Hablemos de calvicie

Jue, 15/03/2012 - 22:58
Hasta hace poco pensaba que la llegada a los 30s está llena de resignaciones. Uno ya sabe que no va a ser un rocker, que no fue ni genio ni prematuro y que va a ser calvo. Yo he tenido una ventaja grande: como me he venido quedando calvo desde los 12 años, hace ya rato que me tiene sin cuidado. Es más, todos los días me miro al espejo y me digo con falso aire de preocupación: parece que me estoy quedando calvo. A mí poco me importa, pero ando rodeado de gente con pelo a la que sí parece preocuparle. Peor aún, tiene la urgencia de informarme, cada vez que puede, cuán rápido me estoy quedando calvo. Como si no durmiera conmigo, no me mirara al espejo al despertarme, no me rascara ni conociera mi cabeza mejor que nadie. Tengo tres tías y una profesora del colegio que cada vez que nos encontramos me ven con carita de ternero degollado y, con cierto placer, lo sueltan: ¡Cada vez te estás quedando más calvo! Mi respuesta es una risita incómoda. Nada digo de sus ojeras y arrugas y papadas y nalgas caídas. A veces me pregunto si la gente, en ese afán de recordarme lo que el sol o el frío me hacen sentir sin decir nada, espera que me avergüence o achicopale, como sucede con buena parte de la población de calvos. Pocas cosas más fascinantes que las diferentes luchas que han emprendido algunos. Tengo un amigo de 23 años al que empezó a caérsele el pelo en dos partes de la cabeza. A pesar de que su calvicie era hereditaria –y esto debería ser suficiente para saber que la batalla ya está perdida–, estaba empeñado en no dejarse derrotar. Estuvo varios meses investigando sobre la calvicie en internet y desde hace ya un tiempo anda con una pomada que se aplica todas las noches. Los dos pedazos despejados han empezado a tupirse con una especie de pelos distinta, que bien parece hecha de retazos de un nido, pero eso poco le importa a mi amigo. Tampoco le importa que la pomada sea una renta de $30.000 pesos mensuales. Y cuando la pomada no funcione, me dijo hace poco, yo sí tengo claro que me voy a comprar mi peluquín. Yo lo entiendo y creía que, en principio, era una cuestión de edad: no le ha llegado la resignación de los treintas. Uno podría alegar que tal resignación no es tan cierta, si tomamos en cuenta la buena cantidad de cincuentones –o cuarentones, como se prefiera–que anda por ahí con sus peluquines o el corte de mechas a un lado de la cabeza intentando tapar la zona despoblada, pero eso no dice nada; estos cincuentones son personas que tuvieron el infortunio de empezar a quedarse calvos a una edad madura, así que están en el proceso de aceptación que unos vivimos cuando teníamos 20, 25, 12 años. Aunque he decidido no hacer nada al respecto –ni champú ego ni pomadas ni jabón de tierra ni peluquín ni mechones de pelo de un lado de la cabeza desperdigados para cubrir lo innegable–, no pensaba igual hace unos años. Veía a mi papá caminando con sus pocos pelos por la casa, despreocupado, casi desvergonzado, y sufría de pensar cómo me vería en unos años, con una bola de naftalina por cabeza. Entre los 17 y los 27 años tuve el pelo largo en diferentes ocasiones, más como actitud rocker que por disimular mi calvicie. Un día me cansé de andar con el mechón de pelo de arriba para abajo y decidí calvearme. Me sentí más liviano. Había aprendido, sin buscarlo, una de las grandes leccciones budistas: dejar ir, no aferrarse. Las mujeres mirarán mi cabeza redonda, me dije, y sabrán que esto es lo que hay, ni más ni menos. Solo puedo hablar de tres cambios perceptibles. El primero fue la aparición del ejército este de gente empeñada en informarme lo que podía constatar por mí mismo cada mañana frente al espejo. Esto se puede resolver de una manera sencilla: solo se trata de cambiar de círculo de amistades. Algunas veces, cuando le cuento a mis nuevos amigos que tuve el pelo hasta el pecho, que el viento lo movía o lo mucho que me fastidiaba dormir con el pelo mojado después de bañarme por la noche, no me creen e incluso me toman por mentiroso. Pero estas son nimiedades en comparación con el fastidioso ejército de informantes con el que todo calvo cuenta. Si usted es calvo y todavía tiene el mismo círculo con el que andaba en la universidad, hágame caso: cámbielo. El segundo cambio se presentó frente a los semicalvos. Algunas veces, dentro del ejército de gente con pelo ocurre una caída, uno de sus integrantes se levanta un día y se da cuenta que sí, que efectivamente está marcado: se está quedando calvo. Desde ese momento empieza a notar que las entradas son más grandes, que tiene pelo de barbie –¿han visto una barbie vieja, con sus mechones espaciados?–, que la corona en su cabeza ya es  más que incipiente. Sufre la ansiedad de los seres en estado de transición, como las pupas. Mira a los calvos con una mezcla de rencor y tristeza, pues un calvo a secas no es más que un estado al que sabe que, irremediablemente, va a llegar. La actitud de estos caídos frente a los calvos puede variar. Algunos, en una especie de negación transitoria, son los más agresivos a la hora de hacer chistes sobre la calvicie. Pero no siempre es el caso. Tuve un amigo en el colegio que hacía chistes sobre mis entradas cada vez que podía. Un día dejó de hacerlos. La razón no era que había madurado, era una incipiente corona de la que prefería no hablar. El tercer cambio fue respecto a cómo me miraban los otros calvos. Me di cuenta que existe cierto aire de cofradía. Cuando un calvo camina por la calle y ve que otro se acerca, la primera reacción es medir el grado de su alopecia y, luego, buscar su mirada: necesita decirle al otro –quizás de manera inconsciente– que vive lo mismo, que lo entiende, en una especie de conmiseración malsana. Así pues, los mismos calvos terminan repitiendo entre sí esa cara de ternero degollado con que la gente con pelo los mira. Yo, que he sobrevivido a múltiples invitaciones para hacer parte de cuanta logia pueda uno imaginarse, no iba a ser parte de esta. Si veo a un calvo por la calle cambio de acera, como si se tratara de alguien sospechoso, o evito la mirada. Aun con lo relajado que estoy con el poco pelo sobre mi cabeza, no puedo negar que espero con cierta ansia la llegada de los 40. He decidido que a esa edad me dejaré crecer lo que todavía tenga sobre la cabeza. Una vez más, quizás la última. La decisión la tomé hace poco, después de ver fotos de grupos como Scorpions, White Lion y Twisted Sister, entre otros. ¡Los ardientes ochentas dieron cabida para todo, incluso para roqueros semicalvos! Mi novia se estremece cada vez que comparto mi decisión y dice que, si para ese entonces estamos juntos, me abandona, pues le parecería patético. Yo no presto mucha atención: finalmente ella no es ni se está quedando calva. Nada más apropiado y salvaje para la llamada segunda adolescencia que retomar la actitud rocker, con menos angustias, menos incertidumbres y menos pelos.  
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