Miguel Delibes

Mié, 13/03/2013 - 00:00
Todo el que ha leído un poco y se da una idea, por vaga que sea, de la literatura universal, conoce o ha escuchado hablar, por ejemplo, de Emerson y de Thureau, dos autores norteamericanos del siglo
Todo el que ha leído un poco y se da una idea, por vaga que sea, de la literatura universal, conoce o ha escuchado hablar, por ejemplo, de Emerson y de Thureau, dos autores norteamericanos del siglo XIX, más poetas y cronistas que narradores. Muchos de los grandes escritores latinoamericanos, como Borges, los mencionan y los admiran, y de cada uno de sus libros hay siempre varias ediciones disponibles en las librerías de nuevos y usados. Sin embargo, y con todo respeto por Emerson y Thureau, que escribieron buenos libros, los dos son autores menores, comparando con los grandes de las letras gringas, y si el imperio no fuera estadounidense, nadie en ninguna parte los leería. Prueba de eso es que a duras penas conocemos a los autores mayores de Europa del Este, de África o de India, cuando se ganan el Nobel que es cuando los editores españoles y latinoamericanos se atreven a publicarlos. ¿A cuántos autores menores búlgaros, tailandeses y polacos conocemos? Es más, ¿a cuántos autores menores ecuatorianos, bolivianos o guatemaltecos conocemos? Si el imperio no fuera estadounidense, nadie leería a Emerson y a Thureau. Si el imperio fuera colombiano (permitámonos la breve fantasía), los jóvenes de los colegios de la tocinesca Texas o de Mumbay o de Budapest leerían en el colegio a León de Greiff, o a Hugo Chaparro Valderrama, o a Ramón Ilán Bacca, muchos de los cuales ni los colombianos conocen. Y si el imperio fuera español, no cabe la menor duda, todos leeríamos a Miguel Delibes. Ser un escritor menor o mayor poco tiene que ver con ser bueno o malo, y es más bien una cuestión del público para el que se escribe. Hay escritores que se dejan leer en todas partes del mundo, hay otros que no, o por lo menos no tan fácilmente. Hay escritores más locales y otros más universales. Leer a Laurence Sterne en el original es verdaderamente trabajoso; leer a D.H. Lawrence es un placer. Para leer a Murasaki hay que poner mucha atención y ojalá tener una edición anotada; para leer a Murakami ni siquiera hay que poner atención. Y nadie duda que entre ellos, Sterne y Murasaki son los escritores mayores. Sin embargo, Delibes, que es un autor menor, es mucho mejor escritor que Juan Goytisolo, que ya prácticamente se ha vuelto un clásico, y leer a Delibes es como ir de paseo mientras que leer a Goytisolo equivale a pegarse un tiro. Ser un autor menor no quiere decir escribir peor, sino escribir distinto, de un modo que puede no ser el que a Harold Bloom le parezca el apropiado. De todas formas, menor o mayor, famoso o desconocido justa o injustamente, Miguel Delibes nació en Valladolid, tuvo seis o siete hijos, y escribió unos treinta o cuarenta libros de los cuales la mayoría le quedó muy bien. El que mejor le quedó se llama Los santos inocentes, que es la historia de los trabajadores de una finca en Extremadura y de cómo la pasan de mal, y de cómo muchas veces no se dan cuenta de lo mal que la están pasando. Está escrito en frases de quince o veinte páginas, cada una de las cuales forma un capítulo, y tiene un personaje que se llama el Azarías y que habla, cuando habla, en cíclicas letanías, porque en realidad no sabe hablar. También le quedó muy bien una novela llamada Las ratas, que conforman el platillo favorito de un pueblo perdido de Castilla, donde no hay nada más que comer, y Cinco horas con Mario, en que Carmen charla con el cadáver de su marido. También escribió varias colecciones de cuentos, diarios de viajes por España, República Checa y Estados Unidos, y libros sobre caza, su otra pasión. A los ochenta años, después de la muerte de su esposa, de la que nunca se repuso, publicó su última novela, El hereje, mamotreto histórico dedicado a su natal Valladolid, y empezó a escribir otra novela más. Pero aunque aún le quedaban algunos años de vida, la enfermedad lo tenía agotado, y no se sentía capaz de seguir. Entonces paró, y no escribió más.
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