Insoportables habladores

Sáb, 24/08/2013 - 16:02
Nuestro carácter impregnado de instinto gregario nos destina y obliga a tener contacto con nuestros semejantes; la evolución nos ha puesto sobre una ruta

Nuestro carácter impregnado de instinto gregario nos destina y obliga a tener contacto con nuestros semejantes; la evolución nos ha puesto sobre una ruta en la que necesitamos de los demás para gran cantidad de menesteres: afectivos, sexuales, laborales, económicos, políticos, solidarios, una inmensa lista de difícil enumeración exhaustiva.

En permanencia nos quejamos de la insufrible cadena de hechos violentos, de las permanentes agresiones que nos propinamos y de la mortandad que ocasionamos. No sin razón nos sublevamos contra tales desmanes, pero qué sería de nosotros si no existiría esa necesitad del otro que nos obliga a tolerarnos, a aguantarnos, a desearnos, a saber que sin el otro nuestra vida poco sentido tiene o sencillamente no puede existir: precisamos del otro así sea de manera utilitarista, y ello merma –oh triste consuelo– aunque sea temporalmente el nivel de ataque al otro. Mucho podría decirse, y tratados eruditos sobre el tema existen, sin embargo aquí abordaremos solo la necesidad grupal que tenemos de comunicación, y en particular la de hablar con el otro, la de comunicarle con la palabra nuestro sentir, pensar y vivir. ¿De qué hablan las personas cuando nos hablan? Esencialmente de sí mismas, por no decir que exclusivamente. Los españoles utilizan la simpática expresión “dar una paliza” para referirse a la monopolización que a ultranza hace alguien al monologar sin dejar al interlocutor posibilidad de expresarse. Muy corriente práctica que constatamos a menudo cuando cada cual se explaya en penosos soliloquios sobre sus historias personales, sus experiencias, sus éxitos, sus cualidades, su inteligencia, su dinero,... Hay varias categorías de habladores, intentemos una empírica clasificación: Están los directos, esos que sin escrúpulo ni consideración nos hablan de sus vidas con desesperante minucia que solo nuestra cortesía impide pararles el flujo. A algunos, tan buenos “presentadores” de sus hazañas los soportamos pues su humor, léxico y hasta el tema nos atrapan, nos zampamos el anzuelo con conocimiento del garfio que se nos atragantará. Los inflados que nos usan para satisfacer sus garrafales egos y nos erigen en público privilegiado para explayar sus gestas que magnifican y tienen por objeto único ponerse en valor, en demostrarnos que sus vidas y hechos los hacen más importantes, más astutos, mejores que nosotros; nos vuelven sus oídos, los suyos que no les bastan les sirven esencialmente para escucharse así mismos. Están los arribistas, cotorras trepadoras que en realidad son avezados saurios; esos que no escatiman esfuerzo ni escrúpulo para obtener dinero, ascenso social y laboral. Tanto los que consiguen escalar alto como los que se quedan en el empeño nos empalagan con una incontinencia verbal que explica de mil maneras lo importantes que son, sus grandes logros, proyectos y lo superiores que son al resto de humanidad. Los más soportables son los sutiles, no por tanto menos insufribles, no hay necesidad de muchas conversas para detectar este tipo de locuaces. Su verborrea es mesurada, incluso hasta nos dan la oportunidad de hablar, de responder y opinar sobre el tema que proponen, que invariablemente es: sobre ellos mismos. Cuando detectan que la atención a sus peroratas disminuye nos lanzan lisonjas, nos alientan con algunas adulaciones, y luego nos reencadenan con sus biografías. No dudan estos refinados egocéntricos en interrogarnos veladamente sobre nuestra opinión de sus vidas y hábilmente nos ponen a hablar de estas, mientras ellos preparan la continuación de su narcisista discurso. Los colaterales, subcategoría de los sutiles, no imponen un tema, dejan prosperar y desarrollan con sus interlocutores cualquier conversación. Pero a la menor oportunidad, y están vigilantes para encontrarla, reorientarán el tema, se introducirán en él con sagacidad y el tema, así infiltrado, tornará al suyo personal, a ese que es el único que les interesa. “Al escucharte hablar me acuerdo que yo una vez...”, así se encabezan a menudo sus frases transmutadoras. Háblese del tema que sea por estrambótico, enigmático, raro, siempre –expertos que son– encontrarán la manera de decir que ellos también conocen del tema y que han hecho algo similar o mejor. Ejemplo sencillo: diga usted que estuvo de viaje a Cartagena, ellos dirán que les fascina la Heroica pero que ahora van a Miami; diga usted que estuvo en Miami, ellos dirán que en New York, vaya a New York y ellos pasarán a Europa, una inútil persecución en la cual usted siempre perderá, jamás llegará tan lejos, o en el caso de ocurrir, esas experiencias nunca serán tan originales ni tan exuberantes como las de ellos. Muchas más categorías existen y además se interceptan; están los estelares que se codean con las altas esferas del gobierno y la farándula, todas sus anécdotas, apoyadas con fotos que archivan en sus celulares, dan fe del estrecho nexo que poseen con estos famosos personajes. Los religiosos que nos hablan de sus experiencias místicas y de cómo su dios los ha favorecido con milagros, cuyos pormenores narran sin el menor empacho, no sin intentar además una evangelización. Los quejumbrosos son aburridos, estos nos demuestran como el universo entero confabula contra ellos, las desgracias todas confluyen prioritariamente en sus pobres creaturas, acaparando así atención y conmiseración con sus lánguidas charlas. También están los políticos, los donjuanes, los enfermos, los suertudos, los intelectuales, los chistosos, los artistas, los deportistas, etc y etc, vaya incontable miríada de latosos charlatanes que somos. Común denominador entre todos estos fecundos lenguaraces: hablar de sí mismos, procurarse un auditorio en donde hacer alarde de sus propios yos. Ah, especie humana que no escatimamos métodos ni prácticas para gritar la inconfesable necesidad de ponernos en valor, reconfortar la autoestima, sentirnos mejores que los otros, más excepcionales, más vividos, más... Todo esto sin saber o reconocer que en el fondo tanta alharaca y pavoneo no es más que un reflejo de nuestra soledad, esa que remolcamos en medio de la multitud y disfrazamos con palabrerías.
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