Cómo odian los libros esos señores

Dom, 07/04/2013 - 01:06
 “Aquellos manuales y El pequeño libro rojo de Mao siguieron siendo,
durante varios años, nuestra única fuente de conocimiento intelectual.
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 “Aquellos manuales y El pequeño libro rojo de Mao siguieron siendo, durante varios años, nuestra única fuente de conocimiento intelectual. Todos los demás libros estaban prohibidos.“ Dai Sijie

Decir que a los regímenes totalitarios no les gusta la libertad es buena perogrullada, no obstante, lo es menos cuando se enmascara para que la libertad sea coartada o restringida mediante tendenciosas jugarretas que tildan de democráticas o hechas en favor del pueblo. A los gobiernos absolutistas tampoco les gusta la lectura, la libre; tienen la suya propia que fomentan y usan como órgano propagandístico de divulgación e imposición de sus funestas ideologías y deplorables satrapías. Lecturas de temas o autores, fuera de los autorizados por estos estados totalitarios, son objeto de censura y juzgadas infracción a la “ley”: ambicionar libertad, anhelarla y expresarla es causa de punición. Ilustrador de este propósito es lo que acaece en Cuba, Venezuela, Rusia, países musulmanes, Argentina, China, Corea del Norte, por citar solo algunos países de este extenso y vergonzoso inventario. En Argentina, la viuda Kirchner, esa terrateniente que envuelta en grandes lujos predica socialismos de este siglo, esos que san Hugo, su santo patrono instituyó y que su feligresía ignorante y ávida de prebendas promueve; pues esta señora encuentra nocivo que sus compatriotas lean libros de proveniencia extranjera. Y para argumentar el arbitrario decreto que promulgó, indicó que las tintas tipográficas extranjeras estaban contaminadas; sí, contaminadas de ideas libertarias, de acusaciones a sus intentonas de acabar con la precaria democracia que ha dejado. Por fortuna su indefendible decreto se echó atrás, a pesar de los refunfuños de la señorona en su Casa Rosada en donde vive cual la viejecita del cuento “sin nadita que comer ni que vestir”, si se hace abstracción de las propiedades a las que inexplicablemente se ha hecho al sur de su país en estos años de su dinastía y la de su finado marido. Qué frustrante es entrar en una “librería” cubana. Pululan en destartalados escaparates las publicaciones locales de papel de tan baja calidad como su contenido. Proliferación de cartillas de propaganda comunista o algunos insípidos libros que evitan frases que comprometan frente al omnipresente control ideológico estatal. Algunos escapan por inocultables y clásicos: Carpentier, Cabrera Infante, Guillen, Lezama Lima. Por supuesto, los títulos de libros extranjeros, aparte de Hemingway o de simpatizantes del comunismo dictatorial (perdón el pleonasmo), están proscritos; Vargas Llosa está obviamente vedado por “imperialista”. A salir asqueado rápidamente de esos ventorrillos, templos del sistema, en donde se sacraliza la opresión y la libertad de expresión. Y así podríamos hablar de tantos otros gobiernos totalitarios y/o teocráticos: de los países islámicos que solo permiten que se escriba de su Allah con baratas loas, o de Rusia en sus denigrantes momentos estalinistas, o del tremebundo Chile de Pinochet, o de la infamante Argentina de Videla, o del pavoroso capítulo de Alemania con el innombrable Führer. En estos países y muchos más las quemas de libros han sido de un lamentable corriente. La mente humana se subyuga ante la represión, salvo la de escasos mártires, para proteger la vida; sin embargo, lo es de apariencia pues los deseos de libertad y de desarrollo del pensamiento hibernan en alguna trinchera del cerebro, prestos a emerger por el menor resquicio. Es que la libertad, inherente al ser humano, no se elimina a punta de despóticos decretos; a colación el dicho galo: “Chassez le naturel, il reviendra au galop” (“ahuyentad lo natural y este se devolverá al galope”). Un ejemplo ilustrador de este razonamiento es el escenificado en la bellísima novela de Dai Sijie, “Balzac y la joven costurera china”, publicado en 2001. El escritor narra autobiográficamente algunos cruentos periplos de su experiencia durante la dictadura y revolución cultural de Mao Zedong. En esa China, no tan lejana, en donde respirar aire no comunista era prohibido y motivo de las peores torturas, castigos y prisión. En este estupendo libro, convertido luego en película, el escritor indica cómo las personas eran enviadas a “reeducarse” (léase, convertirse en vasallos de Mao) en los aislados y atrasados campos chinos; allí se remitían los intelectuales, artistas y profesionales, acusados de “burgueses” y traidores, a realizar ignominiosos trabajos físicos para que el intelecto se fatigue con esfuerzo corporal y así deje de soñar en estorbosas libertades. En el caso del libro de Dai Sijie, dos jóvenes son asignados a una primitiva aldea en la montaña por el delito de tener padres doctorados (dentista y médico); su reeducación consistió en arar rudimentariamente insanos humedales de arroz, en acarrear en hombros estiércol animal y humano para abonar los precarias cultivos, dormir en casa de pilotes sobre cocheras de cerdos y casi a la intemperie; escasa comida, duros castigos y gran exigencia muscular. Que el soberbio intelecto no imponga sus ilaciones, que no razone. Y allí en esa ruina física y moral estos muchachos descubren escondidos en la maleta de otro reeducando (hijo de una poetisa) unos libros occidentales prohibidos. En esa indómita montaña, en ese cerril ambiente, en esa opresión de campesinos incultos y por conveniencia lacayos del sistema, en esa ausencia de actividad cultural y cerebral, estos jóvenes leen con deleite y en secreto estos libros y particularmente los de Balzac. Su lectura los trasforma, los hace libres de pensamiento, los engolosina de mensajes humanos, de poesía, de juegos de palabras, de la magia del fraseo, del hechizo de la narración. Subliman el espíritu al tiempo que logran transmitir su contento y embeleso literario a algunos aldeanos, allí en donde el analfabetismo es la regla. “Ahí donde se queman libros se acaba quemando también seres humanos”, nos lo advertía el escritor Heinrich Heine (Alemania, 1797-1856): En la China maoísta las universidades fueron cerradas y los jóvenes enviados al campo a reeducarse con campesinos iletrados; En Camboya la población de la capital, jóvenes y ancianos, fueron trasladados al campo a reprogramarse; En Cuba los intelectuales, disidentes políticos y homosexuales fueron llevados como “voluntarios” al campo a cortar caña de azúcar para recuperarlos de sus “dolencias”; En Rumania con el experimento Pitesti las autoridades comunistas practicaron la reeducación para incitar a los prisioneros a cometer actos violentos los unos contra los otros; En Rusia los intelectuales y opositores fueron enviados a los terribles campos del Gulag; En la Venezuela chavista a los librepensadores se les aparta del circuito laboral, cuando no son judicializados por traidores; En la Alemania nazi los opositores, judíos, intelectuales, homosexuales, gitanos y muchos más fueron enviados a morir en los mortíferos campos de concentración; En las dictaduras de Chile y Argentina ni siquiera intentaron una manipulación reeducadora de los opositores políticos, sencillamente fueron dados de baja, acribillados o arrojados vivos al océano; Y la ignominiosa lista continúa. Se siente un insoportable desasosiego que pronto se transforma en rabia, al observar el envilecimiento logrado en nombre de principios totalitarios, esos hacia los que se arrastran algunos vecinos continentales; triste ver extirpar brotes libertarios para imponer uniformismos mentales, en donde el “dudo luego existo” cartesiano es aniquilado, en donde el simplismo ramplón domina, en donde no se incita a la ilustración sino a la aceptación mansa del discurso oficial: países en donde la mejor lectura es un libro sagrado religioso, o el libro de la Constitución que los sátrapas fabricaron a su medida y luego manosean para cumplir sus designios, dizque en nombre de los pobres. Sí, el libro es el verdadero revolucionario. Para hacer desaparecer una idea, o una cultura, e imponer otra, bueno es acabar con los libros, censurarlos, restringirlos; por eso la iglesia mantuvo durante siglos el index, una lista de libros prohibidos, transgresores del poder celestial que sus jerarcas ostentaban; por eso también fue incendiada la gran biblioteca de Alejandría. El libro es un contaminante peligroso: transforma las neuronas, las pone a discurrir diferentemente y a sublevarse contra las dictaduras o similares.
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