Viajar al pasado en los subrayados de Cortázar

Vie, 17/10/2014 - 10:39
Al principio me resistía a lo que consideraba un sacrilegio, pero una vez lo probé, advertí cuánto placer me causaba subrayar. Hoy creo que hacerlo es, en gran medida, eternizar el momento en qu
Al principio me resistía a lo que consideraba un sacrilegio, pero una vez lo probé, advertí cuánto placer me causaba subrayar. Hoy creo que hacerlo es, en gran medida, eternizar el momento en que una frase nos llegó muy hondo. Por eso siempre leo sujetando un lápiz en la mano, listo para marcar cuanto me llama la atención. Sólo uso lápiz: es sobrio, silencioso, no estorba a las letras impresas y se puede borrar, aunque uno jamás lo borre. Los anaqueles de mi biblioteca están llenos de libros en cuyas páginas hay flechas, corchetes, rayas y signos de exclamación, además de letras y frases apretujadas en las esquinas de las hojas. Con cierta frecuencia abro algún libro y busco las marcas del lápiz. El ejercicio jamás me había causado tanto impacto como hace unas semanas, cuando revisé los libros de Julio Cortázar animado por el fervor mediático que causó la conmemoración de su centenario de nacimiento. Abrí primero la tapa negra de ‘Rayuela’ y pronto apareció una línea gris en forma de ola bajo la siguiente frase: “convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico”. Esa frase encierra gran parte de la grandeza de Cortázar: su maestría de mezclar sin sobresaltos lo mágico y lo romántico con lo realista y lo cotidiano. Seguí leyendo el libro subrayado en 2001, cuando yo apenas contaba 21 años. Me detuve en la página 179: “No puede ser que esto exista, que realmente estemos aquí, que yo sea alguien que se llama Horacio. Ese fantasma ahí, esa voz de una negra muerta en una accidente de auto: eslabones en una cadena inexistente, cómo nos sostenemos aquí, cómo podemos estar reunidos esta noche si no es por un mero juego de ilusiones, de reglas aceptadas y consentidas, de pura baraja en las manos de un tallador inconcebible”. Seguirle el rastro a los subrayados de los libros de Cortázar fue volver al pasado, al año en que las Torres Gemelas se desplomaron formando una colosal polvareda, una escena que observé en un televisor a la entrada del edificio 67 de la Universidad Javeriana. Siguiendo las líneas trazadas en lápiz, me topé conmigo cuando era joven. Recordé cuánto me identificaba con Horacio, el protagonista de la novela, y sobre todo, cuánto me enamoré de la Maga, tanto como de la Señorita Cora, aquella enfermera del cuento a quien yo le podía oler el pelo gracias a las palabras de Cortázar: “Estaba soñando con la clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo primero que le veo es siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo cosquillas en la boca y huele tan bien, y siempre sonríe un poco cuando me está frotando con el algodón...”. Recordé, en fin, cuánto quería ser Julio Cortázar, escribir como él, dejar boquiabiertos a miles de lectores con un final sorprendente o al menos con alguna de sus frases: “La verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás” o “Se detuvieron bajo el farol y parecían tomar una ducha juntos”. Hoy como ayer, todos los días Cortázar deslumbra a algún joven con aquel final de ‘la Noche Bocarriba’, lo conmueve con el abrazo de la Lejana o lo desconcierta con una de las frases de La Maga. Y conforme pasa el tiempo empujando generaciones, otro joven se asombra, y otro más, como una cadena de siluetas de hombrecitos de papel que jamás termina. Leer al autor argentino me llevó a tiempos de idealismos y romanticismos sin límite, a un momento en que creía tener el control absoluto de los sueños que perseguía, cuando casi todo era un simulacro. En medio de las confusiones propias de esa realidad en potencia, donde la valentía y la cobardía marchan tomadas de la mano, la voz de Cortázar, además de ser un refugio, me alumbraba un camino sin restricciones donde las casualidades no eran gratuitas sino mágicas e incompresibles. En la novela ‘Los Premios’ encontré esta frase: “Sabés, en general el aire salino y yodado me trae suerte. Breve, efímera, como uno de los pájaros que irás descubriendo y que acompañan al barco un rato, a veces un día, pero acaban siempre perdiéndose. Nunca me importó que la dicha durara poco, Paulita: el paso de la dicha a la costumbre es una de las mejores armas de la muerte”. Y así, con cada frase con que topaba, volvía a reconocer al Cortázar de mi juventud, el escritor que convertía en palabras todo lo que yo no podía expresar: “En realidad nosotros somos como las comedias cuando uno llega al teatro en el segundo acto. Todo es muy bonito pero no se entiende nada”. Y unas páginas más adelante: “La razón solo nos sirve para disecar la realidad en calma, o analizar sus futuras tormentas, nunca para resolver una crisis instantánea”. Durante un par de tardes me abandoné a recorrer los subrayados de Cortázar y en cada pasaje volví a sentirlo cercano. Algunas frases no me calaron tan hondo pero otras me golpearon con mayor fuerza que hace algunos años. Al final, advertí lo que es una obviedad, que Cortázar nunca envejecerá. Es un escritor enorme, inimitable. Reparar en ello fue un ejercicio de reconocimiento, fue un poco leer la nostalgia. Los años, creo, nos vuelven pájaros de piedra, nos entumecen. Por eso siempre es sano releer a Cortázar, a Julio Cortázar ¡Cuánto encierran esas dos palabras! Y volver a sentir, ya no como una ventisca sino como una brisa ligera, esas emociones que tanto nos movieron algunos años atrás: “Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe, igualita a la golondrina. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden más que para mí, enterrado en prejuicios que desprecio y respeto al mismo tiempo. Yo, condenado a ser absuelto irremediablemente por la Maga que me juzga sin saberlo. Ah, déjame entrar, déjame ver algún día como ven tus ojos”.
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