Arley dice nunca estar solo mientas conduce su taxi. Siempre está acompañado por Juan Daniel, un pequeño niño de dos años de edad, que constantemente lo mira desde una foto que mantiene pegada al espejo retrovisor. Un fiel recordatorio de cómo su vida cambió en el momento que decidió, en medio de la desesperación del desempleo, recorrer las calles de Bogotá en este carro amarillo.
Cuesta ver a un conductor tan contento a pesar de ser las cinco de la tarde, una de las horas con más tráfico en la ciudad. Pero él no se estresa por el trancón. Antes aprovecha estas tensas horas para mostrar a sus clientes, con ojos llenos de orgullo y una sonrisa radiante, las fotos que tiene guardadas en su celular de Juan Daniel, un pequeño niño que llegó a su vida en el momento menos pensado:
"Ese pela'o es una bendición. Si lo viera, es todo bello el culicagado", comenta mirando por el retrovisor. "¿Su hijo?", le pregunto, a lo que contesta: "No, que va. Es mi ahijado", dice, y como es común en el gremio, se dispone a contar su historia.
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Sucedió hace un par de años. Apenas llevaba una semana conduciendo taxi, herencia de su fallecido padre. Ya le había imprimido su propio toque: un manubrio deportivo, grandes parlantes en la parte trasera y luces azules por dentro y fuera. Siempre se negó a llevar una vida de taxista. Él quería estudiar, ser ingeniero, abogado o cualquier otra cosa.
Pero con 21 años su vida cambió con la muerte de su papá, viéndose obligado a no entrar a estudiar porque solo heredó el taxi y deudas. Sin ánimos y pensando en que sería solo una corta etapa. Con una mezcla de frustración, depresión y desespero salió esa tarde a conseguir lo del día. Al terminar una carrera, una mujer mayor se le atravesó, y con angustia le gritó:
- ¡Señor, lleve a mi hija al hospital urgente!
Arley apenas reaccionó cuando vio a esta mujer entrando al carro junto con su hija, una joven de unos 25 años, embarazada.
- ¡Muévaese que acabo de romper fuente! - le dijo la joven.
Él, con manos sudorosas, y cara de desconcierto inició el recorrido hacia la Clínica Colombia. "Estaba asustado. Imagínese, ni una semana manejando y me sale esto a las seis de la tarde. Y estaba siempre lejos de allá, en hora pico. Yo sudaba manejando. Casi me estrello dos o tres veces".
Pero la naturaleza no espera, y el pequeño empezó a asomarse mientras estaban en camino. El rostro de dolor de la madre era indescriptible. Arley nervioso sudaba y le temblaba la voz. De un momento a otro notó un pequeño ruido: la joven de manera involuntaria empezó a pujar. Sin pensarlo dos veces se orilló al andén, estacionó y fue a la puerta trasera para auxiliar el parto.
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"Eso fue un despelote. La viejita se acomodó para recibir al bebé pero se desmayó. Me tocó dejarla en la silla de adelante. Le di la mano, abrió las piernas y como pude le ayudé a tener el niño. El carro quedó vuelto nada, lleno de sangre y todo. Pero no me importó. Quedé sorprendido. No sé qué me pasó pero me puse a llorar cuando lo tuve en mis brazos y se lo pasé a la mamá".
Finalmente los llevó al hospital y se quedó unas horas hasta que el papá del niño llegó. No les cobró la carrera, se despidió y salió de la sala en la que descansaba la joven. Pero antes de irse, la familia, agradecida, le pidió su número telefónico.
"Eso fue raro al principio. Después me llamaban y me invitaban a almorzar y cosas así. A mí el pela'o me enamoró. Me la pasaba jugando con él y hasta le comencé a comprar cositas. Pero mi alegría fue cuando me dijeron que fuera el padrino. Obviamente dije que sí. Lo bautizamos y todo. Todavía voy a visitarlo cada 15 días, o si tengo una carrera cerca a la casa le llevo alguito. También lo llamo en las noches. No sé que pasó pero desde ese día manejo mi taxi feliz".
