Maryluz Vallejo, la periodista que más conoce la historia del periodismo en Colombia, y el cronista y escritor Daniel Samper Pizano, buscaron notas breves de grandes cronistas colombianos en la prens
Maryluz Vallejo, la periodista que más conoce la historia del periodismo en Colombia, y el cronista y escritor Daniel Samper Pizano, buscaron notas breves de grandes cronistas colombianos en la prensa nacional. Este es un extracto de las pequeñas obras de Luis Tejada, que están en el nuevo libro de editorial Aguilar Antología de notas ligeras colombianas.
LUIS TEJADA
LOS OJOS
Dice un diario: «En la calle 15, vive la señora Carmen
Dueñas, quien tiene en su casa varias aves de corral. Ayer le fue
preciso salir a la calle, y dejó sola en el rancho a su pequeñuela
de cortos meses de edad. Cuando regresó encontró a su hija
con las cuencas vacías. Una gallina le había sacado los ojos».
Me ha impresionado la relación de ese pequeño
suceso, no solo por su sencillez trágica, sino por una sorprendente
novedad que hay en él. Y es que se agita en derredor
nuestro toda una multitud de animales familiares, benévolos,
mansos, apacibles, que han merecido siempre nuestra confianza
y en quienes extrañaríamos grandemente ciertos desmanes
imprevistos: la vaca, el buey, el borrico, el perro, el gato, las gallinas,
las palomas…
¿Qué sentiríais, por ejemplo, el día que, al entrar a casa,
encontrarais a la buena vaca comiéndose tranquilamente por
los pies a un chiquillo de siete meses? Primero, sorpresa; después
todo lo que queráis. Dicen que un filósofo griego tuvo la
simpleza de morirse de risa una mañana que, en determinadas
circunstancias, vio repentinamente a un borrico comiendo higos,
con toda la naturalidad de una persona grande.
Y es que, a veces, las personas, los animales y las cosas
asumen actitudes inesperadas y los sucesos toman insospechadas
proyecciones, que sorprenden, que desconciertan.
En el caso concreto de la calle 15, esa gallina, según mi
humilde parecer, ha hecho traición a sus procederes usuales…
También es verdad que los hombres, con demasiada frecuencia,
hacen traición a su modo de ser acostumbrado: hay gentes
inofensivas, sensibles, que, en ocasiones, se sienten acometidas
por furibundos arranques de agresividad, y muchos
criminales empedernidos experimentan de repente súbitos
raptos de ternura. Misterios, extraños fenómenos del ser, que
obedecen a múltiples causas, atávicas unas, desconocidas otras.
Quien quiera ver estas cosas más detenida y bellamente expresadas,
puede acudir a «Motivos de Proteo», José E. Rodó, página
no se de cuántos, edición no recuerdo cuál.
Yo, entre tanto, vuelvo al suceso de la calle 15, para decir
que, si me nombraran defensor de esta causa, basaría mi alegato
en el argumento insospechable de que esa gallina criminal
ha sufrido un engaño deplorable, ha visto mal y ha querido
comerse algo que ella no barruntaba fueran los ojos de una
pobre e indefensa criatura.
Veamos: entre los animales superiores e inferiores, las
aves tienen sin duda el sentido de la vista más desarrollado, más
potente. El águila, por ejemplo, percibe, a una altura inconmensurable,
que cierta serpiente apetecible se mueve en el valle.
He dicho se mueve, porque este detalle me importa y creo que
a ustedes también.
Una gallina picotea en el suelo, apresando, con exactitud
matemática, cosillas invisibles. A pesar de todo, no creo que,
un pájaro cualquiera, distinga, a simple vista, cuándo un objeto
es de piedra o es de madera, porque, según mi discutible opinión,
no conoce la sustancia íntima de las cosas, sino que las
distingue por los contornos o por los movimientos. Un cuervo
digamos, que viera caminar hacia él un maniquí movido por
ocultos resortes, huiría como cuando se aproxima una persona;
los pájaros de las huertas también temen a los muñecos
de trapo, y esto quiere decir que no diferencian un monigote
grotesco de una persona más o menos decente y que solo atienden
a contornos conocidos o a movimientos definibles.
Para las gallinas un pedacito de trapo arrugado y un
escarabajo muerto, son cosas perfectamente similares. Por eso
ingieren con la misma tranquilidad y se echan a la molleja las
cosas más diversas y extraordinarias; piedrecitas, insectos, anillos,
granos, semillas, tierra, etc. De esta falta de discernimiento
y también de que las gallinas son habitualmente gentes ingenuas,
francas y engañables, nacen equivocaciones graciosísimas;
cierta gallina ve, por ejemplo, un papelito diminuto que vuela
a ras de tierra arrastrado por el viento; pues es seguro que nuestra
heroína lo confunde tal vez con un insecto y corre detrás
de él, lo atrapa y se lo embucha con tanta frescura… Y es que
a estos apetitosos animalejos les sugestiona, sobre todo, lo
que palpita y tiene vida o aparenta tenerla. Por eso creo yo que,
en el cuartucho de la calle 15, la gallina del suceso percibió,
de improviso, en la penumbra, algo que se agitaba, algo inquieto
y vivido, como un parpadear de alas, y arrastrada por el instinto
de caza, corrió gorgoreando, esponjando las plumas y
picoteó. ¡Eran los ojos, unos ojos!
Porque los ojos, nuestros ojos, son como unas banderas
tremolantes que llaman al enemigo.
LOS CAJEROS
Todos los cajeros creen más o menos que el dinero que
guardan es suyo, y lo administran con una especie de cariño
celoso y protector que casi no tendría el verdadero dueño: lo
economizan con rigidez, lo miman, lo cuentan y lo recuentan
y cuando han de verificar forzosamente algún pago, lo hacen
lentamente, con cierta mala gana y con cierta tristeza, viendo
alejarse ese dinero ajeno, como si realmente fuera de ellos, como
si lo hubieran adquirido con el sudor de sus frentes.
Los cajeros, en general, no tienen ninguna participación
directa en las entidades a las cuales sirven; son casi siempre
unos muchachos modestos y formales, o unos viejos severos y
pobres, que los patrones estiman mucho, pero que nunca remuneran
lo suficientemente bien; sin embargo nadie, como ellos,
está tan íntimamente unido a la vida fluctuante de los negocios,
nadie goza o sufre tanto con las alternativas lógicas de ruina o
de fortuna porque suelen pasar aún las empresas más fuertes;
parece que entre el corazón del cajero y el mecanismo enigmático
de la caja existiera un secreto hilo de fraternidad vigilante
—casi diría que de verdadero amor— porque todo lo que ocurre
a la una, feliz o infeliz, repercute en el otro, con intensidad
sentimental que conmueve; cuando la caja anochece repleta, el
buen cajero se siente alegre y satisfecho, aun cuando, realmente,
la cosa no le debería importar un comino; en cambio, si está
vacía, se le ve confuso y de mal humor, como si sobre él recayera
toda la responsabilidad de los pagos que probablemente no
se puedan hacer. La caja viene a ser para el cajero una especie
de prolongación viva y sensitiva, que le duele o hace cosquillas
como un dedo.
A veces la profesión tiene un aspecto torturante y trágico:
es en los cajeros de los grandes bancos, o de las altas oficinas
de tesorería, pobres diablos que sienten pasar entre sus
manos los millones; buenos padres de familia quizá, o severos
jóvenes llenos de interiores ilusiones, suelen emplear las horas
acumulando sobre los mostradores, con aquella rara solemnidad
profesional, los montones ingentes de monedas de oro, o
las filas de billetes oscuros, susceptible todo ello de transformarse
en amor, en lujo, en dulce ocio, en viajes ignotos, en suntuosas
fiestas, en múltiples y desconocidas felicidades.
Pero los sencillos cajeros permanecerán siempre uncidos
a sus mostradores: los codos se les gastarán un poco ahí y
los semblantes palidecerán en los sombríos salones; al fin un
día morirán oscuramente dejando tras de sí la fama envidiable
de su honradez. Quizá esos mártires silenciosos no llegaron
a pensar jamás con bastante precisión en las posibilidades
maravillosas de bienestar y de felicidad, que se escondían en
los pequeños cajones de sus arcas; tal vez para ellos, de tanto
trajinar entre riquezas ajenas, sin poder experimentar nunca
su valor práctico, los billetes muníficos y las áureas monedas
aparecerían como dinero de mentirijillas, como cuando los niños
juegan a las compras con hojas de naranjo, dándoles un valor
fantástico por un momento, pero convencidos íntimamente
de que con las tales hojas no les venderán ni un confite en
la tienda de la esquina.
LA POBREZA
En estos críticos momentos que atravesamos, no sería
inconveniente hacer algunas menudas observaciones acerca de
la pobreza como método necesario de vida. Los que tenemos la
fortuna, inestimable hoy más que nunca, de no ser banqueros,
ni cafeteros, ni empresarios, ni comerciantes, ni propietarios,
y no tenemos por lo tanto nada que perder ni que ganar en este
río revuelto, podemos apreciar ahora desde un buen punto de
vista práctico, las grandes ventajas de la pobreza y sus excelencias
como elemento decisivo para la tranquilidad personal y la
felicidad general en el mundo.
No voy a recomendar la pobreza como una virtud más
o menos indispensable para alcanzar el cielo, tampoco voy a
predicar a los millonarios que repartan cuanto antes sus riquezas
ni a decir a las gentes que dividan su capa con el prójimo
y se metan a vivir como Diógenes debajo de un tonel vacío. Soy
enemigo convencido de esa clase de aparatosos heroísmos sentimentales;
los movimientos demasiado caritativos me infunden
cierta desconfianza y el altruismo sistemático me parece
una de las peores manías. Simplemente quiero insinuar que la
pobreza decente, holgada y sencilla es en este siglo, profundamente
igualitario y violento, una base de seguridad personal
y una garantía de paz y de estabilidad. Hay más: creo que la pobreza
es un magnífico negocio, quizá el único magnífico negocio
que se pueda hacer hoy con seguros resultados prácticos
para el porvenir. Es evidente que el mundo económico se ha
transformado de raíz y seguirá transformándose más; los que
tienen algo que perder, sin duda lo perderán hoy o mañana, o
al menos, sufrirán las zozobras de la situación y el espanto del
peligro inmediato; en cambio, a los que no tienen nada que perder,
lo peor que les puede pasar será continuar como están,
aunque es más probable que ganen algo, pues siempre sucede
que cuando unos se arruinan, otros mejoran proporcionalmente.
Pero hay una cosa todavía más grave, y es el trastorno social
que hay en el mundo: la revolución, el advenimiento de los desarrapados
y de los pequeños. La demasiada riqueza se ha convertido
en un peligro para el que la posee; como el hereje en
otras épocas, el millonario se ha hecho hoy un poco sospechoso:
no vale la pena, pues, acumular durante laboriosos años de
trabajo un tesoro, para que cualquier día lleguen las gentes
feroces y no solo lo despojen a uno, sino que hasta lo ahorquen
de un árbol de la plaza mayor. En este caso, que ha sucedido
con frecuencia y que sin duda seguirá sucediendo, los pobres,
es claro, no correrán ningún riesgo; al contrario, se harán a méritos
entre los probables vencedores.
Pero lo más excelente de la pobreza, hoy, es que se ha
convertido al fin en una cualidad rara y difícil, solamente apreciada
por los hombres de verdadero gusto. Cualquiera puede
ser rico: le basta economizar y trabajar, cualidades negativas y
puramente mecánicas, las posibilidades de trabajo se han multiplicado
y la nada envidiable virtud de la economía se ha hecho
general: cualquier muchacho formal se consigue una fortuna
cuando menos lo piensa. En cambio, la pobreza se ha vuelto
casi imposible; se necesita, además de una considerable cantidad
de talento, cierta energía firme para ser pobre, para no entregarse
con loca ansiedad a los negocios fáciles y demasiado
productivos. Antes, un hombre de buen gusto podía ser rico
sin escrúpulos estéticos; los placeres de la riqueza no se habían
popularizado tanto, no se habían hecho tan comunes y tan
accesibles a todos. Hoy la invasión formidable y tenaz de los
«nuevos ricos», con sus ostentaciones estrepitosas, ha hecho
que las más exquisitas comodidades se vuelvan detestables y
vulgares. ¿Quién podrá llevar ya joyas preciosas en las manos,
en la corbata, en la cadena del reloj, si todos los fabricantes de
conservas las llevan en radiante abundancia? ¿Quién podrá
guiar su automóvil, si el negociante en novillos y el político
barrigón y el prendero de la esquina, llevan los suyos de mil
colores y nos los meten a cada paso por las narices? El champaña,
la seda, el frac, los diamantes, los palacios suntuosos, los
finos muebles, todo se ha prostituido hasta un grado ínfimo y
no merece la pena esforzarse un poco para disfrutarlo. El hombre
verdaderamente aristocrático del porvenir buscará los
placeres modestos y vivirá inadvertido dentro de una pobreza
digna y voluntaria: llevará las manos desnudas, vestirá sencillamente,
andará a pie por las calles y los paseos, odiará el sombrero
de copa, prenda de aurigas, y el champaña, bebida de filipichines:
no tendrá preocupaciones sociales, porque la sociedad
se hará aún más fatua y vulgar, y detestará las mansiones modernas de fachadas pretenciosas y demasiado impersonales,
para habitar la clásica casita española de amplio patio sombreado
y dulces tejas rojas. La pobreza así será el método ideal de
vida, y sólo cuando los ricos se resuelvan a ser pobres por imitación
o por envidia, entonces empezaremos nosotros a ser ricos
de nuevo, para sostener el contraste.
EL ELOGIO DEL ZAPATO
Una de las pocas diversiones delicadas que puede proporcionarse
el ciudadano de esta metrópoli triste, es la de recorrer
por las noches las calles centrales viendo los escaparates
de los almacenes de lujo; hay algo alucinante y delicioso en la
contemplación de todas esas cosas luminosas, ricas y puras, que
aparecen detrás de las vitrinas ofreciéndose al viandante; aun
el alma más seria y adusta de varón se vuelve un poco femenina
ante una camisa de seda o ante uno de esos frágiles bibelotes
de escritorio, el pisapapel fantástico o la decorada pantalla.
Pero, a todos los escaparates, yo prefiero los de los almacenes
de zapatos. El zapato, sobre todo el zapato bien hecho
de mujer, es un adminículo singularmente espiritual, lleno
de no sé qué gracia alada, de no sé qué armoniosa ligereza, se
advierte en él ya la potencia del ritmo, la virtud del movimiento
posible.
Es indudable que el zapato perfecciona el pie; el pie
desnudo es torpe y feo; el zapato lo agiliza y lo embellece; porque
no es el pie el que conduce al zapato, sino el zapato el que
rige y entona los movimientos del pie y le da pureza de línea
y aristocrática compostura.
Un tipo de hombre perfecto, fuerte y delicado, bello y
sencillo, solo viene a dar en el mundo por la selección oscura
y constante de razas milenarias; el zapato perfecto es también
una flor de selección, el resultado último de una larga y laboriosa
revolución industrial en que se ha ido acumulando la experiencia consecutiva de innumerables obreros; y en virtud de
esa evolución progresiva, el zapato ha llegado a constituir lo que
es hoy: esa entidad sutil, pura y armoniosa, llena de inteligencia
y de agilidad.
Por eso en los pueblos nuevos, que no poseen aún aristocracias
de ninguna clase, es imposible que se construyan zapatos
aceptables; hasta dentro de doscientos años, más o menos,
no lograremos producir nosotros un zapato perfecto.
Y no es una de nuestras menores desdichas, esa de que
lo más bello y lo más emocionante que podamos ver en nuestras
ciudades, unos piececillos criollos bien calzados, se lo debamos
al extranjero, como el arte y como las ideas.