Friedrich Hölderlin

Mar, 19/03/2013 - 00:00
Decir que un poeta es el Beethoven de la poesía suele no ser una analogía afortunada, y no pasar de significar que era despelucado, neurótico y genial. Decir que Friedrich Hölderlin era el Beethov
Decir que un poeta es el Beethoven de la poesía suele no ser una analogía afortunada, y no pasar de significar que era despelucado, neurótico y genial. Decir que Friedrich Hölderlin era el Beethoven de la poesía alemana de su tiempo, sin embargo, es una analogía que revela no sólo las profundas similitudes de los caracteres mesiánicos de estos dos artistas, sino las similitudes igualmente profundas entre la música clásica y la poesía en ese tiempo y contexto particulares. Muchos han notado antes la coincidencia de sus años de nacimiento, pero dejan de lado el camino sugerido por esa simetría al ver que Hölderlin vivió dieciséis años más. Sin embargo, esos últimos dieciséis años que Hölderlin vivió en un mundo sin Beethoven, los pasó mitad en un manicomio y mitad en la casa de un ebanista que se había ofrecido a cuidarlo en su casa, un ambiente más hogareño y acogedor, cosa que su madre consideró apropiada dado que la locura de Hölderlin ha sido una de las más pacíficas y contemplativas en la historia de los carentes de tuerca. En esos dieciséis años en que Beethoven pudo haber dado fin a su décima sinfonía y a su último cuarteto de cuerdas y hubiera podido finalmente decidirse por una de las cinco o seis oberturas que escribió para Fidelio, su única ópera, Hölderlin, en una actitud que a primera vista puede parecer consecuencia de su respeto hacia Beethoven, pero que se debe simplemente a su locura, no escribió una sola letra. Pero lo que une a estos dos maestros del romanticismo no es simplemente un puñado de coincidencias más o menos evidentes. Lo que los une es justamente que cuando ambos empezaron a producir sus obras, no existía el Romanticismo, sino el Clasicismo, estilo en que ambos se formaron, y cuando publicaron o presentaron sus últimas obras el Romanticismo ya era la corriente que lideraba toda la producción artística de Europa, y en sus respectivas artes, nadie dudaba en considerarlos los padres indiscutidos de la expresión. Hölderlin tradujo a Píndaro y a Sófocles, escribió obras de teatro y escribió una novela llamada Hyperion, que tuvo la resonancia en el mundo de las letras que la Novena Sinfonía tuvo en el de la música. Sus poemas, sin embargo, se parecen más a los cuartetos de cuerdas de Beethoven, obras del todo incomprendidas en su tiempo y en gran parte ignoradas, en que el compositor verdaderamente extenuó las capacidades de su lenguaje musical, y en que intentó todos los experimentos que después habría de usar en las sinfonías de un modo más ordenado y comprensible. Los poemas de Hölderlin, que son lo que lo hacen uno de los más grandes escritores alemanes de todos los tiempos, se publicaron ocasionalmente en revistas literarias, una de las cuales, Thalia, era la de su amigo de la universidad Schiller, poeta y esteta que también es el autor del texto del Himno de la Alegría, último movimiento de la Novena Sinfonía, coincidencia que da una buena idea de lo cercanos que se hallaban por esa época los mundos artísticos. En su mayoría, los poemas de Hölderlin son himnos líricos y extensos, que hacen un uso muy original del idioma alemán, al extremo de haber incluido en la lengua actual varios neologismos. Las Elegías de Diuno, del poeta Reiner María Rilke, son el sucesor más famoso de los himnos de Hölderlin, y además son los que renovaron el interés por ellos casi cincuenta años más tarde, cuando Hölderlin era tenido únicamente como el autor de Hyperion y de unas cuantas obras teatrales poco memorables. Pero lo que sus contemporáneos sí alcanzaron a leer y a apreciar fue suficiente para obsesionarlos con Hölderlin como Beethoven los había obsesionado. Todos sintieron que ambos podían y debían haber escrito más, crear esa obra última y perfecta que los consagraría para siempre. A Beethoven no pudieron pedírselo, porque murió joven, y los deseos se fueron convirtiendo en apreciación por las obras anteriores y en nuevas obras de otros compositores que pretendían seguir el camino abierto por el maestro. A Hölderlin, en cambio, lo tuvieron más de una década ahí, caminando por las calles, visitando los museos, viviendo en una casa cualquiera de barrio, y en efecto constantes fueron las hordas de admiradores que lo visitaban rogándole por una nueva obra. Pero Hölderlin no escuchaba, ya del todo abstraído en su tristeza y en su locura. En las tardes silenciosas, esporádicamente, contaba el ebanista que le hacía de enfermero, el poeta garabateaba algunos versos en un cuaderno, siempre flaco y abstraído. Cuando los amigos y familiares, entusiasmados por la noticia, se hacían con el pedazo de papel, no encontraban más que versitos infantiles, felices y sencillos y, para ellos, poco significativos. Desde la soledad de la locura, Hölderlin parecía burlarse de todos esos idólatras que le rogaban por una obra maestra, obligándolos a contentarse con sus burlonas rondas y cantilenas.  
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