Palomas con viveza colombiana

Jue, 17/05/2012 - 15:00
“Esta paloma cayó durante una tormenta en la cárcel de Santa Rosa de Viterbo, Boyacá. Nosotros, los presos, le dimos agua y comida y la soltamos porque sabemos lo que vale la libertad”.

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“Esta paloma cayó durante una tormenta en la cárcel de Santa Rosa de Viterbo, Boyacá. Nosotros, los presos, le dimos agua y comida y la soltamos porque sabemos lo que vale la libertad”. Antes de estar presa, la mejor paloma mensajera de Alfredo Ferro extendió las alas y se unió a mil doscientas aves que cubrían el cielo de Valledupar. Amaneció con sol al igual que los días anteriores y se pronosticaba que se prolongaría la sequía. Eran las 6.00 a.m. cuando las aves alzaron vuelo. Abajo, los dueños las despidieron con la mirada. Cada uno deseaba que su ave ganara la competencia que culminaba a 2.600 metros sobre el nivel del mar, en Bogotá. Debían recorrer 720 kilómetros sobre ríos, montañas y ciudades a una velocidad promedio de 80 kilómetros por hora. Eran pocas las palomas blancas. Es mejor no ser blanca si hay que recorrer los cielos. Los halcones pueden cazarlas y los hombres dispararles con sus armas. La mayoría de los criadores prefieren que sean grises o cafés. Saben que el blanco es un blanco fácil para los depredadores. En la actualidad las palomas son usadas para carreras de larga distancia. Luego de diez horas de vuelo, cuando caía la tarde, las palomas pernoctaron en los árboles. Al salir el sol alzaron vuelo de nuevo. A la altura de Boyacá, el cielo gris prometía descargar una tormenta. Siguieron volando. El cielo se abrió en una tempestad y las aves avanzaban con las alas pesadas y cargadas de agua. Algunas aterrizaban para escampar pero caían en las fauces de los perros. Otras se reventaron las entrañas por el porrazo de la caída, y las que aguantaron el golpe murieron de hambre, enfermas y solitarias. Unas seiscientas lograron esquivar los fuertes vientos y continuar su camino a casa. Ellas no compiten, solo quieren volver al hogar. Seis meses antes de las competencias, las aves son puestas en un colombódromo o palomar del tamaño de más de 40 metros cuadrados, con comida, celdas y entrenador personal, para que se acostumbren a vivir allí, y siempre regresen a ese sitio desde cualquier parte del país. Tienen una brújula natural que les sirve para no perder el rumbo. Los criadores marcan las palomas con un dispositivo para identificarlas. La brújula se puede averiar cuando hay radiaciones solares o cuando la tierra tiembla, si esto sucede, las aves quedan como locas y empiezan a volar sin rumbo. Guillermo Gutiérrez, criador de palomas hace medio siglo, dice que antes de las competencias estudian los fenómenos de la naturaleza para evitar pérdidas de animales. Las palomas mensajeras de criadero son iguales a las que invaden los parques principales de los pueblos ensuciando con su guano la fachada de las iglesias. Muchas personas las llaman ‘ratas voladoras’. Algunas se crían comiendo concentrados importados de Estados Unidos y Europa. Otras mendigan maíz en las plazas públicas y son correteadas por niños que amenazan con pisotearlas. La diferencia entre las palomas mensajeras es que unas son de casa y otras callejeras. No hay razas específicas sino cruces entre las mejores de la especie. En el país hay más de un centenar de colombófilos que se reúnen dos o tres veces al año para competencias de largas distancias con palomas. Estas aves siempre vuelven a su palomar guiadas por un radar natural. Ante la tormenta que se precipitó sobre Boyacá, el ave de Alfredo Ferro no soportó el peso de sus alas y como un avión averiado se precipitó hacia la tierra. Cayó en el patio de la cárcel de Santa Rosa de Viterbo. Los presos se corrieron tras la paloma, que, aunque miedosa y adolorida, batía las alas intentando partir. Se estrellaba contra las rejas, los vidrios, hasta cuando uno de los perseguidores pudo levantarla. Ferro buscaba en el cielo el regreso de su ave. Si no estaba muerta, de seguro regresaría. La competencia había terminado y su mejor ejemplar estaba abandonado en algún lugar de la geografía nacional. En la cárcel comió arroz en las palmas de las manos de los reclusos. A los dos días, con las alas fuertes y el buche lleno, los protectores advirtieron que estaba preparada para salir libre. Antes de soltarla, le amarraron a la pata el papel con el mensaje. Por fin el dueño la vio aparecer en el cielo. Estaba maltrecha pero viva. Al examinarla con detalle halló el papel. Leyó “…la soltamos porque sabemos lo que vale la libertad”, esa fue la frase que más lo conmovió. Según el diario El Espectador, en 1997 fue descubierto un palomar con 120 especies en la cárcel de Buga. Medio centenar estaban adiestradas para levantar vuelo, ser atrapadas afuera, y regresar con cocaína, marihuana o bazuco amarrados a sus cuerpos. Todo se descubrió porque una de las aves enredó las patas en un paquete que contenía ocho gramos de marihuana, y cayó al suelo frente a una señora que estaba afuera del penal. Los guardias entraron y en un remezón de plumas expulsaron a las aves. A la semana volvieron a invadir la cárcel. Aunque estaban presas, ese era su hogar y no soportaban la idea de abandonarlo. En la Segunda Guerra Mundial las palomas fueron armas y eran cazadas por los halcones de los alemanes. A principios de los noventa, el narcotraficante Pablo Escobar ordenó construir un palomar dentro de la cárcel La Catedral, ubicada en cercanías a Envigado. Ante los guardias, que más bien eran sus empleados particulares, argumentaba que entre sus aficiones estaba la colombofilia y por eso quería tener sus palomitas cerca. Según el testimonio de alias ‘Popeye’, Escobar usaba las aves para comunicarse con el mundo exterior sin correr el riesgo de ser interceptado. Los radares y equipos tecnológicos de los grupos de inteligencia no pudieron contrarrestar una de las formas más primitivas de mensajería. Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras los hombres luchaban en tierra, se libraba otra batalla en el cielo. Los ejércitos franceses y norteamericanos tenían palomares en los campamentos para enviar información confidencial. Para evitar que los mensajes llegaran, los alemanes tenían una cuadrilla de halcones dispuestos a devorar a las aves de los Aliados. –¡No¡ –dice Guillermo Gutiérrez, criador de palomas hace medio siglo– No todo es guerra y drogas, enamoré a mi mujer con palomas. Hace más de 25 años, cuando no había teléfonos celulares o correos electrónicos, Gutiérrez viajaba a Medellín, Cali, o a cualquier parte del país donde su trabajo lo requería. A parte del equipaje llevaba cinco palomas en cajas. Cada semana escribía una carta de amor a su novia, la amarraba a la pata del ave y luego abría la ventana. La enamorada esperaba en Bogotá, sentada frente al palomar, el mensaje. A veces no llegaba. Las palomas se extraviaban en el camino o los cazadores les cortaban las alas para que no volvieran a volar.
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