Henri Rousseau

Dom, 22/05/2011 - 08:34
A Henri Rousseau le iba mal en el colegio. No es que estuviera ocupado haciendo otras cosas más nobles o que estuviera aprendiendo en el colegio de la vida, o que estuviera particularmente enamorado
A Henri Rousseau le iba mal en el colegio. No es que estuviera ocupado haciendo otras cosas más nobles o que estuviera aprendiendo en el colegio de la vida, o que estuviera particularmente enamorado de alguna coqueta jovencita de Laval, su pueblo natal. En su penúltimo año de colegio, Álvaro Mutis fue a la oficina del rector y le dijo que le daba mucha pena, pero que había descubierto las Memorias de ultratumba de Chateaubriand y que entre la poesía y el billar no le quedaba realmente tiempo para ir al colegio. El rector –eran otras épocas- comprendió completamente y le deseó suerte. Rafael Alberti salía por las mañanas al colegio y en el camino se desviaba y se iba directo al mar, a pasar toda la mañana corriendo por ahí y toda la tarde, ya cansado, a pintar caracolas, de las que aprendió las formas y los colores, mientras escuchaba al mar, del que aprendió la música de las cosas. Henri Rousseau, en cambio, no se iba ni al mar, ni a leer a Chateaubriand, ni a jugar a perfeccionar la técnica del massé. En realidad, se iba para el colegio, pero una vez allí, no aprendía casi nada. Cuando se graduó, decidió estudiar derecho, ímpetu que le duró hasta el día de las matrículas. Pero no abandonó la carrera, sino que mucho peor, la terminó, mal que mal. Ya con su título, pensó que conocía suficientemente bien la ley para poder llevar a cabo una buena estafa, una sola, bien hecha, y no tenerse que preocupar jamás por el dinero, decisión sin duda sensata, pero que a Rousseau le salió tan mal como todo lo demás que había hecho hasta entonces, es decir, no tan mal, pero tampoco tan bien. Consciente de que lo iban a pescar, se regaló al ejército, maniobra con la que evitó una condena de uno o dos años en la cárcel a cambio de cuatro años en el ejército, de modo que la jugada bien bien bien no le salió. Una vez de vuelta a la vida civil, Rousseau empezó a trabajar como recolector de impuestos, trabajo suficientemente fácil para que resultara muy difícil hacerlo del todo mal, por lo que lo hizo de manera más bien regular. Pero en esa misma época, Rousseau empezó a ir mucho al Jardin des Plantes, en el que podía pasar el día entero fascinado con sus exóticos rincones. Entonces también empezó a pintar, cosa que en realidad ya había empezado a hacer en el colegio pero que había abandonado sin saber muy bien por qué. Más bien, entonces, retomó su pintura, tan ingenuamente y con tan poca preparación técnica como antes, y sin embargo esta vez pensó que los cuadros le habían quedado muy bien. Entonces los llevó a la exposición del Salon des Indépendants, donde exponía más o menos todo el que quería. Allí la gente gozó mucho con esas pinturas planas y coloreadas como por un niño, un niño paciente pero niño al fin y al cabo, de paisajes africanos y fieras y plantas exóticas, de las que era tan fácil burlarse. Los pocos críticos que se dignaron comentarlo, se burlaron también. Todo el mundo se burló, pero Rousseau siguió pintando. No lo hizo, sin embargo, porque creyera en su arte y estuviera dispuesto a aguantar cualquier embate de los críticos consciente que eventualmente habrían de apreciar su genialidad. No. Siguió pintando porque realmente no se enteró de las críticas negativas que surgieron, ni de las burlas, ni de las comparaciones con los niños que tanto abundaron frente a sus cuadros. Pero eso sí, siguió pintando, y no sólo eso, sino que se retiró de su trabajo para dedicarse exclusivamente a la pintura. Algún tiempo después, Picasso vio uno de sus cuadros en la calle, y lo compró y se lo llevó a su casa y allá, después de mirarlo un rato decidió que era genial. Entonces varios otros pintores radicados en París, muchos de los cuales ya se habían burlado de sus tigres y sus palmeras, también reconocieron su genialidad. Los críticos, por supuesto, no tardaron tampoco en ver esa genialidad que hasta entonces se les había escapado, y no sólo elogiaron sus cuadros sino que los compraron, y les inventaron una corriente artística, como siempre, cosa de poderlos comprender. Así Rousseau se volvió el padre del estilo Naive o Primitivo, aunque él mismo duró un par de años en enterarse. Y poco después murió. No fue una muerte particularmente trágica ni particularmente cómica, fue una muerte normal. Y lo que nos dejó ese día, es unos cuantos cuadros que ahora están en los museos importantes y dan vueltas por ahí. Para valorarlos, no podemos usar su biografía, porque carece completamente de tragedias, epifanías y bibliotecas. No podemos, realmente, usar la opinión de los críticos, que dijeron cosas malas y buenas y muchas veces dijeron las dos a la vez. Tal vez podríamos usar la opinión de Picasso, porque pintaba muy bien, pero ya se sabe cómo son estos genios cuando les da por ver genialidades en cada esquina. Nos queda, entonces, usar como criterio el hecho de hoy en día sus cuadros estén en los museos importantes, pero después de Gauguin y de Botero ya ese criterio ha perdido todo prestigio. Nos queda solamente ir a mirar los cuadros, mirarlos largamente, y decidir si nos gustan o no, sin explicaciones en un audífono ni guías turísticas ni la Historia del Arte de Gombrich bajo el brazo. Así nomás. Tal vez por eso su arte se llama Naive. Haga clic sobre la imagen para ver la galería.
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