Sor Juana Inés de la Cruz

Mar, 15/04/2014 - 05:08
A finales del siglo XVII, un importante jesuita portugués llamado Antonio Vieira pronunció un sermón sobre las finezas de Cristo, en que limitaba el estudio de la teología y de la exégesis bíbli
A finales del siglo XVII, un importante jesuita portugués llamado Antonio Vieira pronunció un sermón sobre las finezas de Cristo, en que limitaba el estudio de la teología y de la exégesis bíblica a los clérigos varones.  En España y Portugal el discurso fue impreso y distribuido, y largamente celebrado. En un convento de la Orden de San Jerónimo perdido en Ciudad de México, en el virreinato de Nueva España, hubo una monja que lo leyó, y que no estuvo de acuerdo. Esa monja se había llamado Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, pero para entonces ya sólo se llamaba Sor Juana Inés de la Cruz, y ya era la monja más famosa de todo el virreinato gracias a su producción literaria, poética y ensayística, que en México y en España se leía tanto como a Quevedo y Góngora. Firma Pilatos la que juzga ajena Sentencia, y es la suya. ¡Oh caso fuerte! ¿Quién creería que firmando ajena muerte el mismo juez en ella se condena? En la carta que Sor Juana Inés escribió en contra de las ideas del jesuita Vieira, llamada la Carta atenagórica, se defiende el derecho de la mujer a pensar y escribir sobre el tema que le plazca, y se mencionan las obras de Santa Teresa de Ávila y demás sabias de la antigüedad, cosa que a Antonio Vieira no se le olvidara que existían. En jesuita respondió furibundo, bajo el pseudónimo de Sor Filotea, diciéndole a Sor Juana que dejara las letras y las artes, y se dedicara a la caridad y a las obras religiosas, que no por nada era una monja de convento. Esta acusación, tan adolescente en apariencia, tocaba el punto más sensible de la vida privada se Sor Juana, que por más de pasar sus días en el convento, era una vida pública. Sor Juana había sido durante mucho tiempo la consentida de dos virreyes sucesivos, grandes admiradores de su talento, confesora de sus esposas y principal atracción de sus cortes. Debido a eso, Sor Juana había podido hacerse una vida más parecida a la de una intelectual francesa del siglo XX que a la de una monja del México barroco: su celda conventual tenía sirvientas y dos pisos, y estaba equipada de bibliotecas, instrumentos musicales, aparatos científicos y todo cuanto a Sor Juana se le ocurría que le podía servir para aprender sobre el mundo, su verdadera pasión. Así que cuando Vieira la enfrentó, la mayoría dio más importancia a la mala fe de Vieira que la poca fe de Sor Juana. La ambición de sí tanto le enajena Que con el vil temor ciego no advierte Que carga sobre sí la infausta suerte, Quien al Justo sentencia a injusta pena. Muchos de sus amigos, incluido Núñez de Miranda, su confesor, le aconsejaron que no respondiera las afrentas de un jesuita tan  poderoso, pero Sor Juana, tal vez llevada por su propio sentido de importancia o por su sentido de justicia, le respondió en una carta llamada Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, que uno de las más fuertes defensas, y sin duda la primera en Latinoamérica, de los derechos de las mujeres, de sus capacidades intelectuales y espirituales. Jueces del mundo, detened la mano, Aún no firméis, mirad si son violencias Las que os pueden mover de odio inhumano; La carta, por supuesto, ocasionó la conmoción general, y como prevención de un castigo inevitable, la donación, por parte de Sor Juana, de todos sus bienes materiales a los pobres. Así, a los cuarenta años de su vejez, la monja escritora se vio en una celda sin libros, sin plumas, sin papeles sobre los cuales hacer lo que mejor sabía hacer, lo que en su condición de monja era el único modo de agradecer al Señor, poniendo palabras juntas, una detrás de otra. Examinad primero las conciencias, Mirad no haga el Juez recto y soberano Que en la ajena firméis vuestras sentencias. Cuando Sor Juana, ya envejecida y resignada a ayudar a sus hermanas, que desde hacía poco tiempo habían venido cayendo una a una ante una epidemia de peste, firmó el cuaderno del convento renovando sus votos y aceptando su renuncia, en vez de su nombre escribió: Yo, la peor del mundo, y al poco tiempo murió.  
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