Las tiendas de Apple eran de los lugares más concurridos que seguían abiertos en Pekín después del brote del coronavirus, aunque los empleados les prohibían a los clientes probarse los relojes o AirPods.
Como siempre pasa, algunas personas se aventuraban a salir a las calles por necesidad. “Mi computadora portátil está dañada”, dijo una mujer. Para otros, estas tiendas eran un raro espacio de reunión comunal, un descanso del aislamiento, la ansiedad y el miedo que se han apoderado de la ciudad de 23 millones de habitantes desde que la epidemia surgió en China central.
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Ahora las tiendas están cerradas, junto con los teatros, los museos, los cines, los templos, las barberías, las peluquerías, los bares de karaoke y casi todas las demáss tiendas y restaurantes. La Ciudad Prohibida ha cerrado “hasta nuevo aviso”, al igual que una sección popular de la Gran Muralla ubicada en las colinas ventosas e invernales del noreste, lejos de la congestión urbana.
Pekín no está sometida a un estricto bloqueo como el que las autoridades gubernamentales han instaurado en Wuhan y otras ciudades que se encuentran en el epicentro de la epidemia. Sin embargo, ha impuesto restricciones a prácticamente todos los aspectos cotidianos desde que el 24 de enero se declaró “el nivel más alto para una emergencia de salud pública”.
Esta suspensión en la práctica, aunque no haya sido declarada como tal, está ocurriendo en una ciudad tras otra en China, interrumpiendo la vida y creando imágenes distópicas de un país que, repentinamente, se ve despoblado.
Se han pegado volantes del gobierno de Pekín en tiendas y edificios de apartamentos, instando a que todas las personas tomen las precauciones necesarias. Se alentó a los residentes a evitar “lugares concurridos o reuniones públicas”, aunque la mayoría de ellos, incluidos los festivales que celebran el Año Nuevo Lunar, fueron cancelados de todos modos.
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