Me importa un pepino, ¿o una pepina?

Jue, 22/03/2012 - 01:02
Me fascina el desparpajo con el que dos músicos bogotanos irrumpieron con Qué difícil es hablar en español. De los millones de visitas que el video ha teni

Me fascina el desparpajo con el que dos músicos bogotanos irrumpieron con Qué difícil es hablar en español. De los millones de visitas que el video ha tenido en YouTube, varias entradas corren por mi cuenta. Cada que lo veo, más me gusta y ya me sirve de fanfarria para la ducha todas las mañanas. Porque la tonada es pegajosa y porque pienso igual que ellos: qué difícil es.

En España, por ejemplo, nuestra fuente primigenia del idioma, llaman piso a lo que en Colombia llamamos apartamento; apartamento a lo que aquí llamamos estudio; planta a lo que llamamos piso; finca, a edificio; coche, a carro; pena, a tristeza; vergüenza, a pena; chocar a sorprender; guapa, a bonita; valiente, a guapa; bruto, a brusco; cabreado, a bravo; marchar, a parrandear; comer, a almorzar; cenar, a comer; pajita, al pitillo; pitillo, al cigarrillo; cigarro, al tabaco; café, al tinto; tinto, al vino; empollón, al nerdo; currar, a trabajar… Por eso, cuando el dependiente cascarrabias de alguna tienda (dependiente es vendedor, tienda es almacén; almacén es depósito) te lanza el quinto ¿eeehhh??? del día, uno, en el colmo de la impotencia, le mienta la madre bajito y piensa que con la mímica nos entenderíamos más rápido y mejor.

Mas no hay que ir muy lejos para constatar qué difícil es hablar en español. Al interior del país, hay palabras que se usan en Antioquia, por ejemplo, pero no deben usarse en la Costa Caribe, o en la Pacífica, o en Los Llanos, o en Bogotá, o en Pasto. Contamos también con nuevos vicios tipo “colocar”, “regalar” o el detestable dequeísmo que expandieron los futbolistas. Y con las simplificaciones adquiridas por el uso de las redes sociales, que allí están muy bien, pero sacadas de contexto pueden llegar a hacer del lenguaje un montón de sonidos ininteligibles.

Y, como si todo lo anterior fuera poco, a las palabras les brotaron genitales. Para empezar, tendríamos que hablar de las palabras hembras y las palabras machos. Suena a caricatura, pero no lo es. A esos extremos nos han llevado las susceptibilidades de ciertos colectivos feministas a ultranza, que tienen razón en señalar la tendencia masculina de los plurales en el español pero, no, en tratar de imponer el reconocimiento de las mujeres en la sociedad —por el que se ha venido luchando desde hace tanto tiempo y con tan merecidos logros, y en el que falta aún buen trecho por recorrer—, mediante la sexificación de los discursos: los adolescentes y las adolescentes, los jóvenes y las jóvenes, los mayores y las mayores, los presidentes y las presidentas, los directivos y las directivas. Qué mamera, caray. Sobre todo porque es lenguaje tipo bisoñé: artificio de ocasión.

No imagino a la activista que una vez me recriminó en un programa de televisión, que yo conducía, por no marcar diferencia entre sujetos y sujetas, individuos e individuas, y miembros y miembras, hablando de esa manera ridícula en su vida diaria. Insoportable. Y con su perdón y el de sus seguidoras, inoficioso, incluso frívolo. La Real Academia de la Lengua, en vista del carácter impositivo que ha ido adquiriendo esta modalidad de fisgonear el sexo que lleva cada vocablo, antes de abrir la boca publicó y respaldó por unanimidad —con el apoyo de cientos de lingüistas—, el estudio Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer. Entre otras cosas dice: “Hay acuerdo general entre los lingüistas en que el uso no marcado del masculino para asignar los dos sexos está firmemente asentado en el sistema gramatical español, como lo está en el de otras muchas lenguas románicas y no románicas, y también en que no hay razón para censurarlo”.

Que la RAE es retrógrada. Pues claro. Al igual que todas las academias de la lengua del planeta, su función, antes que innovar, es cuidar la pureza de la lengua para que no se la trague el parlache y para conservar siquiera un mínimo común denominador entre quienes la hablan. Que asume posiciones políticas. Pues claro. ¿Qué o quién no? Que es sexista. Pues no tengo idea, ni me afecta para nada. Pertenezco a una familia de aplastante mayoría femenina. Estoy llena de tías, de primas, en mi casa somos cinco mujeres –mamá y cuatro hijas– y mi papá siempre hablaba de “nosotras seis”, sin que por eso perdiera su condición masculina o su importancia; tengo una hija y cinco sobrinas, y una convicción profunda de mi visibilidad como ser humano que va muy por encima de los usos genéricos de la lengua.

En mi calidad de mujer no me siento discriminada, cuando bajo las expresiones los hombres, los padres, los periodistas, nos incluyen a unos y otras. (Igual, ningún hombre debe sentirse así cuando bajo la expresión las víctimas, nos incluyen a unas y otros). Lo entiendo, me doy por aludida. Así que la controversia me importa un pepino. ¿O una pepina? Mejor dicho, me parece una pepinada.

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