Nuestra laicidad constitucional de mentiras

Sáb, 11/07/2015 - 18:11
Los casos de desacato a nuestra Constitución laica pululan y no pocas veces incurren en gastos que se saldan con cargo al erario público, arguyendo que se trata de inversiones en la idiosincrasia, e
Los casos de desacato a nuestra Constitución laica pululan y no pocas veces incurren en gastos que se saldan con cargo al erario público, arguyendo que se trata de inversiones en la idiosincrasia, el arte popular, en la creencia mayoritaria o en el mantenimiento del patrimonio cultural, cuando no de la salvaguarda de los valores y moral del país. Es decir se atropella la Carta Magna y el dinero público sin ninguna consideración y a punta de leguleyadas y de irracionalidades tan monumentales como las que suscitan el gasto (que no es lo mismo que inversión). Por laicidad se entiende la neutralidad del Estado en asuntos religiosos, es decir, la completa separación entre Estado e iglesias, como claramente lo expresa la Corte Constitucional en su Sentencia C-766 de 2010, y que reza: “La neutralidad estatal comporta que las actividades públicas no tengan fundamento, sentido u orientación determinada por religión alguna –en cuanto confesión o institución–, de manera que las funciones del Estado sean ajenas a fundamentos de naturaleza confesional”. Un caso muy sonado y reciente es el cristo fabricado en el municipio santandereano de Floridablanca y en el que no sólo se violaron las reglas laicas constitucionales, sino que el gobernador enajenado por una megalomanía pueril aprobó la construcción de una escultura más alta que la del cristo del Corcovado en Río de Janeiro; la “nuestra” colombiana tiene 33 metros, es decir 3 metros más que la versión brasileña. ¡Qué orgullo insensato! Ante tan flagrante falta, la administración gubernamental santandereana salió a explicar lo inexplicable: que el cristo no era cristo, sino un personaje universal que representaba todas las culturas; que el nombre del parque “El Santísimo” donde se yergue el adefesio de marras no hacía referencia al Santísimo (Jesús), sino dizque es una abreviación de Sant(anderean)ísimo; un sartal de argumentos acomodaticios y sacados de la manga de los despilfarradores del bien público. Lo cierto es que esta deidad religiosa costó más de $3.500 millones, dinero que bien podría tener destinación más urgente y legal como son la construcción de escuelas, hospitales y tanta infraestructura de la que carece nuestro país. En ello se gastan las regalías que son enviadas a los departamentos. El libre arbitrio en manos de religiosos lleva a remedar las extravagancias arquitectónicas medioevales, en detrimento de lo necesario, de lo que escaseamos, de lo urgente. Y la “santa” estatua aún anda en litigio, en particular de la devolución de estos dineros de destinación claramente religiosa, así como del cambio del nombre “El Santísimo”. En ese sentido falló el Tribunal Administrativo de Santander aduciendo que se violan los principios de laicismo y acudiendo en defensa del patrimonio público. No obstante, la comparsa jurídica del gobernador se defiende con ayuda de prestigiosos abogados (ie. El exfiscal Iguarán), a los que habrá que pagar –también con dineros públicos, por supuesto– para que expliquen que lo religioso no es religioso, que lo evidente es una ilusión, que el no cumplimiento de la Constitución no es grave sino idiosincrático, que las palabras no tienen la semántica que tienen sino que escarbando se llega a otras insospechadas, arcanas como los designios divinos y los de los ordenadores del (mal)gasto aliados a lo celestial. Otro caso, y de ellos habría para atiborrar las Cortes, Juzgados y Tribunales, es el del pastor cristiano Marco Fidel Ramírez, también concejal bogotano que tiene claro que Estado y religión es la misma cosa. Podría uno explayarse sobre sus numerosos ataques a la laicidad, sus desmanes contra la comunidad homosexual (que considera antinatural y pecadora) y quien recientemente hizo aprobar un Festival de música Gospel; bonitas melodías vistas desde la periferia epidérmica, pero que un simple análisis muestra que comportan claramente letra y destinación de adoctrinamiento; y tanto es así que las bandas participantes del santo festival deben demostrar su filiación a una iglesia cristiana, su experiencia en transmisión del mensaje divino y aprovechar la ocasión (como si este no fuese el objetivo principal preconcebido) para evangelizar a la masa melómana. Un festival que pretende el “honorable” concejal hacernos pasar como la manifestación de un género musical, cuando, a todas luces, se trata de proselitismo religioso; las bandas participantes deben presentar una membresía a una iglesia evangélica certificada por un pastor. Un festival aprobado a las urgencias, con poco o ningún debido debate y con onerosos montos, salidos de las arcas distritales. Es decir, el gobierno distrital convertido en patrocinador de púlpitos cristianos con el dinero público; ese que tanto nos urge para arreglar calles –aunque sólo sea tapar los cráteres de los que hasta las acémilas tienen dificultad para emerger–, para mejorar la movilidad, para salvar hospitales, para crear escuelas, para hacer cultura de verdad. Vergonzoso. Por fortuna ya una ONG (Corporación Bogotana para el Avance de la Razón y el Laicismo) demandó la nulidad de este desatinado acto administrativo del Concejo de Bogotá. Ojalá pronto nos den parte de victoria sobre esta arbitrariedad. Quienes abogan directa o soterradamente en pro de una fusión de Estado y religión son muchos, a comenzar por los mismos representantes de las iglesias, pastores o matrimoniados con ellos, los funcionarios públicos (ie. El Procurador Ordóñez), así como los tantos políticos que acuden a los lugares de culto en procura de votos. Todos comprometidos en una batalla de refundición de estos dos conceptos, de cuya acción amalgamada (y nefasta) ya creíamos habernos liberado. Dicen los adeptos a la mescolanza Estado-iglesias que hay persecución contra ellos, y se envalentonan exponiendo que su Mesías también lo fue hace 2.000 años y que están dispuestos al padecimiento con tal de imponer sus designios, los de ellos, porque los de su dios-hombre (peregrina teoría teológica) nunca lo predicó así. Entonados y con biblia en mano acometen, cruzados del medievo, por todos los medios a justificar sus dislates en baratas controversias de fe y en amagos de democracia. Días vendrán, y debe ser esta nuestra batalla laica permanente para que la sociedad avance y ponga freno y ley a estos elegidos por empresas confesionales y que lo público sea separado de lo religioso claramente; de momento se defienden con amenazas de castigos divinos y con chorros de dinero que vierten a los juristas quienes por ganarlo justifican cualquier causa. Capítulo aparte merece la invasión del espacio público para ritos religiosos; sin ningún empacho se toman parques y calles para hacer misas, cultos, instalan vociferantes parlantes, obstaculizan el tráfico, molestando al país laico que somos. Vendremos sobre estos abusos en otra ocasión. Esperaría uno del futuro, y ojalá del próximo, que estas anomalías sean corregidas, que se observe la Constitución laica, que los yerros ilegales sean reembolsados y sus causantes sancionados. Y por último recordar que tenemos, por razones políticas ciertamente, una visita papal pendiente. Se trata de un jefe de Estado, del Vaticano. Son corrientes y a veces necesarias las visitas oficiales de mandatarios de otros países, pero estas deben ser financiadas por el Estado visitante. Que se coordinen los dioses –de los que nos visitan y de los locales– para que haya cumplimiento de la ley, y que ni un centavo del dinero público colombiano sea invertido (digo malgastado) en subsidiar esta innecesaria visita apostólica.
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