El perro de Angelino

Mié, 19/03/2014 - 11:31
El argumento esgrimido por el vicepresidente colombiano Angelino Garzón para rechazar la embajada de su país en Brasil –la salud de su perro– pone en perspectiva la realidad de la diplomacia col
El argumento esgrimido por el vicepresidente colombiano Angelino Garzón para rechazar la embajada de su país en Brasil –la salud de su perro– pone en perspectiva la realidad de la diplomacia colombiana. El ejecutivo de este país no tiene empacho alguno en nombrar embajadores, cancilleres de embajada, primeros secretrarios, cónsules etc. al primer guache cuyo nombre llegue al ministerio de Relaciones Exteriores con tal de que venga avalado por algún cacique regional, por alguna coyuntura miserable de la política y por la necesidad de apartar a alguien del territorio nacional. Recuerdo cómo en 1991, un periodista colombiano de paso por Madrid, me explicó la razón por la cual el entonces embajador de Colombia en la capital española, William Jaramillo, quien apenas llevaba unos meses en el cargo, debía entregar la embajada a Ernesto Samper. Según aquel sesudo analista y gran conocedor de las sutilezas e intríngulis de la política del país, en unas elecciones legislativas que acaban de pasar, el grupo de congresistas de Samper había superado al de congresistas afines a Jaramillo. En la capital española, una de las más apetecidas por la lagartería colombiana, la presentación de cartas credenciales que se celebra en el Palacio Real, es una de las ceremonias más emblemáticas del protocolo diplomático. Los embajadores –suelen ser representantes de seis países cada vez– son trasladados ante el Rey por las calles del Madrid de los Austrias en berlinas de gala decimonónicas, tiradas por seis imponentes caballos holandeses con postillón, palafreneros, lacayos y cochero. El cortejo entra al patio del Palacio acompañado por miembros de la Guardia del monarca a caballo, al son de pífanos y tambores que interpretan la Marcha Real y el ceremonial es tal enjundia que el lenguaje que en él se emplea contiene expresiones de finales del siglo XVI. Pues bien, hubo épocas en que el desfile de embajadores colombianos por Madrid cada pocos meses era tal, que la Cancillería española tuvo que hacer acopio de toda la paciencia del mundo, pues cada vez que llegaba un nuevo representante diplomático colombiano había que repetir todo el ceremonial arriba señalado. Y esto por razones tan peregrinas como el haber obtenido un mayor número de copartidarios en el impoluto Congreso colombiano, un argumento de tanto peso para cambiar de embajador como la salud del perro de Angelino para renunciar a la embajada. Al vicepresidente no solo le había dado el plácet como embajador el Palacio de Itamaraty sino que le habían ofrecido un almuerzo de homenaje por su nuevo cargo en la embajada de Brasil en Bogotá. Así que decir después de todo esto, que la abundante pelambre de su mascota no resiste el clima de Brasilia es una grosería imperdonable. ¡Y con Brasil nada menos! Con una de las pocas cancillerías serias que hay en el continente. El episodio protagonizado por este animal –por el perro quiero decir– emparenta una vez más a la diplomacia colombiana con el género circense, y no precisamente con el de calidad como el Circo del Sol, sino con el género cutre y pobre de carpa remendada, felinos famélicos y simios piojosos. No es la primera que una criatura de cuatro patas empantana las relaciones con un país amigo. En los años sesenta, Guillermo León Valencia prolongó hasta la exasperación la presentación de cartas credenciales a Franco porque se empeñó en llevarle un caballo. Valencia, por cierto, fue protagonista de uno de los más sonoros patinazos de la diplomacia colombiana cuando levantó su copa –parece que ya la había levantado muchas veces aquella noche- y brindó ante el presidente francés, Charles De Gaulle, con un contundente “¡viva España!” que luego fue premiado por su sucesor con la embajada en Madrid, adonde llegó, como digo, con caballo en guacal. Con fondo de redoble de tambores, cada cierto tiempo la cancillería colombiana suele anunciar: “Y ahora, señoras y señores, el más difícil todavía, enviamos un locutor a Pretoria, un paramilitar a Lima; un ex secuestrado con ocho años de experiencia en la selva, a Caracas y nuestro más divertido payaso a México”. O a un militar acusado de crímenes de Estado o un ministro que acaba de fracasar en su gestión o al vecino del presidente en Anapoima. Hasta que sus políticos no entiendan que las embajadas son algo más que casas para pasar un temporadita en el exterior e importar un vehículo de lujo a su regreso al país, los colombianos seguirán sufriendo fiascos como el vivido con Nicaragua, país cuya diplomacia supo arrebatarles tanto mar como para plantar a Daniel Ortega frente a Cartagena en plan “aquí les llegó su nuevo Morgan”. La diplomacia colombiana está en mora de formar y enviar a que la represente a profesionales que sepan defender los intereses del país en un mundo en el que el paradigma es la interdependencia y en donde prevalece la determinación de derroteros, por encima de extensión del territorio o el volumen de población de las naciones. Pero ya se sabe que reformas de este tipo -como las de la salud, la justicia o las pensiones- quedan en manos de los Roy Barreras, Gerlein, Musa Besaile o Ñoño Elías. ¡Qué nos puede extrañar a estas alturas la alergia del perro de Angelino!  
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