La esquizofrenia verde

Mié, 05/06/2013 - 01:01
Lo peor que le puede pasar a un partido moderno es terminar haciendo lo que critica, remedando las prácticas políticas que denuncia y cometiendo los mismos errores en que incurren los partidos tradi
Lo peor que le puede pasar a un partido moderno es terminar haciendo lo que critica, remedando las prácticas políticas que denuncia y cometiendo los mismos errores en que incurren los partidos tradicionales. Y eso es precisamente lo que parece que le ocurre hoy al Partido Verde. Ante la amenaza de quedarse sin el umbral necesario para sobrevivir como colectividad han salido a flote las contradicciones y dificultades internas de un sueño partidista que alcanzó a tocar el cielo con las manos en las pasadas elecciones presidenciales pero que tras su derrota no ha hecho más que allanar el camino del rotundo fracaso. No se escapa nadie. Ni Antanas Mockus, que no fue capaz de administrar el voto de confianza que se le entregó y traspié sobre traspié terminó dilapidando una fuerza electoral que hubiera cambiado en parte la historia de Colombia. Por lo menos en su enfoque ético de la política. Tampoco se escapó Enrique Peñalosa, que en un afán cuantitativista sacrificó la independencia de la ilusión de una tercería al aceptar el abrazo del oso uribista y desperdició la oportunidad de que los verdes se hubieran recuperado con la alcaldía de Bogotá y de haber salvado a la ciudad de la hecatombe que le espera si las cosas siguen el curso aventurero que le asignaron los astros. No se escapó Lucho Garzón, a quien le entregaron la responsabilidad de construir un partido a partir de una ola verde de más de tres millones y medio de votos y entre chiste y chanza se le fue de las manos la ocasión de haber siquiera intentado formar una escuela de cuadros, o un centro de pensamiento para aproximarse a un nuevo modelo organizativo que permitiera construir un proyecto con identidades sociales en la búsqueda de equidad y unos mínimos lugares comunes diferenciadores en la ética de lo público, o por lo menos haber acariciado la posibilidad de que el verde fuera un sello de calidad comprometido con el medio ambiente y el futuro de los recursos naturales, con mística transformadora y con el entusiasmo que genera mantener la ilusión reformadora de la política Colombiana. Para rematar, no se escapó ni Sergio Fajardo, el cuarto alcalde de los tres tenores que habían logrado despertar una quimera tercerista y renovadora con solo haber dejado de lado temporalmente las vanidades personales y decidirse a deponer los egos para apostarle a un ejercicio de construcción colectiva con la tensión adecuada que generaba la sinergia producida por esa suma virtuosa de voluntades independientes y contrarias explícitas a las costumbres de la clase política tradicional. Fajardo desperdició, en medio de excesivos cálculos matemáticos y de novedosas posiciones conservadoras, que lo ven elegido en el 2018, la oportunidad de haber reconstruido la utopía verde y de haberse arriesgado a ganar para el 2014 con un discurso de paz social, reconciliación y reconstrucción de una nación que no da espera y en la que las sumas no siempre salen. Desperdició el momento de la incertidumbre para haberle apostado al llamado del postconflicto con criterio sostenible. A la paz social. Y lo peor lo siguen haciendo los elegidos.  Porque en escenario optimista lo del concejal José Juan Rodríguez sería un hecho aislado, pero desafortunadamente es más fácil que sea sintomático que episódico, porque si un partido no se esfuerza por hacer la distinción en que lo público es sagrado se queda cacareando las frases antanistas y calcando los vicios clientelistas. Ya lo dijo hace rato algún pensador sí uno no actúa como piensa termina por pensar como actúa. Y si los verdes no se ponen modo autovigilantes las historias josejuanescas se volverán habituales y este partido habrá sido una estafa más a la confianza ciudadana. Tal vez se salva un poco el actual presidente del partido, el representante Alfonso Prada que por lo menos se amarró los pantalones y expulso al concejal encarruselado sin darle largas al asunto. Y que intentó hacer un congreso en el que dejó ver que los verdes no aspiran ser un apéndice del buen gobierno. Pero sus aspiraciones personales al senado lo atan a las maquinarias del propio partido que le impiden asumir posiciones férreas frente al manoseo de quien funge como poderdante del partido y ante las presiones burocráticas de la bancada, que parece querer comerse el ponqué y a la vez guardarlo para después de la fiesta. Al mejor estilo malabarista quisieran lograr el milagro de ser parte de la Unidad Nacional y beneficiarse burocráticamente y al mismo tiempo hacer coalición con el progresismo de Gustavo Petro para no quedarse por fuera de su candidatura en el 2018, y de paso, si se puede, conseguir uno que otro nombramiento en el distrito. La unidad del partido es lo más intangible que milita.  De hecho no es que se haya comportado como bancada seria o alternativa en el parlamento. Las fracasadas reformas a la justicia y a la educación, la ley de víctimas y la de justicia transicional no han sido precisamente claras para los verdes. Se debaten entre parecer apoyando al gobierno y parecer ser independientes. No se tiene claridad en qué puntos se identifican con el senador John Sudarsky y la representante Angela Robledo después de rompimiento del antanismo. No se sabe qué tan cerca quieren estar de Petro ni qué tan lejos del presidente  Santos, o viceversa. No se sabe en qué concuerdan con Fajardo y en qué se distancian. Hoy no hay unidad de criterio en casi nada y a diario discuten la conveniencia de ser de la Unidad Nacional y la inconveniencia de no estar aliados al progresismo distrital. Pero el problema no es desafortunadamente la lucha ideológica, que sería bueno que se presentara. El tema no es ni siquiera diferencias conceptuales sobre la forma de garantizar la supervivencia del partido en una perspectiva de alternativa de poder. Las discusiones se han quedado en mezquinas posiciones para enfrentar otras mezquindades. No se siente dolor de democracia, no se sienten los dolientes de un encargo de la mayoría de los colombianos para que construyan por fin una ruta de cambio sostenible. Cada quien quiere garantizar su propia supervivencia y como en el cuento de los pescadores tropicales cada uno está tranquilo porque la canoa hace agua pero por el lado de su vecino. Parece que la cancha política fuera la asignatura pendiente de los líderes verdes. No se han enterado de que cada uno por su lado es la mejor forma de abonar el naufragio colectivo. Quizás sea hora de que Reverdecer, esa corriente democrática y social que intenta reformar el partido desde adentro, se pare en la raya. Que se asuma. Que le exija seriedad y compromiso a su dirigencia y le advierta que: o las directivas cambian o las cambian. O se la juegan por el futuro del partido o que no sueñen con sus propios futuros por cuenta del partido. Ni las bases verdes, ni los ciudadanos esperanzados, ni quienes aún creen que es posible pensar en un país moderno, con visión social y criterio democrático, agenda verde, ilusiones ecosostenibles y sueños planetarios, merecen que los directivos estén pensando a palo seco en cómo arreglar sus cargas. El sueño verde es lo único que le pertenece a la ola verde. Y esa personería jurídica aún no la ha usurpado nadie. Sin embargo, todavía hay tiempo. Sólo es cuestión de retomar el camino, perdonar errores, conciliar visiones y mirar hacia ese futuro que los demás partidos no brindan. Aún se puede reverdecer si se supera ese estadio de querer ser una cosa y ejercer la contraria. Es decir, si se supera la esquizofrenia. Y si se supera también ese bendito síndrome de la patilla, que consiste en ser verdes por fuera pero rojos por dentro y con pepitas negras en el alma.
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