeros instantes de la muerte sorprendieron a los cuatro viajeros en medio del silencio después del fragor, faltos ya definitivamente de palabras para decir, para entender lo sucedido, mientras de la casetera como si se tratara de la cortina musical del final de una pesadilla, salían en medio de los primeros segundos de la noche las frases de Alejo Durán que construían entre la manigua la premonición del instante: «Como Dios en la tierra no tiene amigos, como no tiene amigos en el aire, tanto y le pido y le pido ay hombe, siempre me manda mis males».

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