James Joyce

Dom, 13/01/2013 - 00:00
El desarrollo de la literatura europea de comienzos del siglo veinte consistió, como tendencia general, en experimentar con las posibilidades del lenguaje con el fin de encontrar una forma de expresi
El desarrollo de la literatura europea de comienzos del siglo veinte consistió, como tendencia general, en experimentar con las posibilidades del lenguaje con el fin de encontrar una forma de expresión que pertenediera sólo a la literatura, y a ninguno de las demás formas del texto escrito. Al frente de este cambio estuvo sin duda James Joyce, cuya obra, vista cronológicamente, es una muestra palpable de lo que tal tendencia logró. Su primer libro es una colección de cuentos llamada Dublineses, en que Joyce pinta, de una manera viva aunque bastante convencional, la vida cerrada y católica de la Irlanda de su infancia. En los cuentos, sin embargo, hay algo así como una presencia hostil que no está en el mundo de los cuentos, sino en sus palabras. En el primer cuento es virtualmente invisible, pero la vamos notando a medida que avanzamos en la lectura, la vemos creciendo como un musgo entre los cuentos que no nos permite meternos bien en ellos, como si nos quisiera ir echando de a poquitos. Entonces llegamos al último de los cuentos, y adquirimos la certeza de que no estábamos invitados a leer el libro, cuya última página nos cierra la puerta en la cara, dejándonos por fuera. En su siguiente libro, una novela titulada Retrato del artista adolescente, la atmósfera es sin duda menos hostil hacia nosotros, pero desde la primera frase vemos que algo ha cambiado respecto de los libros que estamos acostumbrados a leer. Las frases son extrañas y están llenas de juegos de palabras, de onomatopeyas, de sonidos raros. Después de unos capítulos estamos ya acostumbrados a esa extraña manera, pero notamos que Joyce está buscando algo. Y en el Ulises ya parece haberlo encontrado. No es un error llamar novela a ese libro, pero por lo menos habría que ponerlo entre comillas, pues a la primera página es evidente que se trata de otra cosa. El lenguaje de Ulises parece estar desarmado y vuelto a armar, impregnado de nuevas construcciones y de palabras importadas de varios idiomas. Su lectura es difícil, pero podemos decir que el esfuerzo que no exige nos es ampliamente compensado si sabemos hallar el camino hasta el final. No podemos decir lo mismo de Finnegans Wake, el último y el más complicado de los libros de Joyce, mamotreto monumental que le costó casi toda la vida escribir, y en el que ya ni siquiera sabemos qué pretende hacer. El libro es, desde un punto de vista, ilegible, pues tiene pocas construcciones del inglés y pocas palabras en su forma original. Hay vocablos de por lo menos cuarenta idiomas y hay palabras inventadas, palabras censuradas, palabras fusionadas con otras palabras. Los personajes cambian de nombre a cada mención y es imposible establecer un orden cronológico a un hilo conductor mínimo entre sus escenas. Por el otro lado, sin embargo, el libro es del todo legible, si lo leemos más como una partitura que como una novela. Son los sonidos, y no los sentidos de las palabras los que nos guían a través de sus seiscientas páginas, en una experiencia de lectura sin lugar a duda novedosa, producto y estandarte de una búsqueda profunda y creativa dentro de las posibilidades del lenguaje literario por la cual, aunque aún no entendamos bien qué se logró, tenemos a Joyce como el escritor más valiente de todo el siglo XX.
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