Una mujer, una campesina, una líder de la Asociación de Mujeres del Magdalena, se paró en frente de un auditorio de 300 personas. Sin timidez. Tenía en las manos un escrito que había preparado para ese día. Lo leyó con la voz quebrada mientras las lágrimas le resbalaban y se escondían en su blusa. Su testimonio inauguró la Semana por la Memoria y ayudó moldear el informe: “Mujeres que hacen historia. Tierra, Cuerpo y Política en el Caribe Colombiano”. Esto fue lo que contó.
“En el Magdalena a las madres las obligaban a buscar los cuerpos de sus hijos por días, los cadáveres que los paramilitares mataban y botaban lejos. A otras les ordenaban no darles sepultura. A las celosas les exigían barrer las calles a pleno sol. A las que eran habladoras las amarraban a un palo todo el día. A las que usaban faldas cortas les rapaban el pelo o les marcaban la piel. A las que acusaban de infidelidad las mataban. A las que señalaban de ser colaboradoras de la guerrilla las torturaban y las violaban, como trofeos de guerra. A las campesinas las mandaban a lavar la ropa y las botas ensangrentadas y les decían que tenían que cocinarles. ¿Quién les decía que no?
En Orihueca, por ejemplo, a las mujeres de los obreros y campesinos las secuestraban todas las noches y las llevaban a pernoctar con los paramilitares. Las montaban en las camionetas y luego se las repartían como quien reparte vacas. Y cuando no se movían o no se dejaban acariciar, por el asco que les producía, las torturaban con puñales, les laceraban el cuerpo. Las violaban en público y en plena calle del pueblo.
Está el caso de la mujer de Piñuela, a quien el asesino de su esposo la forzó a convivir con él en su propia casa. La forzó a cobrar la pensión de su esposo asesinado para gastarse la plata en parranda. Tuvo que parir el hijo de su victimario y fue presionada a ir con él al campamento en donde cometían crímenes. Un día, en medio del miedo, escapó como pudo y lo denunció.
También acosaban sexualmente a todas las niñas de los pueblos. En las escuelas, los chicos no se atrevían a enamorarlas porque ya tenían dueños. Como Silvia, que apenas con 13 años estaba destinada a ser mujer de varios paramilitares y no se les permitía a los chicos mirarla. Si lo hacían firmaban su sentencia de muerte.
No puedo olvidar −no borraré de mi memoria− a una niña de 12 años que fue llevada a empujones, llorando por el camino a pie que va a la finca La Guachatela, en la Sierra, en donde su padre negoció su castidad con el patrón, el mismo que compraba la virginidad de las niñas menores de 14 años en 5 millones de pesos. Cuando llegó la encerraron durante 15 días. A las afueras estaba rodeada por hombres armados. Daba gritos cuando el patrón se acercaba a besarla, cuando la tocaba con sus manos asesinas. Hoy cuenta con dolor que era un viejo de 60 años, y que a pesar del tiempo ella sigue sintiendo asco de su cuerpo, y no ha podido olvidar.
No es fácil contar estas historias. Las mujeres que se atrevieron a relatarlas son las valientes que vencieron el dolor y la vergüenza. Han resistido y siguen resistiendo porque en el Magdalena muchos actores armados siguen en el territorio. Son ellas quienes reclaman respeto, las que no quieren más violencia feudal, ni más patrones o caciques que prostituyan a las niñas. Las que quieren sentirse bellas y dignas, capaces de inventar, de conocer, de soñar con que el amor existe”.