La reelección es perversa

Dom, 13/04/2014 - 12:49
La reelección inmediata lleva en sí misma una perversidad. Porque al día siguiente de resultar elegido, hasta el más sano, comienza a pensar en su reelección. Su agenda se trastoca y se convierte
La reelección inmediata lleva en sí misma una perversidad. Porque al día siguiente de resultar elegido, hasta el más sano, comienza a pensar en su reelección. Su agenda se trastoca y se convierte en un calculado ejercicio para mantenerse en el poder. Aunque no se haya pensado antes de posesionarse, o incluso si se esté en contra, tan pronto se posesiona el elegido, se le aparece el fantasma de la perdurabilidad. Será humano, será natural y debe ser hasta lógico, pero no por eso deja de ser perverso. Cada acto de gobierno, cada decisión resultará mediada por los efectos que pueda tener a la hora de reelegirse. Seguramente en otros países con mayor nivel de civismo, o mejores estándares de solidaridad, o superiores listones en la ética de lo público, o más comprensión de lo que significa ser servidor público, la reelección será útil para seguir con políticas de Estado, continuar medidas gubernamentales de carácter universal o para evitar costos operativos en beneficio de la extensión de acuerdos fundamentales. La reelección en Estados Unidos, por ejemplo, es vista como una confrontación entre lo que se ha hecho y lo que propone quien está en contra. Pero allí existen reglas claras y equilibrios de poderes que permiten que los electores tengan juego, que la democracia sea algo más que una mera formalidad y que la batalla electoral se desenvuelva en general en un marco de garantías para que el ejercicio del poder no se convierta en un arma contra la oposición. Pero en Colombia, en donde el desempleo está tan íntimamente relacionado con las expectativas de conseguir “chanfa” con el Estado, en donde el promeserismo hace parte del constructo político y en donde la manipulación clientelista es la que dinamiza la actividad electoral, tanto en lo local como en lo nacional, la reelección se vuelve un instrumento perverso de canje entre ejecutivo y legislativo, ejecutivo y sociedad civil y ejecutivo y demás órganos de poder, que terminan en un escenario predecible de pelea de tigre con burro amarrado. Peor si se hace a punta de machete limpio en materia legislativa como ocurrió en el mandato del expresidente Álvaro Uribe. Eso es más que perverso. Cambiar las reglas del juego en medio del camino no sólo implica torcer el pescuezo a la norma sino generar un clima de desistitucionalización que puede terminar por legitimar lo ilegítimo y deslegitimar lo legítimo. Recurrir a cambiar la propia Constitución para “emperrarse”, como se describe poderosamente ahora, en el poder, sin duda fue diabólico y ya mucho se ha dicho sobre el tema. “Fue abusivo cambiar la Constitución para eternizar una figura en el poder. Eso no es sano en países como los nuestros, débiles institucionalmente, con las mismas camarillas, porque uno no elije solamente al presidente sino a su camarillla de todo el tiempo”, dijo sabia pero discretamente en reciente entrevista Álfonso López Caballero. Y ya hace algunos años había dicho el exconstituyente Jaime Castro que “en países políticamente subdesarrollados —como es el caso de Colombia— cuando hay reelección inmediata, quien decide es el poder y no el pueblo”. La preocupación reelecionista lleva naturalmente a la pérdida de independencia y a la urgencia de tranzar, con un agravante, esa especie de todo vale que conduce al aprovechamiento del poder, por más ley de garantías, para dejar en desventaja a los adversarios. Esto es perverso, sí se quiere construir un nuevo país hacia la paz sostenible. Además, la crisis de los partidos políticos se ha agudizado por cuenta de la reelección, como dice el senador Juan Mario Laserna: “La reelección corrompe las instituciones y a los partidos políticos porque oponerse a un gobierno es difícil”. En la práctica se pasó de un régimen presidencial de cuatro años a uno de ocho y de esa manera la reelección es un elemento que estructuralmente perjudica la democracia. En todo caso, el presidente Juan Manuel Santos busca la reelección y aunque no tuvo el desgaste de Uribe cuando debió tramitar la reforma a la Constitución, no ha hecho la diferencia con los componentes perversos que la inspiraron y que la retroalimentan. Claro, habría sido mucho más decoroso que Santos, que se atrevió a romper con su antecesor en asuntos tan delicados como la paz, hubiera impulsado una contrareforma en ese sentido. Pero la ambición personal y los intereses particulares tendrían que tener una estatura distinta en un hombre que al fin y al cabo fue copartícipe de esa reforma a las patadas, que incluyó yidispolítica, chuzadas y aún no se sabe cuántas verguenzas más. Y en el caso de la reelección de Santos, algunos ilusos dirán que por la paz se justificaba la reelección, pero otros más excépticos diremos que por la reelecicón se justificó la paz. Santos no hizo lo que Uribe, y en ese sentido se puede considerar menos indelicado. Pero tampoco deshizo lo de Uribe porque lo favorece, lo cual lo deja en situación de no tan delicado, como se esperaba o presumen los antiuribistas. Si bien no hizo nada para adecuar las reglas a sus intereses particulares tampoco hizo mucho para diferenciarse de las prácticas que conlleva este instrumento perverso para ampliar el ejercicio del poder. De hecho, la tan mencionada mermelada no es sino una variable moderna de la yidispolítica. Son los dineros del Estado destinados a fortalecer electoralemente a los caciques regionales en aplicación de una práctica perversa que, así se disfrace de redistribución o de digna representación parlamentaria de mediadores en gestiones hacia la comunidad, tiene un nombre castizo, plata para la reelección. Porque con Ñoños y Musas o con quienes se quiera, lo cierto es que se alimentó la espiral perversa de votos por favores, por obras, por becas, por puestos o por contratos. Y eso en un país como el nuestro es echarle carbón a la corrupción política, a los carruseles de la contratación, a las costumbres políticas mafiosas contra las que luchó Luis Carlos Galán y que generaron la Ola Verde de los exalcaldes de Bogotá y Medellín, que soñaron con cambiar esa manera de elegir, de reelegir y de conducir un país que aspira a dar un salto cualitativo  en derechos, libertades y progreso en equidad. Eso por más eufemismos que se pretendan evidencia que la reelección es perversa, que la mermelada es perversa y que la paz embutida en esos procesos no se vislumbra lejana de esa perversidad. Puede que sea hora de que Enrique Peñalosa, el candidato verde que, a pesar de los esfuerzos por ocultar las tendencias en las estadísitcas, se perfila como finalista en la segunda vuelta, proponga seriamente que promoverá la eliminación de la reelección presidencial inmediata, como una forma de distanciarse de esa marrulla electoral de las maquinarias que son las que retroalimentan la perversidad de esta figura. Para que se distancie de esa manera de legislar con beneficio particular o de no impulsar las contrareformas cuando las reformas son perversas. No es cierto que para continuar con los diálogos por la paz se necesite la reelección. Quizás sea buena la oportunidad para elegir un candidato que quiera la paz sin atornillarse al poder. Sería también un escenario interesante para identificar si es seria la voluntad de paz de las FARC, porque a ellos les debiera parecer viable la paz sea con Santos o con Peñalosa, ya que lo que necesitan es la voluntad de paz del gobierno y no necesariamente les puede dar confianza un presidente que se hizo elegir con una voluntad y luego la cambió.
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