Cuando el doctor nos llamó y empezó a hablar sobre la salud de Juan*, los pocos que estábamos allí, en una pequeña sala de espera del Hospital San José, en el centro de Bogotá, nos miramos sin decir una sola palabra. Después de una introducción médica sobre el tema, lanzó la noticia mala. Una noticia triste. Una noticia que ninguno se esperaba; porque nadie cree que las desgracias ocurren cerca, hasta que nos tocan.
A Juan lo encontramos 24 horas antes de llevarlo al San José. Estaba en casa de Rafael, otro de sus amigos del barrio, como yo. Llevábamos buscándolo un par de días. Su teléfono y el de Jenny, su novia, con quien convive hace más de cinco años, sonaban apagados y lo único que sabíamos era que estaba enfermo; porque así lo había hecho saber a algunos de sus familiares, pero nadie tenía conocimiento, ni siquiera él, de qué era lo que tenía; es más, siendo sinceros, nadie creyó que fuese algo grave. Aunque cada vez lo veíamos más delgado y sin colores en el rostro, siempre respondía lo mismo.
-¿Está enfermo?
-No. ¿Por qué?
-Marica, está muy flaco.
-Me siento bien.
-Pero está pálido.
-Estoy bien. Ya le dije que me siento bien.
Y para salir del momento incómodo que le generaban las preguntas sobre su apariencia física, siempre decía: “Es que estoy saliendo de una gripa que me tumbó como una semana”, me lo confesó el día que lo entrevisté para la construcción de este texto.
A Juan lo conozco hace más de 20 años. La primera vez que lo vi, recuerdo muy bien, yo tenía 15, y él, dos más. La amistad nació en medio de un partido de fútbol que se jugó en un tierrero que nosotros llamábamos la cancha, ubicada en el parque del barrio San José sur.
La vida de Juan no ha sido fácil ni lo ha sido desde el inicio de sus días, y eso lo supe muchísimos años después, en medio de una noche de rumba como muchas de las que vivimos. Juan y su hermana mayor, que le lleva un año, fueron producto de un par de relaciones sexuales carentes de amor, entre la empleada del servicio y el hijo de los dueños de la casa, los abuelos de Juan. Es más, él dice: “Somos productos de una violación”.
“¿Sabe? nunca tuve el amor de unos padres y básicamente porque entre ellos nunca hubo amor, ni tan siquiera un sentimiento parecido. Nosotros nacimos de una arrechera. Mi papá, quien nunca se ha portado como tal, tenía en mi mamá donde calmar sus ganas de hombre y ella guardaba silencio por no perder el trabajo en casa de mis abuelos”. [single-related post_id="549581"] Los abuelos paternos permitieron que la madre de sus primeros nietos, así no fueran queridos por su padre, se quedara en casa, obviamente, llevando a cabo la misma labor de oficios domésticos. Pero al cabo de un corto tiempo, dice Juan, por la constante humillación que la mujer recibía, se marchó y los dos hermanitos, con menos de tres años de edad, quedaron al cuidado de los abuelos, a quienes desde siempre llamaron papá y mamá."Amigo, yo no me quiero morir".“Hoy ya no me importa. Pero cuando era un niño, tener padres, aunque tenía a mis abuelos, me hizo falta, muchísima. No es fácil crecer sin ese amor maternal. No es fácil crecer sin que lo consientan a uno, sin que le ayuden a hacer las tareas, sin que alguien lo regañe por estar todo el día en la calle. Crecimos con muchas libertades, que al paso de los años se convirtieron en libertinajes. Hacíamos lo que se nos daba la gana, mi abuela era muy alcahueta y eso tuvo sus repercusiones”. Juan, al igual que su hermana, antes de graduarse pasó por varios colegios. Logró ser bachiller validando en un pequeño centro educativo. No estudió con juicio porque de joven, debido a las libertades que tenía, se dedicó a estar en la calle con sus amigos, más tiempo del que nosotros podíamos estar afuera. Él no iba a estudiar si no quería y en su casa nadie le decía algo. “Mi mamá (abuela) no decía nada, un simple regaño y ya, y nosotros nos divertíamos y nos aprovechamos de eso, claro está, para mal”.
Sexo, drogas y Rock and roll
Por esa época Juan empezó a consumir licor y drogas en exceso. Su rumba era pesada, no por lo que se metía en el cuerpo y la cabeza, sino por el tiempo que las fiestas duraban. Con unos 20 años encima, nos distanciamos, porque yo, que no tenía sus comodidades y libertades, tuve que empezar a trabajar mientras él se la pasaba de esquina a esquina, como decía mi madre, divirtiéndose con novias y amigos vagos. Cuando de vez en cuando nos encontrábamos, bebíamos, fumábamos hierba, escuchábamos rock y nos reíamos de todo mientras se pasaban los efectos de la marihuana: el color rojo de mis ojos y el tamaño diminuto de los mismos, para volver a mi casa sin que mi madre notara algo extraño en mí. Juan sabía que su vida, de una u otra manera, estaba siendo tirada a la basura por el consumo desenfrenado de sustancias y de alcohol. Tuvo novias y amigos más drogadictos y alcohólicos que él y uno de ellos, un poco consciente de la vida desordenada, lo convenció de buscar escapatoria en las filas de las Fuerzas Militares. Se presentaron como soldados al Ejército Nacional. Juan, que no estaba de acuerdo con esa salida militar, fue admitido y su amigo, quien sí quería irse, fue rechazado. “Es que siempre he sido de malas”, dice y suelta una sonrisa, mientras me quita el encendedor, prende mi cigarrillo y me dice "tiene que dejar esa mierda, porque eso lo va a matar". Y sí, es verdad, la suerte, y más la suerte de su salud, no lo ha acompañado. Tal vez el consumo de sustancias y una mala alimentación debilitaron sus defensas y las enfermedades lo atacaron. Al salir del Ejército, en el que también consumió perico y marihuana, empezó a trabajar en un call center. Al cabo de los años sintió malestar en los oídos. Terminó perdiendo la escucha por el oído derecho en un 60% y en el izquierdo en un 40%. Aunque éramos muy buenos amigos y compartimos sueños, objetivos, paseos y rumbas, dejé de verlo durante varios años. Me fui del barrio porque en un pleito de herencias mi familia perdió la casa en la que crecí y perdí comunicación con Juan y con otros amigos más. En aquella época no había celular que nos mantuviera en contacto. Juan se ennovió con Carolina, de quien decían que muy pocas horas del día estaba con sus ‘cinco sentidos bien puestos’. “La novia perfecta, creí en su momento”, dice Juan, quien obviamente secundaba sus locuras. Pero nada de lo vivido hasta este punto fue tan duro como lo que estaba por llegar años después, cuando las enfermedades con las que hoy convive casi lo lo matan. La relación con Carolina, quien fue la madre de su primer y único hijo, duró poco. Ni a ella ni al niño, que hoy tendrá 18 años, los volvió a ver. Dice que después de terminar esa relación le bajó un poco a la fiesta, al consumo y al trago; pero otros amigos en común lo desmienten y dicen que nunca fue así. Cuando en 2017 me contaron que al parecer a Juan le pasaba algo, y que su salud parecía estar mal, empecé a preocuparme por él. Algunos miembros de su familia, realmente muy pocos, estaban por la misma vía: preocupados. Lo busqué en su celular y nos poníamos citas que por algo, él o yo, terminábamos aplazando. En las conversaciones le preguntaba por su salud y estabilidades laboral y sentimental; respondía con un “bien; sin trabajo; buscando trabajo” y la conversación terminaba luego de un par de minutos. [single-related post_id="543249"] Cuando el doctor, del que aún no recuerdo su nombre, nos dijo en esa pequeña sala de espera que Juan tenía dos enfermedades graves: VIH y toxoplasmosis, y que la unión de estas lo estaba matando, me sentí, y no solo yo, como el peor de los amigos, el peor de los hermanos (porque así, de pequeños, lo habíamos jurado ser el uno para el otro y más en momentos de necesidad). Por algún tiempo nada me hizo sentir diferente. Me sentí culpable de sus males.Sin protección ni pío...
Juan se infectó, según él, como la mayoría de personas en el mundo, a través de relaciones sexuales sin protección. No sabe cuál de las mujeres con las que tuvo sexo fue la que lo contagió, así como tampoco sabe a cuántas mujeres pudo haber contagiado. Tampoco sabe desde hace cuánto tiempo es portador de esta enfermedad que hoy la ciencia cataloga como una patología crónica que puede ser controlada pero no curada. Según el Fondo Colombiano de Enfermedades de Alto Costo, en Colombia, al 1 de diciembre de 2018, el más reciente Día Mundial de la Lucha contra el VIH, había un número aproximados de 85 mil contagiados con este virus. Pero la cifra real de infectados puede ser un 60% superior, o sea unos 150 mil, debido a que gran parte de los infectados, como Juan, no saben que su cuerpo está enfermo y como Juan, pueden seguir propagando el virus. Aunque según la ciencia hoy en día no es mortal tener VIH, no deja de ser preocupante que uno de los mejores amigos lo padezca y que la muerte haya tocado a su puerta y tal vez, si las circunstancias de tiempo modo y lugar hubiesen sido diferentes, la mía también; porque dentro de todo lo vivido al lado de Juan, no dejo de pensar que en un par de oportunidades, cuando éramos adolescentes, tuvimos sexo con la misma mujer, claro está, en momentos distintos y claro está, cuando aún él no estaba contagiado."Nunca creí que algo así me pudiera pasar".Las relaciones sexuales de Juan y las mías tuvieron un elemento diferenciador muy importante, del cual hoy en día me enorgullezco y lamento por él. Siempre, desde que tuve conciencia del sexo casual, me he protegido con condones. Fue algo que mi primo mayor me inculcó desde muy joven y más lo hizo cuando fuimos dueños de un bar donde había la posibilidad de ‘tirar’ casi todos los fines de semana. Las palabras textuales de mi primo eran “ni por el putas, así la vieja esté muy buena, puede meterlo sin forrarse”. Así lo hice siempre y fue un hábito de vida. Infortunadamente Juan, por su lado, no hacía lo mismo. -¿Usted se cuidó en alguna de las relaciones que tuvo? -No. Bueno, sí, con algunas. La verdad muy poco. -¿Por qué? -Porque nunca creí que algo así me pudiera pasar. La verdad, por ‘marica’. Juan no recuerda con cuántas mujeres se ha acostado a lo largo de su vida. Pero me dice, con un rostro de vergüenza, que ni siquiera con cinco de ellas se protegió. Los condones le parecía muy caros y no pensaba en ellos para entregarse a los placeres carnales. “De lo que sí estoy seguro es que me contagió una de ellas. No sé quién fue. No sé cuándo. Pero fue una de las mujeres con las que estuve”. -¿Hace cuánto cree que está contagiado? -No sé. Me imagino que hace un par de años. -¿Cree saber quién lo contagió? -A ciencia cierta no sé; pero tengo mis sospechas. Juan se incomoda con las preguntas que le hago en calidad no de amigo sino de reportero. Antes de responder varias inquietudes, primero me mira con ojos inquisidores, luego respira, después mira para otro lado y responde. Recuerda que hace un par de años tuvo sexo, un par de veces, con una chica que era algo ‘alocada’ en su forma de actuar: consumía todo tipo de drogas, tenía sexo con cada hombre con el que se iba de rumba y que a veces, por su estado de alicoramiento, no era consciente si dormía en cama de un hombre o de una mujer, ya fueran conocidos o desconocidos. “Desconfío de ella, pero ya qué. Ya no hay nada qué hacer. Haya sido quien haya sido ya tengo esta mierda metida en el cuerpo y la culpa es solo mía”. -¿Sabe qué he hecho?- me pregunta y al mismo tiempo se responde -he buscado a las viejas con las que he tenido sexo desde hace unos cinco años para acá. Busco que se hagan el examen y descarten que están enfermas -No he encontrado a muchas, pero bueno, ahí voy-.