Confesiones de un escritor que dejó de creer en el amor

Dom, 19/08/2012 - 04:01
Escrito por Sandro Romero Rey
 

Cantaleta

La mejor prueba para demostrar que Dios no es amor, son las enfermedades. Por estos días, p
Escrito por Sandro Romero Rey
  Cantaleta La mejor prueba para demostrar que Dios no es amor, son las enfermedades. Por estos días, postrado en el lecho, lo odio todo: las mujeres emprendedoras, los finales felices, las canciones tristes, las polémicas edificantes, la gente que cree en el futuro, el espejo del baño, el erotismo de los calvos. Todo me resbala. Y, para colmo, cuando uno está ad portas de la muerte, empiezan a pedirte lo que ya no deseas: que te fugues con una bisnieta del Marqués de Sade, que si quiero entrevistar a Patti Smith, que si te esperan en San Petersburgo, en fin. Las eternas injusticias de Dios: siempre te da todo, cuando ya nada se puede. Por estos días, insisto, no quiero tentaciones. Sólo quiero curarme de mis achaques incurables. Y, sobre todo, que no me hablen del Amor, ni con mayúscula ni con minúscula, ni en baladas ni en boleros, porque no me interesa leerme Love Story ni interpretar el Cantar de los cantares. Por lo único que rezo todas las noches es por saltar de la cama y huir de la posición horizontal. No quiero regresar al lecho ni solo ni mucho menos acompañado. Del dicho al lecho sólo habrá temibles trechos. Mientras arde mi talón de Aquiles, me vuelvo una sola masita de resentimientos. Me la paso dudando de todas las virtudes que tanto le promocionan a los trabajos afectivos. ¿Es posible el amor? Lo he pensado y pensado y no sabía cómo decirlo. Pero recordé que el día de San Valentín una hermosa argentina me lanzó la pregunta. Como no hay nada más tentador que enamorarse de una porteña, he vuelto a los delirios febriles (quiero decir, de febrero, el mes del santo non sancto) y me he puesto a perder el tiempo con el amor, mientras pasan las horas y decido clavarme el cuchillo por la espalda. Pero, ¿cómo creer en el amor si en los Estados Unidos celebran su día en la misma fecha en que se recuerda una masacre? Empecemos cantando: debo decir que el amor está ligado, a mi modo de ver, al carácter hipnótico de la música. No hay amor sin canciones, sin óperas, sin rancheras. En el momento en el que extasiamos, siempre hay melodías de por medio. Y claro, la música lo empaña todo. La música se encarga de sublimar lo que, en realidad, es un conjunto de actos relacionados con la desconfianza, con la competencia, con la cachetada, con el estupro. La música es un peligro social que tiene como consecuencia más inmediata que el oyente termine enamorado. Los horrores del amor terminan siempre maquillados en música. ¿Con qué canciones seducen los asesinos? Con las mismas con las que seducen los abstemios. Mientras sudo en mi lecho, pienso en “All My Love” de Led Zeppelin y en “Amor eterno” de Juan Gabriel, en “Que será de ti” según Roberto Carlos y en “Contigo” de Joaquín Sabina, en “Te amaré toda la vida” de Jorge Celedón y en “Ne Me Quitte Pas” de Jacques Brel. Todas tienen el lugar común del amor. Más allá de las palabras, más allá de la correcta combinación de tonos y melodías, más allá de la dimensión poética del asunto, siempre salta el amor como una patente de corso que lo perdona todo y, de alguna manera, justifica nuestros pecados, nuestra ira y nuestro intenso dolor. El amor es una manera temible de reivindicar los errores de fábrica de los seres humanos. Recuerdo que mi primera novia tuvo una primera evocación fatal del amor, tras nuestra primera relación sexual, que fue la primera de ella y la segunda o tercera venida de quien estas líneas escupe. No sólo quedó impresionada con que el principio tiene un bautismo de sangre, sino que el desconcierto la obligó a confesar su decepción. Y no ponía en tela de juicio mi desempeño, Dios no es tan vil. Estaba triste  porque eso que conoció como “hacer el amor” no se parecía en nada a lo que ella estaba acostumbrada a ver en el cine. Y tenía razón. “Hacer el amor”, como se le llama, es decir, aquello que se fabrica, que se construye, con ese dolor pragmático de la palabra “hacer”, es una labor harto violenta, deportiva, de connotaciones incluso escatológicas. La versión Hollywood del amor (que viene, por supuesto, de las convenciones decimonónicas del melodrama) es, casi siempre, en cámara lenta, con atardeceres, disolvencias, elipsis, viene siempre empaquetada en toda suerte de engaños incuestionables. Y con música. El amor en el cine siempre tiene música. Razón tenían los directores de la llamada “Nueva Ola” del cine francés al prescindir de la música incidental en sus imágenes. Porque es una trampa. Es la trampa que conduce siempre sin contemplaciones al eterno hueco negro del amor. Sobra decir que mi primera novia me abandonó para siempre. Ahora vive en un convento, rencontrándose con su gozosa virginidad recuperada. Sandro Romero Pornos y tánatos Quizás por ello me he dedicado, en los últimos meses, al oficio de la pornografía. Quiero decir, a escribir sobre el amor, pero partiendo de sus manifestaciones corporales, no espirituales. Debo decir que me eduqué con los jesuitas y, gracias a ellos, comencé a desconfiar desde muy joven de todo lo que tuviese que ver con el Alma. El Alma me ha parecido casi siempre un invento demasiado abstracto, intangible, hasta chocante. En ese orden de ideas, por supuesto, prefiero el soul. El soul, al menos, trata de ponerle sudor y armonías perfectas a los ejercicios del espíritu. El soul es el alma con guitarra eléctrica. Es la terapia electroconvulsiva del amor. (Hago una pausa. Voy al baño. Las piernas no me sostienen. El bastón se me cae de las manos. Orino la taza del inodoro. Caigo de rodillas. Tomo el papel higiénico. Limpio la evidencia con las manos temblorosas. No. Todavía no he muerto. Al parecer, los enfermos odiamos el amor, por física envidia. Por incompatibilidad de caracteres. Los enfermos no queremos amar, porque nos acercamos a la ley del peor esfuerzo. Prosigamos. Malsano y salvo). Todo lo contrario con el Alma que se esconde al interior de nuestro caparazón corporal. En estos meses, convertido en un pornógrafo de laboratorio, me he dado cuenta de que el amor, desprovisto de sus jingles y de sus escafandras sonoras, es una colección de tensiones difícilmente compartibles. No, no existe el dúo en el amor. El amor es una terrible negociación de soliloquios. Para comenzar, están los celos. Porque historia de amor sin celos no es historia de amor. Tarde o temprano, el tema de la posesión salta a la palestra y uno de los dos, por no decir ambos, siempre quiere tener el dominio de los anhelos del otro. Es por eso que ninguna historia de amor termina bien. Todas son una acumulación de malos ratos en los que, como desenlace, habrá violencia o, en el mejor de los casos, reflexiones profundas, que se convierten siempre en maneras elegantes para esconder la intolerancia. Recuerdo entonces al olvidado Roland Barthes: “Como celoso sufro cuatro veces: porque estoy celoso, porque me reprocho al estarlo, porque temo que mis celos hieran al otro, porque me dejo someter por una nadería. Sufro por ser excluido, por ser agresivo, por ser loco y por ser ordinario…” Y eso que Barthes no tuvo tiempo de estar enfermo, ni de amor ni de dolor: murió atropellado por un carro en una calle de París, la ciudad de los amantes felices. Como hoy he decidido no creer en el amor y he optado por reconocer mi nueva ocupación de pornógrafo, debería ser un hombre satisfecho. Podría aparearme por las calles como los perritos y nunca me haría falta nadie. Pero eso no sucede en ninguna parte. “La diferencia entre los hombres y los animales es la capacidad de amar”, me ha dicho una monja lasciva que me llama a altas horas de la madrugada, para que yo huya de casa y me decida sin remordimientos a caer en sus brazos. “¿Sin consecuencias?”, le pregunto. “Claro que con consecuencias” me ha dicho ella. “Quiero que abandones a tu esposa y nos fuguemos con pasaportes falsos a vivir en Acapulco. Yo te amo”. Por supuesto que le he colgado y he llamado al portero de mi edificio para que refuerce la seguridad. ¿De qué amor me hablan cuando me hablan de amor? Sudo frío en mi lecho de enfermo: el amor y la posesión van de la mano. Yo mismo las ejerzo. Decimos estar enamorados para tener pronto la forma de manifestar nuestro dominio hacia un ser viviente. El ser amado es una mascota con la que nos apareamos. Porque claro, aparece el sexo. En esta ceremonia de sudores y dolores tiene que aparecer el sexo, pues se dice que el sexo es verdaderamente placentero cuando se practica con el ser que se ama y esto, no hay que hilar muy delgado para comprobarlo, es falso como un billete de cien dracmas. Así como está comprobado que el amor eterno dura dos años, así mismo los científicos de Uqbar han demostrado que el amor sin sexo es la única vía posible hacia la inteligencia porque, tal como lo descubrieron en sus dóciles investigaciones, “los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”. Aunque el problema no es sólo el de la reproducción, única acción evidente que anuncia la destrucción del planeta. El problema real, tal como traté de hacérselo entender a la ninfómana romántica que me ha llamado a deshoras, el problema real, le he dicho, radica en creer que necesitamos del amor como se necesita del agua para vivir. He oído a seres inteligentes, como el escritor Guillermo Arriaga, quienes consideran que sin amor el ser humano no tiene sentido. “No hay que confundir Amores perros con Perro amor”, le he alegado, tratando de homenajear con un mal chiste lo mejor de sus creaciones. Pero como todos los seres inteligentes, no me ha puesto cuidado. El diálogo no existe. Cada cual defiende su monólogo como puede. Así que pasan las horas, los días y los meses. Yo sigo postrado en el lecho y el amor, esa sustancia pegajosa que pide perdón cada vez que se siente herida, seguirá existiendo en iglesias y en telenovelas, en serenatas y en crímenes pasionales, en el Día de la Madre y en las películas con Hugh Grant. No hay remedio posible ante la enfermedad del amor. Sí. Dios inventó los achaques e inventó un cuarteto de Liverpool que metió la palabra Love en todas sus canciones, para multiplicar las ventas de sus discos. Dios es amor, me enseñaron los jesuitas y Dios me mantiene acostado en mi cama, sufriendo del talón de Aquiles, sólo para mantenerme inmóvil y obligarme a recibir llamadas inoportunas que quieren obligarme a componer vallenatos románticos y huir de casa. No, no voy a ceder. Si el amor es el tema de la película Titanic y el tono de las lamentaciones de Camilo Sesto; si el amor es por lo que llora Eddie Santiago en sus canciones y la razón de la fiesta de siete días que organizó un señor llamado Fritanga; si el amor fue el detonante de la Guerra de Troya y el motivo central de la muerte de Freddie Mercury, hay algo que no está bien planteado en este denominador común. Por esta razón, he decidido dirigir mis oraciones nocturnas al Señor para que revise la palabra. Si todo cabe en las cuatro letras del amor, es preciso pedirle a Dios un idioma efectivo en el que se puedan separar, sin que se pudran, las peras sin olmo de las manzanas de la discordia. Obras son amores “Estar enamorado ES / confundir la noche con los días…” subraya el cantante español Raphael en una de sus canciones inagotables. “Sólo se necesita tiempo / hasta que el amor le llegue a cada uno…” aseguraba George Harrison en uno de sus himnos post-Beatles. “El amor no es para mí”, confiesa Carla Bruni en alguno de sus últimos temas de Primera Dama. “El amor apesta” gritaba la J. Geils Band en los setenta, mientras Shakespeare se arriesgaba a decir que “si la música es el alimento del amor” hay que atreverse a tocarla (quiero decir, a interpretarla, quiero decir, a la Música…) Frases hay como hay amantes como hay seres humanos. Pero no siempre lo que la poesía o la música intentan decir del amor es certero, porque la poesía y la música son unas vendidas, se engañan ante los espejismos de Eros y prefieren engalanar con fosforescencias lo que en el fondo no debería ser más que sexo ciego o que heridas en la piel de la diosa. “El amor es obsceno porque precisamente pone lo sentimental en el lugar de lo sexual”, aseguraba el citado Roland Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso. Y de repente es cierta la cloaca utópica de Donatien Alphonse Francois (llamarlo El divino marqués es dar demasiadas pistas); es sensata la decisión de los amantes de la película de Nagisa Oshima El imperio de los sentidos, donde la pareja se encierra a morir follando, copulando (Ai no corrida, la corrida del amor: me gusta que en japonés amor se diga ai. Como ¡ay!, que nunca se sabe si es un grito de dolor o de placer); de repente es sincero Leonard Cohen cuando inventa toda una bella sarta de mentiras para coronar un amor posible en “I’m Your Man” (por si no se sabe: “Si quieres un amante / voy a hacer todo lo que me pidas / Y si quieres otra clase de amor / me pondré una máscara para ti…” etc.) Debe ser que la enfermedad me ha vuelto aún más viejo, debe ser que cito porque me excito cuando hablo del amor y me da envidia que todos sus males se conviertan en los bienes terrenales del hombre, cuando hay tantas mujeres sacrificadas y tantas mascotas envenenadas por niños traviesos y tantos noticieros engolosinados en los crímenes y tantos criminales de guerra tomando agüitas aromáticas en los antejardines de Hungría. No lo sé. Lo cierto es que el amor me produce náuseas cuando estoy enfermo y prefiero escribir contra él antes que invocarlo o añorarlo o desearlo o provocarlo. La envidia es el pecado capital de nosotros los impotentes. La última película de Woody Allen ha sido traducida al español como A Roma con Amor. El director neoyorkino no sabe que en nuestra lengua Roma y Amor son dos palabras que se leen al derecho y al revés en un palíndromo casual que sirve para ilustrar lo que el film, en su ya lejano homenaje al Decamerón del cine, produce como juego promiscuo a los galanteos latinos. Allí, Eros deviene en Cupido, gracias a la gracia de Penélope Cruz, que también lleva un juego de palabras erótico en su nombre de Fuenteovejuna fálico. ¿Cuál es el amor que rescata Woody Allen, cada 365 días, en su eterna película anual de sufrido pornógrafo? No, no es el amor de la pareja fiel, como en los musicales clásicos de la edad de oro de la Metro Goldwin Mayer de antaño. Es un amor escéptico, cansado, un trabajo de amor perdido, como en la oscura comedia de Shakespeare, donde los protagonistas, enfermos de deseo, se inventan odas al viento para conseguir cazar la presa, antes que casar a la dama. Sí. En el fondo, cuando desfloramos las margaritas, cuando despojamos las faldas de la alcachofa para descubrir el corazón que añoramos húmedo de aceite, no estamos sino pidiendo a gritos la negación del amor, para darle paso a otra cadencia, quizás más efímera, de repente más salvaje, grito del primer día del mundo, pero harén, al fin y al cabo, donde no esperamos dormir con las veinte damas en un mismo lecho sino, una a una, soñando con la sana enfermedad de una lección de geografía, cuyo examen final terminará siempre en la escalada fatal por las faldas del monte de Venus. Suenan timbres. Ha llegado el hombre de las inyecciones. Viene con una inmensa jeringa para aplicarme un coctel de Neurobión y Voltarén conocido coloquialmente como “el matrimonio”. Lo hago pasar. El hombre se lava las manos. Me pide que me acueste, que me voltee, que me baje los pantalones de la pijama y deje ver mis tristes nalgas derrotadas. Acepto. El hombre pasa el algodón por mi nalga izquierda. Clava la aguja sin contemplaciones. Empuja el líquido al interior de mi cuerpo. Escondo las lágrimas. No, no se trata de un fragmento de mi novela pornográfica. Al contrario, pongo en evidencia cómo la escritura se convierte, blanco del azar, en un remedio breve que termina siendo más grave que la enfermedad. Si Dios es amor, como me aseguraron siempre los jesuitas, no debería haber creado al creador de las jeringas. El mundo parece no estar bien inventado. Pero ya es demasiado tarde.
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