Las vidas en los talleres de Fernando Botero

Dom, 22/04/2012 - 01:03
Los escenarios donde Fernando Botero ha vivido su vida creativa es el mundo que le ha dado sentido a un lugar especial en la  historia del arte. Ha vivido su pasión s

Los escenarios donde Fernando Botero ha vivido su vida creativa es el mundo que le ha dado sentido a un lugar especial en la  historia del arte. Ha vivido su pasión sin límites.Se ha convertido en un ser universal desde su historia individual. Ha recorrido caminos difíciles para poder hoy, a los 80 años, ser el colombiano más importante en el mundo. Y con significativa generosidad le regaló a Colombia una donación de arte que nos hace grandes, especiales y cultos para siempre.

—“Para mí, crear es una necesidad. Es una necesidad física. Durante mi vida no he hecho otra cosa. He pintado más  óleos, dibujos y la obra escultórica  más grande que la de muchos artistas que solo trabajan la escultura.  Y lo hago, porque me produce un placer extraordinario.  He tratado de hacer otras actividades  y, siempre llego a la mismo conclusión: ¡Al estudio!,  que es lo único que me satisface."

 En su mundo de trabajo encuentra una experiencia increíble de aprendizajeAdemás para Fernando Botero  crear es una necesidad y un ejercicio mental que utiliza como arma contra la neurosis. Pinta para limpiar esas nubes negras de la vida. Es la tabla de salvación en los peores momentos porque trabajando, se sale adelante de cualquier crisis.

Los talleres son mundo privado de la vida del pintor que necesita de la soledad sin argumentos.

                        

Tal vez, por eso Fernando Botero es un ser itinerante donde no encuentra obligaciones sociales sino el refugio interior y, donde solo hace lo que más le gusta: crear mundos. Para ello lo más importante es tener en orden su riguroso ritual: en todos los talleres deben estar los estrictos pinceles, lienzos preparados color salmón, lápices de las mejores marcas con mil tamaños y grosores. Páginas en blanco, arcilla mojada lista para darle forma. Sin quedarme insípida en el listado, sin duda encuentra sus elementos, instrumentos y argumentos que necesita tener cada taller cuando llegue, adiestrado el servicio de su creatividad.

Ser pintor, dibujante y escultor es su pasión. En los muchos lugares del mundo encuentra espacios para crear. Y, como tiene el tiempo cronometrado, al estudio camina cinco a ocho minutos de su casa. Todo en su vida es así. Encuentra su comodidad en el placer de viajar dentro de los parámetros de la disciplina del creador y, su reloj siempre puntual, tiene como centro su taller y  como  brújula a los museos y las obras de arte que tiene en mente.

 De este bello dictado del hombre de alma y cuerpo,  siempre me asombra su eficacia y eficiencia que, admiro además la manera simple como la practica. El artista es el  hombre que, como un banquero, tiene un estricto horario para la creación. Uno de los hombres más ricos y más ocupados, no necesita  secretaria…Una multinacional de bolsillo como lo describe su hermano Juan David Botero. No sorprende entonces que, sea escultor, pintor y dibujante de tiempo completo.  Pocos los artistas que lo logran.

Le gustan los diferentes estudios, los climas y las estaciones en cada lugar, se compromete con las costumbres del barrio en donde crea, con los restaurantes preferidos pero, donde se encuentre, la creación no cambia el ritmo.  Son muchos los estudios que, como las estaciones, habita mientras vive en cualquier lugar. Por eso ahora mismo tiene un taller en Nueva York, uno en París, otro en Pietrasanta, uno cerca de Atenas en la región de Evía, uno en Río Negro y el yate donde tiene su camarote especial donde pinta un mes al año. En estos momentos, se siente muy a gusto en Montecarlo, donde por ahora pasa gran parte del tiempo, al sur de Francia, frente a la Costa Azul, mirando el puerto donde atracan bellos barcos del mundo. Y el estudio tiene un encanto especial que le agrada mucho. El principado de Mónaco le cedió, de por vida, el privilegio de tener una casa en lo alto del monte con una vista espectacular sobre la bahía y, se encuentra a ocho minutos de su estudio y es donde trabaja su esposa, la escultora Sophia Vari.

 Esa pulsión interior la tuvo siempre. Se acuerda cuando observaba y entendía su inquieto interés: —en la antesala de la casa de mis vecinos había colgadas en las paredes unas reproducciones: se trataba de “La Naturaleza Muerta” de Juan Gris, la “Mujer Frente al Espejo” de Picasso y “La Nostalgia del Infinito” de Chirico.

Su primer impulso lo recibió cuando pintaba acuarelas con el tema de los toros, las llevaba al almacén de don Rafael Pérez, quien vendía las boletas de la plaza de la Macarena. Y él las promocionaba en la vitrinaUna vez lo llamó y le comentó: "Vendí una acuarela suya por dos pesos."

 ¡Nunca había sentido una emoción más grande en mi vida! Salí tan feliz a contarles a mis hermanos dando saltos que, en el camino se me perdió el dinero.  No sé si tenía el bolsillo roto o si en el apuro se me cayeron.

Después lo invitaron unos amigos a pintar paisajes del Valle de Aburrá y encontró fascinación en la experiencia de pintar, actitud  que repitió durante muchos fines de semana en esa época de la vida. Encontró en Rafael Sáenz un profesor especial que le mostró otro lado de la belleza y lo tuvo como estudiante mientras pintaba desnudos y entrenaba la mano en la Escuela de Bellas Artes.

En un sábado cualquiera se fue a  perseguir  los sueños de Paul Guaugin, a Tolú en el golfo de Morrosquillo, un lugar de nadie, donde se podía sobrevivir con poco.  Ese mismo día arrendó su primera casa-estudio. Una casa sin ventanas que quedaba a una cuadra del mar en un  pueblo de dos calles. Un lugar rústico;  piso de arena y, con todos los insectos de la zona tropical.  De dos vigas amarró su hamaca. La primera noche cuando apagó la vela, lo invadieron los murciélagos. No fue una experiencia placentera, lo apremiaba la incertidumbre y le molestaba la premura del aleteo que pasaba cerca al oído, mientras él  se abrigaba el sudor frío con una sábana de su madre. Esta sábana con monograma y todo, le sirvió de tela para pintar sus cuadros.  El arriendo eran quince pesos. Las tres comidas se las intercambió por unos murales sobre príncipes y princesas y carnavales a Doña Isolina García que era la dueña de la fonda del pueblo.

Como siempre, Fernando Botero tiene pocos amigos y miles de  millares de conocidos. Allá se hizo amigo de un pescador y del maestro de la escuela con quienes por las noches, hablaba de oceanografía, de historia sagrada o, sobre los  miedos que existían de almas en pena que la Inquisición dejó tras sus injustas muertes.

Pintaba en su taller sin puertas o en la playa con mar y vivió la experiencia durante nueve meses. Pensaba en la hamaca y se levantaba a pintar su entorno de extranjeros exóticos y a los nativos como mujeres, palmeras  y negros en la playa, cocoteros y marineros. Pintó los cuadros que expuso en Bogotá en 1951, en la Galería de Leo Matiz.

Un día a la fonda de Doña Isolina llegó bien arreglado Roberto Mutis. Un vendedor ambulante con sus mulas  y,  se  fue  con él.  A los pocos días resolvió abandonarlo porque resultó siendo un culebrero, vendedor de sueños, que iba de pueblo en pueblo, prometiendo remedios y vendiendo talcos empacados rústicamente.

Ya Botero había comenzado su vida itinerante que hoy por hoy,  tiene la suerte de disfrutar con un maravilloso estilo de vida, mientras trabaja, claro está.

 

Cuando llegó a Bogotá, su taller se redujo a la esfera citadina de un cuarto de una  casa de  las tías como Lucía Angulo hermana de su madre. Después vivió en un hotel taller cuyo dueño era Fausto Cabrera. Trabó una amistosa relación con Ignacio Gómez Jaramillo e hizo enormes esfuerzos económicos pero jamás dudó de su futuro.

Con su obra Frente al mar obtiene el segundo premio del IX Salón Nacional de Artistas, y  con esa suma se fue a Europa. Monto qué lo ayudó a sobrevivir  tres años. Llegó primero a Barcelona en 1952. Inmediatamente, encontró y se instaló en una pensión en Montjuich donde por primera vez pudo observar un cuadro importante de Zurbarán. Después se fue a buscarle la pista a Pablo Picasso empezando por el principio: Málaga, su ciudad natal.

                             

A Madrid llegó con ojos de estudiante.  Cuarenta pesetas le costaba la pensión y las tres comidas y el lavado de la ropa. A la Escuela de San Fernando fue pocas veces porque la única lección que recibió de Julio Moisés lo despistó, le afirmaba severamente que no debía que ser tan realista. Pero, en España  tuvo el mejor taller de la vida  porque pintó en el Museo del Prado realizando copias La Venus de Tiziano,  Tintoretos y Velázquez que los vendía a los turistas interesados. Copiando aprendía el doble que estudiando y se comenzó a  armar ese museo imaginario que hace parte de su producción artística.

En el Museo del Prado  encontró un maravilloso sabio  copista de que quien recibió las mejores enseñanzas sobre las técnicas y formas de pintar. Como no se permitía sino un copista por sala, se dedicó 20 días a escucharlo mientras él copiaba el cuadro de  Los Borrachos de Velásquez en un tiempo asombroso. Otra eficiencia que le interesa a Fernando Botero. La eficiencia que  economiza el tiempo, eso le baja la ansiedad y le da dimensión a su vida. Pronto descubrió las costumbres, iba al museo mientras los españoles almorzaban porque sentía una enorme emoción, poder disfrutar cada cuadro, cuando  estaba solo. La cercanía a los museos será otra constante costumbre importante en su vida.

Una noche, caminando por las calles de Madrid, encontró en la vitrina de una librería un libro sobre Piero della Francesca que, abierto mostraba el relato de La visita  de la Reina de Sabba a Salomón y otro libro de Giorgio Vasari sobre La vida de los artistas del Renacimiento Italiano que fueron el secreto del gran comienzo de su fascinación por Italia y la estética de ese tiempo.

En ese tiempo, estuvo dos veranos en París. Una vez, llegó a la casa que le dejaron unos antioqueños que estaban de embajadores que nunca los vio. El arte moderno de París lo decepcionó pero encontró en el Louvre el arte Egipcio y, su sentido de la monumentalidad.  También tenía interés por vivir el mundo coloquial y entender cómo cada cual había  pintado su barrio. Por eso le gustaban las calles y los bulevares de París, ver en un parque a los perritos que había pintado Renoir, contemplar en el estanque los nenúfares de Monet. Estaba encantado con los barrios de los impresionistas Montmartre y su Toulose Lautrec, los símbolos de los poderes como el Arco del Triunfo  o el Obelisco Egipcio, como centro de la eternidad. Que es otro de sus intereses.

 Un día tomó un tren y se fue para Florencia. Se enroló en la Escuela de San Marcos donde por fin  encontró un ambiente amable,  donde todos hablaban el mismo lenguaje del arte como una circunstancia en la vida. Recibió un curso memorable con el historiador Roberto Longi. Los profesores iban poco, dictaban instrucciones rápidas e incipientes de cómo se pintaban los frescos.  Botero lo compensaba mientras realizaba su peregrinaje por Italia. Sin cansancio copiaba los frescos de Piero della Francesca, la fuerza del Cristo de Mategna,  el espacio de las batallas  de Ucello, la sensualidad de Tiziano, los relatos religiosos de los murales  del  Giotto en Arezzo, la madona de Fray Filipo Lippi. El arte del Renacimiento Italiano del siglo XIV y XV  que, se había refundido en la historia, después de la Revolución Francesa, lo inspiraba y lo hace todavía.

     

Se compró una moto y los sus pocos recursos de artista, le eran necesarios para ser feliz.  Dormía  en los bancos de los parques  y la vida difícil era toda era  una fiesta.

En un día brillante, donde la suerte es una gran aliada de su convencimiento de ser pintor, encontró una amiga italiana que por sus conocidos pasados y parentescos, le facilitó tener su lugar, su taller propio en Florencia que, había pertenecido a un impresionista italiano de Giovanni Fattori. (Septiembre  6, 1825 – Agosto 30, 1908). Cada vez las circunstancias para ser un pintor  las tenía más cerca.

En su rutina de cambios, volvió  a Bogotá. Juan David, su hermano mayor, compartía un espacio con tres amigos en la calle 40 entre las carrera 13 o Séptima (no se acuerda bien). Pero, no se podía trabajar con largo aliento porque siempre había interrupciones de los dueños, que llegaban en tiempos distintos y, él discreto tenía que salir del lugar. Sobre su vida dice Gonzalo Arango en 1955 que”Botero está pintando. Almuerza huevos duros que los compra en el granero de la esquina. De noche tiene un invitado a dormir que es un aprendiz de torero. El pintor quiere echar al torero porque se pasa las noches haciendo pases en la oscuridad con las telas recién pintadas. El torero no entiende que esos lienzos sirven para otra cosa que para torear. Botero lo deja porque sabe que bajo este cielorraso se fermenta una pasión que terminará en ruedos o en los cuernos de un Miura. Es también su caso, no le ha llegado la hora pero no se resigna que el reloj de la fama marche automáticamente como un reloj suizo. El quiere que la hora suene ya aunque sea adelantar los punteros.  A  Europa se fue a pintar y estudiar. Y, la única noticia que tenemos es que ¡Botero pinta!” 

Su próximo destino en 1956 fue México. Buscaba otras referencias cercanas a algo que ha sido una permanente preocupación: el hombre americano y los distintos representantes del poder. Su taller quedaba en su apartamento en la Colonia del Valle. Kanzas 7. Cerca de la plaza de Toros. Indagaba mundos en cualquier lugar, porque buscaba entender la esencia del hombre latinoamericano de la calle,  el común genérico que tanto lo habían formulado los muralistas. De ellos lo decepcionó la forma como los murales estaban pintados, del compromiso obligatorio con el movimiento  socialista y de la reivindicación indígena. Su amor y referencia ya estaba comprometida con los trabajos del Renacimiento Italiano.

Sentado en la banca de un parque con un lápiz y un cuaderno en mano, dibujaba de repente cuando encontró el secreto de su pintura. Al cuerpo de una mandolina, que la había visto en alguna ilustración pero que no conocía el instrumento, le pintó el hueco del sonido en miniatura. Rápidamente se dio cuenta de la fuerza volumétrica que tomaba la forma. Hallazgo genial porque había encontrado el camino de su lenguaje.

                        

 El paroxismo del volumen quedó atado a la imaginación de un creador que piensa en el color de la forma. Ya, después en el estudio casa pintó una naturaleza muerta con su instrumento y otros 30 cuadros al óleo, 3 dibujos que mostró el  17 de abril al 15 de Mayo de 1957 en la Unión Panamericana en Washington, exposición que tuvo repercusión en el medio artístico y éxito comercial en Estados Unidos.

Y acá, arranca acá la figura internacional que, hoy no tiene precedentes. Es el principio de sus contactos internacionales: la Galería Sousa lo invitó  a exponer en México. Cabe aclarar que para él era aún  más significativo porque la galería también representaba a Rufino Tamayo a quien Botero admiraba profundamente porque se encontraba en la misma búsqueda de una alternativa moderna al ser americano mientras también negaba los dictámenes de los muralistas.

Le gustó la fuerza telúrica de México, sus sabores profundos, la sabiduría del arte  precolombino y de la frescura  del arte popular. Y tenía veintitrés  años remando en medio de una tempestad y, en contra de la corriente.  En México, cómo en Medellín o en Bogotá le interesaba visitar  los cementerios. La tumba más linda la encontró en Lucca de Ilaria del Carreto  y a  ella siempre vuelve.

Volvió a  Colombia y recuperó un cierto equilibrio. En 1958,  donde expone el Homenaje a Mantegna y con él gana el primer premio del Salón de Artistas. Como ejemplo de un ser práctico que, es una de las grandes virtudes de su eficiencia, el cuadro con el que se ganó en premio,  por falta de espacio, lo terminó de pintar encima de  dos tarros de basura. Bello cuadro que hoy es parte de la colección del Museo Hirshhorn en el conjunto de museos del Smithsonian en Washington. Un  trabajo que tiene una fuerza creativa sin precedentes.

 Y siguió su rumbo a un nuevo periplo. En 1960 llegó a Nueva York en un lluvioso amanecer de otoño con doscientos dólares en el bolsillo, tres vestidos, un precario conocimiento del idioma y un amigo. Pero como siempre resuelve las cosas, tuvo la suerte de encontrarse con un italiano que se iba de la ciudad ese mismo día y le arrendó su taller en donde a la mañana siguiente, comenzó a pintar. Ya su destino tenía rumbo. Su escuálido taller quedaba en Greenwich Village. Mac Dougall Street  muy cerca de donde había vivido Mark Twain.

De las historias que muestran propósitos, Botero narra una anécdota muy relacionada con su carácter. Todas las mañanas tomaba el desayuno en el  café de la esquina. Y un solo empleado atendía a una multitud de comensales que ordenaban distintos pedidos. Este personaje eficaz, con habilidad y rapidez, atendía todas las mesas con una coordinación sorprendente.“Me pareció la mejor definición de ser profesional”. Anécdota que muestra esa capacidad de trabajo que Botero tiene, su orden específico en el manejo de los experimentos que realiza en sus técnicas como medios expresivos y, su interés por la eficacia en el trabajo. A pesar del tiempo también cumplía con sus ritos de las pausadas caminatas bajo el frío,  las visitas apasionadas a las galerías y sus aprendizajes con los maestros de la historia del arte en los museos.

Trabajó como siempre todo el tiempo. Los primeros meses aprendió a sobrevivir  el hambre con “la sopa de pintor que me la enseñó Paone, un artista italiano”.  Compraba un kilo de mollejas de pollo que valían 12 centavos porque a los americanos no les gustan las menudencias.  Ellos se las dan a los gatos. Ponía el kilo de mollejas en una olla,  agregaba una cebolla, sal, pimienta, agua y lo dejaba hervir. Cada vez que tenía hambre, tomaba sopa.  Nunca ha estado mejor alimentado. Hoy, el paladar es otro de sus sentidos consentidos. Y tiene un interés por la comida de cada mundo, por las cepas de los vinos,  por el contenido magistral de los sabores o, la discreta sensación de lo coloquial que, encuentra cerca a sus restaurantes preferidos donde es un comensal asiduo.

Los lugares de peregrinaje no cambian —y aún lo son— en Nueva York, el Museo Metropolitano en su inmensidad o, la Colección Frick en su dimensión de un adinerado ser humano, donde dialoga con las obras sobre la belleza y la excelencia. Y llegaba a su taller con sus diálogos con la historia del arte y pintaba, con su pincelada gruesa, sus Madonnas, naturalezas muertas con peras y manzanas mientras buscaba la exactitud de su estilo propio que, como lo hizo Cezanne debía lograrse en una forma simple pero única. Pintaba como los murales del Renacimiento cuadros narrativos de santos como San Hilario y sus martirios. Todo esto, mientras las tendencias del arte moderno en Nueva York estaban muy arraigadas al Escuela abstracta expresionista, Botero continuaba su propia búsqueda solitaria en el mundo de la figuración.  A contra corriente.

Pintó su Monalisa a los doce años que la adquirió Alfred Bar para el Museo de Arte Moderno en de Nueva York  en 1961. Todavía se acuerda la cara de asombro de vecindario pobre, cuando de pronto, llegó un camión a llevarse el cuadro. Al año siguiente, el millonario Joseph Hirshorn se hizo su amigo y se volvió su coleccionista, Paul Newman alcanzó a tener 15 obras de Botero y en dos años encontró a un promotor de artistas (como Elvis Presly) y a su galerista importante: Jean Aberbach. Poco a poco el rumbo de la austeridad severa fue cambiando de rumbo. Entre más se afianzaba a las imágenes de su infancia y juventud en Medellín, reafirmaba su origen y procedencia mientras construía en cuerpo de su trabajo. Por otro lado,  ya tenía en su cabeza, el museo imaginario que irá pintando durante todo el tiempo.

Después vino un artículo en la revista Time. Las Ilustraciones para Vanity Fair. La primera  exposición retrospectiva la organizó el Museo de  Milwaukee cuando tenía 34 años.  Y lo definitivo ocurrió en el año setenta cuando se realizaron exposiciones de ochenta cuadros en cinco museos alemanes.  Desde ese momento, muchas galerías empezaron a interesarse en su  trabajo.  Ya en esa época, pintaba en una linda casa en las afueras de Nueva York, cerca donde vivió Pollock, en los Hamptons. Una casa taller que respondía con las obligaciones arquitectónicas lugar y donde pintaba con premura porque las solicitudes eran múltiples. En esa época sentía un enorme  interés por el arte Colonial, y donde tenía una colección. O en Cajicá Cundinamarca, donde le alcanzaba el tiempo para escribir mágicos cuentos.

 

Botero tenía 42 años, cuando nueve museos en Alemania realizaron exposiciones y comenzó la historia vertiginosa de una interminable serie de exposiciones que, son constantes en la vida de un artista que se proyectó de una forma tan descomunal y comunica su mensaje de una forma tan directa como irrepetible. Firmó exclusividad en Nueva York con la Galería Marlborough. Y después fueron llegando entonces las demás galerías, La Hannover de Londres que manejaba obra de Francis Bacon, Magritte, Marini, etc.  Claude Bernard su gran galería de París, la galería Brusberg en Hannover, la Stadtgalerie en Munich.  Tener buenas galerías, era muy significativo porque a partir de ese momento, lo único que importaba,  era la creación.  Ya acá comenzó a armar la colección de arte internacional donde primaban los Impresionistas y los Surrealistas. En Park Avenue compró dos apartamentos que unió a su taller. La transición de los espacios no es evidente dentro de la distribución ni la arquitectura. Así como en Pietrasanta se moviliza en una moto, en Nueva York es más elegante y tiene Rolls Royce  de una serie que conduce un colombiano amable e uniformado.

Mi primer estudio en París  era un antiguo apartamento con cielorrasos altos en el 13 Rue Monsieur le Prince.  Allí hice mis primeras esculturas en el 1974. En 1976 adquirí mi otro estudio en La Academia de  San Julián  en la Rue de Dragon. Del conjunto, mi estudio es el único que se conserva como tal.

 Vive en una casa muy linda.  En su taller Parisino se inventó el sistema de poleas donde se liberó del bastidor y al poder subir o bajar la tela  maneja las alturas y siempre tiene los cuadros a la altura de la mano y siempre tiene el cuadro frente a los ojos. También  se acuerda de una cabeza de un santo Colonial que se atrevió a reinventar donde a las ranuras del pelo, las hizo con un cepillo. Allí trabajó  durante cinco o seis años tanto  la pintura y la escultura. Sólo fue a partir de 1980 que empezó a trabajar la escultura solamente en Italia.

Yo había querido hacer escultura durante muchos años pero como se trataba de aprender un nuevo oficio, lo pensé mucho y pregunté sobre las técnicas. En los 1974 y 1975 pinté lo mínimo, de dos o tres cuadros máximo,  y me dediqué a aprender el oficio de escultor que, sin duda es algo  distinto. Comencé primero y muy tímidamente con la actitud del aprendiz y después, le fue llegando la  confianza. La primera escultura obviamente fue mi mano izquierda, el modelo más fácil de conseguir. Esa  que se encuentra en la entrada del Museo Botero en Bogotá, pero en dimensión monumental. Como el sentido del dibujo y de la pintura siempre fue volumétrica era relativamente fácil expresarme en una forma tridimensional dentro del mundo de sus dimensiones.

Después vino la casa de Piertrasanta de estilo Toscana de color habano, que queda en una una colina del pueblo desde donde también puede ver o presentir el Mediterráneo. Allá tiene dos estudios, uno en el jardín que parece un cubo blanco, grande, amplio y luminoso y, otro de mil metros cuadrados que alberga moldes, yesos y esculturas monumentales. Acá cuenta con los mejores fundidores y los especialistas en las pátinas de bronce. Son muchas las fundiciones que trabajan con él durante el verano, época especial donde se reúne con su familia.

Cuando se acuerda de su comienzo viendo en París, comenzó por ensayar lo que sería la prolongación de su dibujo y la búsqueda de lo tridimensional porque en su obra hay intrínsecamente  un elemento escultórico. Talló primero su mano  que es la que se encuentra en la donación Botero en Bogotá y después una cabeza en madera  pensando en una de su colección de arte  colonial, sin tener muchos argumentos técnicos pidió consejos y aprendió solo.  Hasta que en 1976 se dedica por completo a la escultura y de su taller en la calle Mosieur Le Prince empezó a ser el artista que salía con yeso pegado a la barba y en el pelo. La lucha de la conquista que acabó apoteósicamente cuando en 1985 las esculturas monumentales estaban en su cómoda proporción, en los Campos Elíseos. Después en muchas  ciudades importantes.

 Con sus esculturas monumentales, Fernado Botero logró conquistar otro mundo artístico en el espacio público. Ha realizado exposiciones en las avenidas de las ciudades  más importantes. Y ellas, en su enorme proporción, y  por su mérito propio, tienen la particularidad de pertenecerle a la humanidad. Una vez se instalan en un lugar, nadie quiere que se las lleven.

En estos días se encuentra pintando un desnudo sobre una cama. Dos segundos después Botero anota que “en realidad es el placer de mi vida” y le parece interesante porque el óleo es una técnica infinita de la que siempre se está aprendiendo. Vive en Mónaco la mayor parte del tiempo y le resulta muy agradable esa  amable costa azul en invierno y  sin muchos turistas. Su estudio, que le encanta, queda a diez metros del puerto. Le gusta mucho por su gente sin turistas  y alterna su vida mientras  a siente minutos queda el Café de Artits. Y me explica que la razón impersonal del restaurante compensa la vida solitaria  del artista. Le  gusta la gente, almorzar y comer en restaurantes porque encuentra el bullicio de la gente y los dueños son otros amigos como es el Le Cique en Nueva York y el restaurante —a donde solía ir la familia Kennedy—,  el Hotel Carlyle en la avenida Madison, El restaurante Le Cirque de su amigo Sirio Maccioni, La Enoteca y Gato Negro en Pietrasanta.

Grecia es su otro rumbo en su mundo de casas y talleres. Sophia Vari es su propósito. Otra vez una casa blanca muy griega, con un bello jardín y una enorme piscina que llega al mar da a la bahía que rodea la isla Evia (Eva en español). Allá  Construyó con una arquitecta griega su gran taller  que queda a cinco minutos de la casa donde tiene una granja animales, gallinas, conejos, cabras. Los animales lo ven pintar mientras a él le divierte al darles de comer. Y,  es en el único lugar donde como existe batería doméstica se come en la casa.  El bello y amplio  estudio de mil metros cuadrados  es un  amplio lugar donde  puede hacer cuadros de gran formato.

También tiene un yate fantástico con un camarote de estudio donde pinta cuadros pequeños y dibuja durante un mes del año. En Rio Negro ya cerca de su Medellín, tiene en una vieja casa del siglo XIX que refaccionaron para tener un bello taller en medio de sus conocidos paisajes de infancia. Le gusta sentirse en su tierra y le encantan la bandeja paisa.

Hoy que el arte se entiende como un concepto, Botero sigue pintando al óleo que es la difícil técnica de la cual, se aprende todos los días. Es y será un clásico.

Su última exposición es la serie del Viacrucis, 41 óleos y 35 dibujos que  donó al Museo de Antioquia.

—¿Y  por qué el Viacrucis?

Porque hace parte de mi eterno repertorio de los siglos XVI Y XV. Sobre la historia religiosa. Me gusta una paleta limitada de seis o siete colores. Me siento cómodo con una paleta sólida y, omito lo que el llaman pinturas furtivas porque los colores cambian constantemente. El más peligroso de todos es el violeta.

El violeta se vuelve café y es un cambio que lo conecta con la saporización del color o, su descomposición química.

Le pregunté por una mano sorpresiva, que ha ido apareciendo en su obra La mujer leyendo una carta de amor y contestó que los residuos de una antigua obra quedan cuando se seca la pintura vieja.  Es un elemento que solo lo tiene la pintura original. Ningún  copista tiene tiempo para esos.

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