¿Nueva paz, nueva justicia, nuevo país?

Lun, 12/10/2015 - 07:53
Pese al frío apretón de manos del pasado miércoles entre el presidente Santos y el rechoncho comandante Timochenko (a quien parece que no le resulta particularmente dura la guerra, como a ninguno d
Pese al frío apretón de manos del pasado miércoles entre el presidente Santos y el rechoncho comandante Timochenko (a quien parece que no le resulta particularmente dura la guerra, como a ninguno de los otros rollizos guerrilleros que lo representan en La Habana), y a pesar de que las manos seniles de Raúl Castro eran las únicas que intentaban cobijar aquel gesto distante con el calor sonriente de su entusiasmo, todo indica que por fin la insensatez de las Farc ha chocado con la realidad precaria de su ideario obsoleto y, cincuenta años después, han entendido que se encontraban en el lado errado de la historia. Para todos los colombianos que hemos nacido después de que este grupo guerrillero se formó en 1964, va a resultar un tanto extraño el panorama de encontrarnos con la Farc buscando nuestros votos y no nuestra billetera, cuando no era que nos husmeaban sondeando un secuestro extorsivo. Pues tristemente, resultaban casi como una parte integral del paisaje del país. Si bien es cierto que el precio de la paz con estos asesinos va a ser tragarnos los mismos sapos con los que nos tocó atragantarnos hace ya diez años con aquellos otros homicidas, resulta tragicómico cómo solo basta cerrar los ojos y cambiar el sesgo ideológico de cada bando para encontrar que los que ayer condenaban con vehemencia la Ley de Justicia y Paz para los paramilitares, hoy reclaman generosidad y comprensión con la Justicia Transicional y Restaurativa con la que se pudo rescatar este proceso y viceversa. Da grima, por ejemplo, ver al expresidente Uribe oponiéndose de forma terca y mezquina a este acuerdo, cuando él mismo acostumbra mostrar como un logro formidable de su gobierno el haber podido silenciar los fusiles de 20 mil combatientes ilegales. ¡Qué paradoja! Pero bien sabe él de aquella proporcionalidad terrible que estableció su política de seguridad democrática, y que hoy castiga su narrativa: a menos balas de la farc en el monte, menos votos para Uribe y su partido en la ciudad. En realidad en ambos casos lo único que se demuestra una vez más es que el sistema judicial en Colombia claudicó hace ya años ante su propia ineficiencia y corrupción. ¿Realmente alguien podría esperar que si nuestra justicia no es capaz de juzgar a un asesino cogido en flagrancia y registrado en video, iba a ser capaz de juzgar los miles de crímenes anónimos que se suceden a diario en el resto del país? ¿Será que este otro perdón y olvido disimulado que se anuncia, puede servir, para entre otras cosas, descongestionar la justicia y hacerla razonablemente eficiente y sobre todo, confiable? Este acuerdo también podría invitar a pensar a que si la economía colombiana crece más que la de sus pares en medio de la guerra, en medio de la paz debería ocurrir un verdadero milagro económico. Sin embargo, no me hago ilusiones, porque estoy convencido que el verdadero origen de todos los males de este país están en el poco apego cultural a las normas y a la ley, y a la incapacidad del Estado en hacerlas cumplir. Si esto no cambia, no habrá paz que valga, seguiremos atorados entre la desconfianza y la sospecha que invaden nuestra sociedad. Porque parafraseando a James Carville, el genial estratega demócrata de Clinton: ”Es la justicia, estúpido”.
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