Uno de los ingredientes más sofisticados que utiliza el colombiano, Harry Sasson, es más costoso que la cocaína. Muy pocos saben que se trata del azafrán de Irán, un condimento escaso y que hay que saber utilizar porque en exceso intoxica pero en su justa medida aromatiza, da sabor y color a las comidas. Harry lo utiliza para sazonar, por ejemplo la sopa ligera de pescado que gusta mucho.
Son las 3:30 de la tarde y hay poco movimiento en la cocina. El horno alista el pan para el servicio de la noche y su calor se concentra en el pequeño bunker, que se encuentra en el segundo nivel de su restaurante principal en la bella casa que adecuó, en el barrio El Nogal de Bogotá, donde reposan libros, fotografías e ingredientes ocultos.
Repisas blancas sostienen casi un centenar de libros: el Larousse Gastronómico, enciclopedias y otras guías culinarias. Se levanta de la silla y me enseña La Repertoire de la Cuisine, la biblia de cocina clásica francesa en su idioma original, es su favorito. Abre la primera hoja firmada con su nombre y ojea con nostalgia las páginas. “Lo tengo desde los 18 años”, dice sin quitarle la mirada. Fue el primer libro de cocina que compró recomendado por su maestro del SENA, escuela en la que se formó.
La Repertoire de la Cuisine, la biblia de cocina clásica francesa, es su libro favorito.
Al graduarse del colegio Anglo Colombiano de Bogotá, empezó su carrera sin importar las burlas de la gente. En 1988 nadie pensaba en estudiar cocina, sin embargo, recibió su diploma, viajó por Asia y Europa, volvió a Colombia y abrió su primer restaurante H. Sasson, en la zona T de la capital. De este conserva una fotografía colgada a la entrada de su cuarto privado, uno de sus recuerdos más valiosos. Esta primera sede se cerró después de haber operado 16 años. “Esa foto del primer restaurante la tengo muy visible para que no se nos olvide de dónde venimos”, dice Harry, vestido con el uniforme blanco que lleva bordado en el pecho su nombre en letras negras.
Tiene una serie de carros de colección en miniatura. Los autos antiguos han sido siempre su afición. En su casa, en el barrio Rosales, guarda algunos que son herencia de su padre. Tiene dos fotografías, una en blanco y negro de su sobrina y otra de su ahijada. También guarda un regalo que le hizo Andrés Jaramillo, dueño del restaurante Andrés Carne de Res: una escultura de vidrio y metal con su cara pintada, muy al estilo de Andrés. En la repisa también hay cacerolas y ollas de hierro, aluminio y cobre. Tiene una espátula de madera y un cuchillo de queso parmesano. Harry es un coleccionista de cuchillos, son sus utensilios irremplazables. Para limpiar, cortar, porcionar, arreglar la carne, el pescado o el pollo un cuchillo es primordial.
Las repisas blancas de su casa sostienen casi un centenar de libros y carros de colección en miniatura.
A sus 42 años no olvida el sabor de la sopa de arroz de Nani Margoth, su abuela paterna. Un plato con tradiciones árabes preparado por esta mujer turca, que molía el arroz en casa. Una preparación imborrable en sus sentidos, que combinaba el dulce del tomate, el perfume del apio, el picante de las pimientas negra y dulce, acompañado de unas albóndigas pequeñas de carne y de la riqueza del arroz que espesaba la sopa.
Son muchos los sabores que han encantado el paladar de Harry Sasson, un enamorado del arroz, que no puede consumir por problemas de salud pero que recomienda a ojo cerrado, porque tiene claro que su última cena sería una paella de la arrocería Sam de Madrid. Las cocinas étnicas con tradiciones son sus preferidas. Un sancocho de pescado cocinado por una negra, con leche de coco y un buen plátano. O unos tacos donde las tortillas se hacen sobre la piedra. Sabores que recogen historias milenarias. “Esas cosas me producen pasión. Millones de años de culturas guardadas encima que consolidan el plato”.
A pesar de su recorrido por las diferentes cocinas del mundo hay un sabor que no le gusta, el de las vísceras. En su casa nunca le enseñaron a comerlas y por eso cuando creció no supo aceptarlas. Las mollejas, los riñones, el hígado o el chunchullo no hacen parte de su lista de mercado.
Luego de viajar por Asia y Europa, volvió a Colombia y abrió su primer restaurante H. Sasson, en la zona T de la capital.
La cena más especial que ha hecho ha sido para Cristina Botero, la futura madre de su hijo. Cuando apenas salía con ella, la invitó a su casa donde le preparó un steak tartare, un risoto con azafrán, langostinos y los platos complementarios que ella escogió. Su manera de dar afecto es con la comida y eso lo aprendió de su casa. A pesar de la variada carta de su restaurante, donde hay 60 platos para escoger, la preparación que más disfruta este chef son los huevos del desayuno. Desde que se funde la mantequilla hasta que le agrega la gótica de crema de leche. Es una tarea que no le delega a nadie, así como la comida veloz que prepara cuando lo coge la media noche sin comer. Guarda, por ejemplo, en su casa de Cartagena los ingredientes que lo sacan de cualquier apuro: pasta, atún, una lata de tomates, un buen aceite de olivas y un pedazo de queso parmesano.
Para Harry los ingredientes infaltables en la cocina son el aceite de olivas y la sal marina. Este aceite, oro líquido como lo llaman en España, es un ingrediente que enriquece las preparaciones. Es frutoso, picoso, acido y amargo. Tiene todas las cualidades para volver suntuoso un plato. La sal, por su lado, resalta los sabores, preserva y pone a punto las comidas, aunque es importante saberla poner en las comidas.
La cena más especial que ha hecho ha sido para la futura madre de su hijo, Cristina Botero.
Cuando salió de la zona T su propósito era reinventar el restaurante. Después de tres años de búsqueda encontró la casa apropiada, un inmueble de conservación, en el barrio El Retiro, y empezó a trabajar en la carta que resume su carrera. Toda la vida al lado de un fogón le ha dado la experiencia para ofrecer un servicio impecable y crear una colección de obras de arte, como son sus platos. Un trabajo que realiza con gusto y protegido por supersticiones personales. El equilibrio es el motor de su vida, y en puntos estratégicos de la casa se encuentran incrustados, en el piso, ojos azules que protegen su hogar de malas energías.
Después de largas jornadas entre sabores y olores, el chef se despoja de su traje de todos los días. Se acuesta y saborea su último manjar, una pastilla de chocolate semi amargo, el único que lo tranquiliza y le regala dulces sueños. Se prepara para el próximo día, en el que refinados comensales lo esperan con alguna de sus sorpresas que siempre gustan.