"1984", entre literalidad y banalidad

Vie, 13/04/2012 - 12:47
 

  La banalización total ocurrió en el mismo 1984. En la noche en que se jugaba el Super Bowl, Apple Computer presentó uno de los comerciales más famosos de la historia de la publicidad. Treinta segundos de alienación, gente sedada al frente de una gran pantalla viendo al Gran Hermano. Gente marchando sin personalidad o libertad. De repente sale una atleta con un mazo en la mano. La persiguen policías. Ella corre y no la alcanzan. Llega victoriosa y se detiene a unos metros de la pantalla. Con todo el dramatismo posible lanza el mazo, rompe la pantalla y libera a todos los oprimidos del Gran Hermano. La imagen se funde en negro y sale un letrero que es leído por una voz gruesa y amigable: “El 24 de enero Apple Computer presentará Macintosh y verás por qué 1984 no será como 1984”. La publicidad había violado y acribillado la obra de Orwell. El gran hermano era IBM y sus computadores aburridos, eso era todo, aburrimiento. Ese mismo año, Michael Radford hizo una versión cinematográfica de 1984. A diferencia del comercial, ésta fue fiel al texto y capturó la esencia de la obra. Repetía la misma atmósfera azul y opresiva (muy bien lograda en el comercial), pero sin incurrir en el chiste fácil y en la banalidad. No se puede medir con la misma vara a un comercial televisivo que a una película con pretensiones artísticas. Sin embargo, la parodia había comenzado y no iba a parar. Hubo capítulos de los Simpson, realities basados en la obra y películas hollywoodenses que se evanecían en el cliché obvio. Con todo, estas parodias no había destruido una obra. Ésta, en cambio, se había vuelto de dominio público. El imaginario extendido del Gran Hermano. Un régimen totalitario apoyado en la tecnología que alienaba a sus ciudadanos. Pero cuando los imaginarios se extienden y se vuelven comunes, se suelen transmitir en una especie de teléfono roto que minimiza la idea principal hasta volverla una caricatura. Como aquellos comunistas que citaban a Marx sin haber leído a Marx y emprendían batallas con interpretaciones de otros. Hoy en día un adolecente asociará al Gran Hermano con un reality y no con una novela o una película. Pera él el Gran Hermano será simplemente un conjunto de cámaras en una casa, tal vez un presentador o él mismo viendo a gente ordinaria convivir a la fuerza. No pasa de allí. A pesar de esto, el mundo sigue enfrentado los mismo problemas del lejano 1949, cuando se publicó la novela. Los mismos problemas dictatoriales y de alienación (no hay que ir muy lejos, la guerra contra terrorismo, por ejemplo). Es valioso, entonces, cuando se vuelve a la obra y se le trata de devolver su sentido original. Hay que aplaudir cualquier iniciativa al respecto. Tim  Robbins, actor hollywodense y director de la compañía teatral Actors’ Gans, adaptó la novela de Orwell para las tablas. La adaptación se presentó en el pasado Festival de Teatro de Bogotá con un éxito absoluto (era una de las más esperadas). Los aplausos no se hicieron esperar, ¿pero valió la pena? La principal dificultad para adaptar una obra literaria, a una obra de teatro, son las limitaciones técnicas. Se cuenta con un número restringido de actores, con un espacio reducido y con posibilidades escenográficas mínimas. No se tiene la libertad del cine, por ejemplo, para grabar en diversos escenarios y cuantas veces se quiera. No se tiene la libertad que dan los efectos especiales y las animaciones por computador. Tampoco están los grandes presupuestos multimillonarios que se prestan para dar y convidar. En realidad, sólo hay un promedio de máximo de diez actores que representan varios papeles. Hay un escenógrafo que se las arregla para diseñar un fondo neutro que sirva para representar cientos de lugares a la vez. Está el libretista que se encargará de adaptar la obra (acorde con todas esas limitaciones) y el director que le dará forma a todo. Es por eso que una adaptación teatral es una adaptación y no la novela representada en el escenario. Hay que hacer cambios, hay que recortar, poner, enfocar. La palabra adaptación le queda perfecto. Afuera los puristas,  que no se trata de hacer imposibles sino de hacer teatro. Tim Robbins pecó de purista, pecó de literalidad. La obra comienza con Smith, el protagonista, parado en el centro del escenario, donde hay un foso irregular y poco profundo. Smith se para allí, frágil, con una camiseta blanca, calzoncillos antiguos y una media (la del pie izquierdo). Es interrogado por el Gran Hermano, una voz que sale de una de las telepantallas (demasiado pequeñas para percibirlas desde un inicio). Varios actores a su alrededor, unos cinco vestidos como hombres de negro, se transforman en infinidades personajes en un intento por contar la historia posterior a la detención de Smith. Van leyendo el diario del acusado, uno de los tantos delitos que cometió, y los actores pasan de carceleros a compañeros de trabajo, vecinos y hasta en el mismo Smith representando las pequeñas escenas que leen. Cuando Smith se resiste a contestar, lo electrocutan por medio de un brazalete que lleva en su mano derecha. Cuentan la historia previa a su detención y luego queda el interrogatorio puro y duro. La tortura ya no tiene el fin de hacerlo confesar. Ahora lo torturan para aplastar sus más internas creencias. Después de torturas continuas, ahora aplicadas por una especie de silla eléctrica, Smith sigue firme en sus convicciones, ama a Julia y aún cree que dos más dos es igual a cuatro. Le espera la temida habitación 101. Ésta contiene el peor de los miedos, el peor de los temores. En el caso de Smith, una temor enfermizo a las ratas. Le ponen en la cabeza un mecanismo, una ratonera que le rodea la cabeza y que con sólo accionar una palanca liberaría a los roedores hambrientos. Éstos, le dice su carcelero O’Brien, le comerían el rostro en segundos, tal como lo hacen en los barrios proletarios. Smith se quiebra y traiciona el amor de Julia. Prefiere que la torturen a ella y no a él. Él ama al Gran Hermano ahora y no a la persona que le había permitido cierta libertad en medio de la opresión. Dos más dos no es cuatro sino cinco. Y quebrado lo liberan. El Estado no hace mártires, dice O’Brien. El Estado reeduca a los enfermos. La enfermedad consiste en no someterse en cuerpo y alma al Gran Hermano. En no acatar todo lo que éste diga. Ahí reside el éxito de la novela de Orwell, en mostrar cómo un régimen político podría no sólo coartar la libertad de los individuos (éste sí es un lugar común), sino cómo puede meterse en la mente humana. Primero diseñado un lenguaje que por su estructura interna no deja pensar más allá de las doctrinas del partido. Luego reeducando a cualquier oveja negra que contradiga al Gran Hermano. Si éste dice que dos más dos es cinco es porque así es. No hay más opciones. ¿Y la lógica y el sentido común? Éstos no importan, éstos están por debajo del Gran Hermano. Éste está por encima del sentido común, de la ciencia, de la lógica, de las emociones. Está por encima de todo. El control absoluto. No es sólo IBM y sus feos computadores. Allí reside la grandeza de la obra. La puesta en ensena de Tim Robbins capta esto, pero peca de literalidad. Aunque la obra comienza por el final y la estructura temporal es alterada, los actores no hacen sino leer parlamentos enteros de la novela y actúan poco. Las acciones no se ven, sino que se escuchan (Smith trabajó, Smith fue a comprar un cuaderno, Smith escribió, Smith caminó a lo largo de una plaza esperando a Julia, etc.). Ese es el peor error que una adaptación teatral puede cometer. Recitar pedazos del libro original y dejar todo a la misma imaginación del espectador. Para leer fragmentos del libro está el libro mismo. El teatro se constituye a partir de la acción. La palabra es acción, es un acto performativo, pero no la única acción posible. Es importante Smith como personaje hablando, pero también actuando, caminando, escribiendo, trabajando. En medio de confusión provocada por los monólogos largos, y por el cambio constante de personajes, lo importante de la obra se opaca y se pierde. No es cine, es teatro. Y, aunque la obra le dedique buena parte de la representación a la tortura de Smith y su reconversión, ésta se pierde en medio de la intención, loable en un inicio, de ceñirse al texto. El que entiende a cabalidad la representación es el que no necesitaba verla, pues ya había leído el libro o visto la película. Es una adaptación coja, entonces. Una adaptación que por abarcar mucho aprieta poco. Pero se le abona, como ya se había dicho, retomar el sentido original de la obra. Preocuparse por transmitir a nuevas generación la turbación por Estados que, defendiendo la democracia, llegan a la dictadura. Mientras tanto el público colombiano sigue aplaudiendo sin parar bajo aquella falsa premisa de que todo lo que viene de afuera es bueno. Es bueno, ¿pero por qué o hasta qué punto?
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