Cuando destruir es imperioso

Mié, 01/04/2015 - 11:13
Cuando un país como Colombia acumula más de 60 años soportando una guerra interna; viviendo la confrontación de dos o más ejércitos que pugnan por lograr sus objetivos, es común que lentamente
Cuando un país como Colombia acumula más de 60 años soportando una guerra interna; viviendo la confrontación de dos o más ejércitos que pugnan por lograr sus objetivos, es común que lentamente se vayan fosilizando posiciones, sensaciones, percepciones, de los directos combatientes y de aquellos que abierta o soterradamente apoyan, patrocinan o simpatizan con alguno de los bandos. En la guerra de largo aliento la capacidad de analizar, comprender u observar al enemigo se limita hasta las fronteras de la idea principal de eliminarlo o ante la animadversión emocional que aquel produce cuando logra hacer daño en las filas propias. Es común entonces que las partes elaboren una hipérbole del otro, por medio de la cual creen conocerlo profundamente. Así se considera que todo campesino, sindicalista o estudiante de universidad pública es guerrillero, que todo ganadero o poseedor de extensiones considerables de tierra es paramilitar, que cualquier integrante del ejército es violador de derechos humanos, intemperante o antidemocrático. En la guerra los grises y los colores tienden a desaparecer en la visión de los enfrentados al referirse a su enemigo, el blanco y el negro se imponen, porque finalmente las únicas posibilidades son sobrevivir o matar. Hacia esa histeria, hacia ese paroxismo permanente es conducida la sociedad cuando, como sucedió durante muchos años en Colombia, los medios de comunicación tienen un sesgo inocultable, proclive a deslegitimar la causa de alguno de los combatientes, tendiente a integrar a los habitantes en favor de un bando. Al margen de los medios masivos, acaso por influencias de diferente índole, una más crudas que otras, también se construyen apoyos o simpatías hacia el bando minoritario, también se cree férreamente en su causa, también se burla a la realidad promulgando imágenes distorsionadas del otro. Y entonces resulta que cuando llega el momento de hablar de paz todos somos sorprendidos aferrados a algo, abrazados, adheridos como con tentáculos a ciertas posturas, ideas, creencias, odios, animadversiones, hábitos. La guerra no es la culpable de todo porque además tenemos fuertes trabas históricas, culturales, políticas y socioeconómicas que la guerra agudizó. Opino que nos puede ayudar que soltemos, dejemos, abandonemos; nos demos la posibilidad de contemplar las posiciones del otro con menos prejuicios, intentando saber desde sus zapatos la manera como obra, que busquemos entender esta terrible historia de odios y violencia completando la narración con la experiencia vivida por el otro. Porque acá no hay solo culpables y la inocencia no se puede predicar con facilidad, porque la barbarie también encuentra en la omisión y el desinterés el caldo de cultivo para su imperio. Soltar es destruir la idea de que toda esa tierra es para mí o los que son como yo, toda esa riqueza, toda esa pobreza, todos esos puestos, todas esas decisiones, toda esa participación política, toda esa admiración, todo ese odio. Es deducir que un país no es solo de iluminados o distinguidos, o de quienes fueron excluidos. Que es de todos. Que hay que hacerlo conjuntamente en la variedad. Que ceder no es perder. @eduardoprada333
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