Anita tenía 10 años el día que casi se acaba el mundo. Así lo dice: “casi se acaba el mundo”. No se refiere, en realidad, a ningún tipo de apocalipsis. Habla del Bogotazo, porque su mundo era Bogotá. “La gente corría por todo lado, como loca, cargando machetes, gritando ‘¡nos mataron a Gaitan! Yo no sabía quién era ese señor, pero mi papá hablaba de él todo el día. Decía que iba a cambiar el país. Recuerdo que lo vi llorar mucho por eso”, dijo.
Cuando caía la noche, aquel 9 de abril fatídico, Anita vio llegar a su papá, ebrio “hasta los tuétanos”. Él entró a la casa, tambaleándose, pero con determinación, y buscó una larga varilla de hierro que tenía debajo de la cama. Antes de volver a salir le dijo a la madre de Anita que ya venía. Nunca más lo volvieron a ver. Anita está segura que lo mataron, y que ahora descansa con otros tantos, en una de esas tumbas anónimas que hay en el Cementerio Central.
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Durante dos días, Anita, su hermano menor, su madre, su abuela y una tía, estuvieron encerradas en su casa, que queda –porque aún sigue allá, vieja y “vuelta mierda”–, en el barrio Las Cruces. Todos los ‘hombres’ de la casa salieron a hacerse matar por el Partido Liberal. Sólo volvió uno, el padre de Anita, que se murió de viejo 50 años después. Las mujeres sobrevivieron a punta de aguapanela, caldo de papas, arroz y lentejas. “Fueron momentos muy duros”, explicó Anita.
Dos días después, de la mano de su madre, Anita salió a buscar en su papá. A pesar de sus 79 años, ella recuerda con una claridad asombrosa todo lo que vio: altas columnas de humo negro que se alzaban por toda la ciudad; los locales comerciales, saqueados y quemados; los tranvías reducidos a cenizas; los grandes contingentes de militares; el olor a humo y a podrido. Y las volquetas llenas de gente muerta.
Un poco de historia
Bogotá cambió con el Bogotazo. Antes de abril 1948, no era la desmesurada y superpoblada ciudad que hoy acoge a más de 8 millones de almas y que tiene 1770 kilómetros cuadrados.
En 1910 se parecía más a un pueblito colonial europeo, tranquilo y pequeño. En sentido sur-norte empezaba en el ‘Panóptico’, edificio que hoy es el Museo Nacional y terminaba en la calle 1, donde siempre ha estado el barrio ‘Las cruces’. Oriente-occidente, el límite era la plaza España, y al otro extremo, los imponentes cerros orientales.
"¡Nos mataron a Gaitan! Yo no sabía quién era ese señor, pero mi papá hablaba de él todo el día".Las costumbres eran las propias de una comunidad pequeña y tradicional. Quizás, como con casi toda la historia de Colombia, la guerra marcó los hábitos de los capitalinos de esos días. Antonio Gómez Restrepo, historiador, en 1938 escribió esto sobre la vida en la capital: “El país retrocedió cien años y Bogotá pareció volver al atraso colonial. En vez de grupos alegres de paseantes, las calles vieron el ir y venir de veteranos y reclutas con su obligado acompañamiento de vivanderas. En lugar de serenatas, se oyeron las voces de ¡alto! de las patrullas. La luz eléctrica de arco, que bien que mal había alumbrado la ciudad (o parte de ella) durante diez años, se extinguió por falta de elementos y reinó oscuridad completa, propicia a los desórdenes y engendradora de temerosas leyendas. La comunicación con el exterior se hizo de día en día más dificultosa; los combates se sucedían sin intermisión; las fronteras fueron campos de batalla con enemigos exteriores; y pareció llegado el momento de escribir: finis Colombiae”. [single-related post_id="648145"] En algún sentido, la guerra también hizo que la industria se trasladara a las grandes ciudades. Eso fue el motor que movió la expansión de la ciudad. Una de las primeras fábricas que se estableció fue la de la cervecería Bavaria. Leo Kopp, entonces dueño de la compañía, también fundó uno de los primeros barrios obreros: La perseverancia. La movilidad aún era un poco incipiente, pero la ciudad tuvo que cambiar el trazado de sus calles, antes colonial y estrecho, por uno que permitiera la circulación del Tranvía. Y fue así como el tranvía se convirtió en el eje sobre el que giraba la vida de los capitalinos. “Las tardes de los domingos, cuando cerraban la sala de música, mi diversión más fructífera era viajar en los tranvías de vidrios azules, que por cinco centavos giraban sin cesar desde la plaza de Bolívar hasta la avenida Chile, y pasar en ellos aquellas tardes de adolescencia que parecían arrastrar una cola interminable de otros muchos domingos perdidos”, escribió García Márquez en sus memorias. Luego del Bogotazo, Liberales y Conservadores, que ya tenían el hábito de matarse por causas políticas desde antes, se enfrascaron en una violencia terrible que tiñó los campos y los ríos de Colombia de sangre. Ante ese panorama, se dio una de las más importantes olas migratorias del país: millones de personas dejaron el campo y se fueron para las grandes ciudades. Bogotá, empezó así, su monstruosa y descontrolada expansión urbana. Ya en 1952, en la capital vivía el 7% de los colombianos: más de 800 mil personas. Entonces se hizo necesario un “plan piloto” para planificar el crecimiento de la ciudad. Le Corbusier, Paul Lester y Joseph Lluis Sert, en el gobierno del General Rojas Pinilla, aportaron al diseño de ese plan, que fue la base para la construcción del Centro Nariño y el Centro Administrativo Nacional. Por otro lado, la violencia que se gestó por la muerte de Gaitan, llevó a las familias ricas de la ciudad, antes ubicadas en el centro, a migrar hacia el norte. En 1951 la constructora Ospinas empezó la construcción del barrio el Chico. En el sentido sur, la gente que iba llegando formaba sus barrios, cuyo límite ya iba más allá de la avenida primero de mayo. En 1953 por un decreto del presidente Rojas Pinilla, se anexionaron a la ciudad los municipios de Bosa, Engativá, Fontibón, Bosa, Usme y Usaquén. La ciudad seguía su crecimiento. En los 60, con la plata que habían dado los Estados Unidos para la Alianza para el progreso, se construyó lo que hoy es Ciudad Kennedy, nombre dado en honor al emblemático presidente gringo que dio los recursos. Desde entonces, y por la informalidad de la vivienda, y por la migración de las regiones, que por la violencia era constante, Bogotá empezó a crecer, sobretodo en el sur, hacía los cerros y municipios vecinos. Y es un proceso que, desde esos días, no ha parado. Bogotá sigue creciendo. Un buen ‘busetero’ Don Juan manejó bus, en Bogotá, por más de 35 años. Su carro era un Dodge modelo 1970. Nadie que lleve más de 10 años en la ciudad olvidará esas máquinas, que podrían, de acuerdo al caso, alcanzar una velocidad de autódromo, que se llenaban de gente, y que, coloquialmente llamaban ‘Cebolleros’. Don Juan pasó casi que la mitad de su vida al frente de una de esas cosas, hasta que, a finales de la primera década de este siglo, tuvo que dejarlo porque la artritis ya no le permitió seguir. Dice que siempre fue un buen chófer, porque “sabía que lo que llevaba era gente y no marranos”. Aunque si hubiera transportado marranos, también lo habría hecho bien. O vacas, o pollos. Lo que sea. Para él, un “buen chófer” era, básicamente, alguien que no violaba “tanto” las normas de tránsito; que no aceleraba por la 68 a más de 100; que no le lanzaba “miradas indebidas” a las señoritas; que lavaba el bus una vez a la semana; que se detenía en los paraderos; y que jamás, jamás manejó pasado de copas. O bueno, no precisamente “jamás, jamás”: sólo una vez, y porque no tuvo más opción. De los nervios de que lo “cogieran los chupas”, o que se matara él o alguien más, aprendió y no volvió a subirse a su Dodge 1970 con tragos. Por los ojos de don Juan pasó todo el crecimiento de Bogotá. Dice que recuerda, cuando aún era un niño, que la Autopista norte y la Avenida de las Américas estaban sobretodo, rodeadas de potreros. La expansión de esas zonas empezó a mediados de los años 60 con el dinero que el emblemático presidente Kennedy le regaló a este país para que no se volviera comunista. [single-related post_id="661343"] Su memoria, por los años, es más lenta. Además según él, también es “un poco mañosa porque a veces hace lo que se le da la gana”. Quisiera recordar cada uno de los viajes que hizo, pero es imposible. Sin embargo, sí tiene claro que cada Bogotano le debe a los conductores como Don Juan, el agradecimiento por haberlos llevado y traído, por tanto tiempo, sin importar el tráfico, el estado de las calles o el clima. “Es que a nosotros nadie nos reconoce que también hacemos parte de la historia de la ciudad”. Ni Anita se llama Anita, ni Don Juan se llama don Juan. Ambos tienen en común que pasan las horas de su vejez en un acilo. Ella ha pedido que se cambie su nombre porque si sus hijos se enteran que anda hablando de lo que le han dicho que no hable, se meterá en problemas. Él, porque le da mucha pena salir en la prensa. En todo caso, sea cual sea su nombre, ambos y otros tantos más, hacen parte de esa historia de la ciudad que casi no está en los libros, porque vive en la memoria de la gente que ha visto cambiar la ciudad. https://www.youtube.com/watch?v=LzBO_e7mXRA