Porque todo puede ser peor en el amor

Mar, 30/10/2012 - 12:17
El primer apostolado que tuve en el Noviciado de la Compañía de Jesús fue en una vereda cerca a Medellín llamada San José de la Montaña.

Estaba ubicada sobre la antigua salida a Santafé de A
El primer apostolado que tuve en el Noviciado de la Compañía de Jesús fue en una vereda cerca a Medellín llamada San José de la Montaña. Estaba ubicada sobre la antigua salida a Santafé de Antioquia, la misma vía que hoy yace olvidada y destruida por la construcción del túnel de occidente que acortó la distancia hasta esta población. El grupo de novicios que conformábamos aquel equipo apostólico lo encabezaba el Many, coordinador del apostolado; el Ruíz, paisa y oriundo de aquellas hermosas tierras; Guillín, el costeño sabanero de Cereté, cansón e insoportable hasta el delirio y yo, Camilo Andrés López, oriundo de Teorama, Norte de Santander. La primera vez que fuimos a este sitio no puedo negar que me impresionó la belleza de sus paisajes, el verde de sus prados, el lujo de algunas fincas de descanso, la casa de la abuela de Natalia París, la sede de concentración del Nacional y la cantidad de mujeres hermosas que pululaban por doquier en aquellos infinitos pastizales de las montañas antioqueñas. Y también, claro está, el grupo paramilitar que hacía de las suyas robando combustible y atemorizando a los campesinos. El espacio no podía ser más propicio para la propagación del evangelio, creíamos ilusos. Lo que allí se iba a propagar y rápidamente, además de una serie de muertes reprochables en el más absoluto silencio por miedo a ser el siguiente, eran una serie de enamoramientos, todos ellos idílicos, que iban a trastocar las fibras internas de nuestras vocaciones. Por respeto a mis hermanos y a su fuero interno, sólo me remitiré a mi amor. De los demás tendremos que esperar su propio testimonio. Todos los sábados después de la Eucaristía y una vez finalizados los oficios del Noviciado, como lo eran lavar los platos, los baños de las casas, el aseo de los sitios comunes, sacar la ropa a la lavandería y arreglar la propia habitación, nos dirigíamos a nuestros sitios de apostolado para permanecer allí hasta la noche del domingo, cuando finalizábamos la jornada apostólica del fin de semana con la Bendición del Santísimo en la capilla del Noviciado. Siempre era lo mismo. El apostolado que me correspondía era de los mejores. No sólo porque el párroco era un joven cercano y bastante “alegre” para su elección de vida, sino porque el ambiente que allí imperaba, a diferencia de las comunas nororientales de Medellín, permitía el desarrollo de las actividades que nos proponíamos. Es cierto que anteriormente dije que los paramilitares estaban allí presentes infundiendo su espectro de muerte, pero sus asesinatos fueron tan selectivos, que sólo generaron el repudio solapado y el olvido a viva voz de los que cayeron. Salvo este pequeño problema y digo pequeño porque en este país nos hemos acostumbrado a vivir con la motosierra en nuestras conciencias, todo era perfecto. El centro del apostolado era la vereda San José de la Montaña, pero adicionales a esta debíamos cubrir tres veredas más, Yolombo, La Ilusión y El Boquerón. A Guillín y a mí nos correspondía la vereda Yolombo. A ella se llegaba por un camino de herradura, muy empinado en la montaña, que tomaba, a buen ritmo, más de una hora recorrer. Era un ascenso bastante fatigante. Muchas veces el frío y la neblina lo complicaban más para mis pulmones grises de tanta nicotina. Guillín ascendía sin ningún problema. Me alcanzaba a tomar ventaja, pero cuando me perdía de su alcance visual, se tomaba la molestia de esperarme, espera que además le convenía pues descansaba recostado a alguna piedra. En todas las veredas se hacía lo mismo. Se visitaban las casas, se llevaba la comunión a los enfermos y se dictaba la catequesis de primera comunión a los niños. Los niños que Guillín y yo teníamos eran bastante juiciosos para su edad. Seguramente a ellos el frío también los limitaba mucho. No puedo negar que a mí me gustaba enseñarles las “cosas” de Dios y de su Iglesia, pero como todo en la vida, llegó un punto en el que me mamé de hablar siempre de lo mismo. Además, porque con Dios me sucede algo muy particular: es tan grande y me desborda de tal manera, que con tres adjetivos lo describo. Bastaron dos meses para que el tedio hiciera su aparición en mi vida. El estar lejos de casa, de la familia, así no se tenga a nadie más que al papá y la mamá por ser hijo único, es algo que nos cuesta a todos por más amor que profesemos tenerle a Dios.El ascenso, Guillín, el frío, los niños, la catequesis y Dios, terminaron por aburrirme. Además, cada vez que terminábamos la jornada en el Yolombo nos debíamos dirigir hasta San José de la Montaña a pie, atravesando bosques, senderos deshabitados, saltando cercas, huyendo de perros asesinos y conversando sobre lo mismo. La rutina estaba por quebrar mi voluntad. El sin sabor de una actividad reincidente y que no me satisfacía estaba afectando las fibras más profundas, si es que existían, de eso que yo me empeñaba en llamar vocación. Cada sábado constituía un calvario. Pero Dios, grande e infinito en sabiduría, buscó la manera de atraer mi atención nuevamente a aquella zona que tanto me estaba costando caminar. En un sendero cualquiera, a cielo abierto, con el silbido de los pájaros a mí alrededor y la naturaleza confabulando para mi felicidad, apareció ante mis ojos la obra más perfecta de la mano divina. Pelo negro liso, ojos color cafés oscuros, senos perfectamente encallados en su pecho glorioso, cintura de guitarra y una cola que sobresalía de una manera sin igual, me hicieron detener largo rato en el camino. Solo hasta que mi vista la perdió por completo en medio del bosque por el que se introdujo, pude volver en sí. Guillín también había observado aquel “bocatto di cardinale”, pero la lujuria que invadió su corazón le hizo desviar la atención prontamente. Yo quedé abstraído todo el día por esa beldad campesina. Conté los días con cada una de sus horas y sus minutos durante la semana siguiente. La ansiedad me hizo fumar como nunca antes. Por fin sábado nuevamente. Reproché a Guillín por primera vez en muchos meses por demorarse tanto en la catequesis. Nunca antes me había importado el tiempo que se tomara hablando de su Dios. Para mí era tiempo invertido en la lectura de cuentos de Chéjov, Andréiev, Bierce,  Poe y Cortázar. Lo que dijera él era de su incumbencia y problema de fe en el futuro para los niños. A mí me tenía sin cuidado. Pero no ese día. Ese día yo debía partir cuanto antes al lugar en el que Dios había decidido regresarme la vida. Llegué al paraje a las doce y diecisiete minutos del mediodía. Justo treinta minutos antes de la hora en que habían ocurrido los hechos siete días atrás. Quería darme el tiempo necesario para esperar. Una hora sería suficiente. Si Guillín quería esperar, bien lo podía hacer, si no, bien se podía largar. Como era de esperarse, decidió irse. Al pie del camino y fumando sin parar esperé. Y esperé. Y esperé. Llegada la una y cuarto de la tarde tuve que partir. Después de Yolombo seguía la vereda La Ilusión. En ella se congregaban las casas más bonitas y lujosas de toda esta zona. Había una en particular por la que nos dejaban transitar con el debido permiso del mayordomo. De no ser así, la desviación que teníamos que hacer, debido a la extensión de la finca, nos retrasaría media hora más en el camino. Esta finca era ocupada en gran parte por caballos. Caballos muy finos y costosos. Tenía una caballeriza en el medio de la propiedad que parecía una capilla. Guillín y yo pasábamos por detrás de esta y de vez en cuando nos quedábamos mirando por entre las rendijas a los hermosos animales que allí se encontraban. Como de costumbre, el día que había esperado por una hora al regalo divino que ya no podría volver a ver, atravesé esta finca. Justo cuando iba detrás de la caballeriza y aprovechando la soledad y el silencio que reinaba en aquel lugar, decidí dejar que mi cuerpo expulsara lo que ya no le servía. Acurrucado como en el vientre de mi madre, aguardaba. Justo en ese momento supe que no había con qué llevar a cabo el proceso de la limpieza. Tomé mi pañuelo, que tenía escrito con letras muy grandes mi nombre, al igual que toda mi ropa y la de los demás novicios, para impedir que se refundiera en la lavandería, e hice lo que desde muy niño me habían enseñado. Un cierto aire de tranquilidad me invadió después del acto. De hecho, el dolor que me generaba la cita no llevada a cabo ese día minutos antes se suavizó con aquel acto. Varios sábados más intenté infructuosamente coincidir en aquel paraje con la linda joven de cabello negro. Mucho tiempo después, casi finalizando mi primer año de Noviciado y antes de que me trasladaran de sitio para un barrio en la comuna nororiental de Medellín, el padre Pedro Justo, nuestro párroco en San José de la Montaña, quiso llevarnos a ver unos caballos en los que estaba interesado. La finca a la que nos dirigimos era la misma por la que todos los sábados cruzaba. Sólo que esta vez nos iba a recibir el dueño de la misma, ni siquiera el mayordomo, con toda su familia. El negocio que el padre se traía con el hacendado contenía bastantes ceros a la derecha. Ese día habíamos decidido no ir con el cleriman como era costumbre, sino con ropa informal, pues quizás después del almuerzo vendrían unas cervezas y algo de piscina y el hábito no debía ser testigo de aquellas faltas contra la vocación. El hacendado era un hombre corpulento, alto, calvo y muy educado. Su familia era muy grande. Tardó varios minutos en presentarnos a todos los miembros que la componía. La última que nos presentó, quizás como queriendo dejar lo mejor para el final, fue a mi hermosa joven de cabello negro. Cuando le tendí la mano para presentarme me dijo, “Camilo Andrés López, lo sé por el pañuelo que olvidaste hace un tiempo tras mi caballeriza”.
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