En el infierno nos espera mejor clima

Lun, 12/08/2013 - 00:33
No hay que esperar claridad. La habilidad de comunicar algo de manera transparente, sin enredos, suele ser inviable en Colombia. Una conversación tiene que ser inférti

No hay que esperar claridad. La habilidad de comunicar algo de manera transparente, sin enredos, suele ser inviable en Colombia. Una conversación tiene que ser infértil y confusa para que mantenga el interés de los oyentes. Las palabras grandes son más importantes que las ideas buenas, pues nadie está interesado en entender sino en aparentar comprensión. No importa qué se dice: importa que suene a pétalos perfumados en una vasija de oro con incrustaciones de marfil. Pero sobre todo, importa que la vasija sea grande y brillante, que ciegue a todo aquel que la mire directamente, que ocupe todo el centro de la mesa y no permita el intercambio visual entre los interlocutores.

Las palabras claras disgustan porque son contundentes. Las palabras confusas satisfacen porque son ligeras, tan ligeras como las mentes a las que complacen con su vaguedad.

No hay que esperar brevedad. La virtud de decir mucho con poco suele ser tan escasa como socialmente inconveniente en Colombia. Una intervención tiene que ser extensa e imprecisa para que cautive, y un brote de ironía no intencional ―¿puede llamarse ironía si no es intencional?― corona su parodia: «En resumen», «Para no extenderme», «En pocas palabras» son expresiones que cierran un monólogo eterno y anticipan el siguiente. Al final, la discusión sobre la pertinencia de abolir los discursos largos y las divagaciones conceptuales innecesarias puede tomar toda la noche.

Las intervenciones breves son chocantes porque son claras. Los discursos extensos son complacientes porque aletargan. Una persona adormecida no debate ni contradice, solo parpadea repetidamente y babea sobre la corbata.

[caption id="attachment_321012" align="alignnone" width="540" caption="Dima Rebus"][/caption] No hay que esperar ingenio. Las palabras colombianas suelen ser artificiales y unívocas. El humor es tonto, acrítico, desprovisto de todo sarcasmo. Chistes pendejos. Qué le dijo la mamá a Juanito. Los pechos de Uribe parecen senos. El vicepresidente tiene mandíbula de orangután, ay pero qué risa. La sátira es un género poco explorado, el doble sentido es un pecado, el humor negro es un lujo. Al único gran comediante colombiano le fueron reventados los sesos con una bala política, convirtiendo sus monólogos premonitorios en pergaminos anacrónicos de llantos festivos y risas amargas. Ay pero qué risa. El humor ingenioso ofende porque pone en evidencia. El idiota se ve más idiota, el mentiroso más mentiroso, el asesino más asesino. Insulta la (poca) inteligencia del ofendido. Le dice: «Su risa me da la razón, su indignación también». Y él, qué sorpresa, no lo entiende. Por todo esto, como no se puede esperar claridad, brevedad o ingenio, hay que llenarse de paciencia. ¿La virtud de los sabios? No: el escape de los parias, el brebaje de los herejes, el resguardo de los desterrados. «¿Tienes un revólver para volarme los sesos?» me pregunta hoy uno de estos especímenes con una sonrisa amarga. «Sí, pero me acabé los cartuchos en la reunión de esta mañana», le respondo, y rompemos en carcajadas. Y nos miran, y nos miran disparando balas de desprecio confusas, eternas, vacías, predecibles, como ellos mismos. No importa: en el infierno nos espera mejor clima y mejor compañía. Pero por ahora, paciencia. Hay que armarse de paciencia

http://hoynoestoymuerto.com @nykolai_d

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