Las toallas de Marilyn Monroe

Mié, 04/04/2012 - 01:02
¿En cuál extraño lugar del paraíso estará Marilyn Monroe a los cincuenta años de su muerte? Quizás plácidamente durmiendo sobre dos toneladas de barbitúricos q

¿En cuál extraño lugar del paraíso estará Marilyn Monroe a los cincuenta años de su muerte? Quizás plácidamente durmiendo sobre dos toneladas de barbitúricos que llevó consigo, cuando decidió despedirse de tantos que la usaron como señuelo de prestigio. Pero ella calculaba que hacía lo mismo con sus pretendientes y maridos. Algunos de ellos fueron tan poderosos que bien pudieron enviarle la producción anual de varias fábricas de polvos y pastillas dormitantes, somníferas. Nosotros, observadores asombrados en la adolescencia, no tuvimos para soñarla en su bañera con espuma ni los vientos de la calle que, coquetamente, le levantaban la anchurosa falda plisada.

“Diosa de mármol blanco” la llamaban sus aduladores de la farándula. Hollywood la exportó como estrella de trigo coronada y los latinos quedamos encandilados. La veíamos caminar en las pantallas como una fuerza inderrotable de choque electrizante. Toda la gama de morenas y mestizas que siempre nos han rodeado dieron un paso atrás anonadadas por el hechizo del que éramos víctimas. Mientras los marinos y los infantes gringos eran vilipendiados en toda la franja geográfica que en esa época se denominaba el Tercer Mundo, Marilyn Monroe avanzaba sin oposición. Sus ojos claros se metieron en las cuencas de los corazones masculinos y arañaban las ropas interiores de señores serios y rectos similares a los cigarrillos en cajetilla marca Malboro. Su esbozada sonrisa de niña ingenua, calculada en miligramos para sus admiradores y administradores, hacía correr babosas inflexiones de la voz en las esquinas y en las antesalas de los teatros, donde hombres y mujeres miraban los carteles promocionales de sus películas.

Los zapatos de la Marilyn eran blancos, como sus dientes. Siempre compuestos y nítidos, insinuaban unos deditos que solo se deslizaban encima de tapetes persas o pieles de tigres de Malasia. Los zapatos de la Marilyn eran blancos, pero el número del tacón alcanzó alturas en donde su tobillo era el rey de la fiesta. Ahí estuvo la artimaña para alzar el busto. No era en el pecho donde lo elevaba, sino por la altura de los tacones. En adelante todas las mujeres del mundo podrían subir la importancia de cualquiera pieza natural de su cuerpo.

Marilyn Monroe se bañaba varias veces al día. En una gran tina de agua perfumada y briosa espuma que la cubría hasta el cuello, solía embriagarse de pensamientos indiscretos: levantar una polvareda con un próximo marido de fama despampanante;  usar un vestido de baño de dos piezas; quitarse los zapatos en la fiesta de Acción de Gracias. Pero en su ropero de sedas y encajes hasta el techo lleno, sobresalía un accesorio de clase plebeya: las toallas.

Ese aditamento tenía todos los privilegios sobre su platinado cuerpo: toallas pequeñas remojadas en leche con miel de abejas angelitas para aplicarlas en la cara. Toallas de medio cuerpo para secarle las gotas olorosas del agua perfumada. Toallas de cuerpo entero para extenderlas en la orilla de la piscina, con las indicaciones del fotógrafo, que permitía verle la mitad desnuda de su cuerpo. Repartidas sus prendas en los museos de la tierra para exhibirlas en los salones de personajes famosos o vendidas en las extravagantes ferias del fetichismo, las toallas, sin embargo, quedaron en manos de barrenderos,  mucamas y cocineros que la admiraron.  Ellos si sabían el agua que las mojaba y la piel que acariciaron.

Apagada la antorcha rubia en plena edad del usufructo (murió a los treinta y seis años) ahora nos es dable mirar la fragilidad de la estrella hecha con papel dorado y crema de macadamia. Frígida para madurar un beso ensortijado, tiesa para expresar un concepto virtual, sobresalía por el aura que en el cine la iluminaba y era capaz de beberse la inmensa copa  de la soledad. Quienes la vimos no la pudimos envolver en el paño del olvido después de aquella escena en que, con una toalla en sus manos, nos mostró que la curva de su cadera era una autopista fría y sin amor.

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