A casi tres horas de Bogotá, saliendo por el sur y pasando por Fusagasugá y Silvania, el pueblo de San Bernardo parece estar escondido entre niebla y montañas, cuidando un tesoro muy particular: un cementerio y un museo lleno de momias.
La gran mayoría del camino es casi una trocha, y en muchas partes ya no hay carretera, sus bordes se han caído al vacío, lo que la ha adelgazado y por lo que ahora solo hay espacio para un vehículo. Además están arreglando algunos tramos de la carretera, lo que genera trancones de hasta veinte minutos. El camino de subida es como siguiendo el hilo de un ovillo que enredó un gato. A pocos minutos de San Bernardo nos acercamos a un peatón vestido de negro que camina muy despacio en la mitad de la carretera sin permitirnos el paso. El conductor toca la bocina para que se corra, y cuando el personaje se voltea nos muestra una cara muy blanca, blanquísima. Ojos negros muy chiquitos, una nariz larga que toca el labio superior y una quijada generosa que se extiende hacia arriba, casi tocando la punta de la nariz. No podemos definir si es hombre o mujer. Se han despertado las momias, el conductor ya no está de tan buen humor y le preocupa no poder conciliar el sueño por la noche.
Llegamos a la iglesia, en la plaza del pueblo, a buscar al Padre con quien tenemos una cita. El hombre acaba de irse para Fusagasugá, nos ha dejado metidos pero no sin recursos. Funcionarias de la iglesia nos indican dónde queda el cementerio y nos dicen que preguntemos por doña Dora, quien tiene las llaves.
Este es el cadáver momificado de la señora Margarita de Prieto, a quien sus hijos recuerdan porque en su casa siempre había arepa y café para todos.
Doña Dora trabaja con el Padre hace ya cinco meses. Está encargada del aseo del lugar, es quien abre y cierra las puertas del cementerio y además atiende el museo del lugar. Trapea y limpia, se apoya sobre las urnas de vidrio que encierran las momias mientras conversa, pero jamás las toca. No les tiene miedo, a Dora le dan más miedo los vivos, los muertos la acompañan. De hecho, en San Bernardo nadie les teme. Es un fenómeno que ya es parte de su cultura, no les extraña y definitivamente ya no los descresta.
A finales de la década de los años 50 debieron trasladar los muertos del antiguo cementerio, cuando este fue arrasado por una corriente de agua. Un vecino donó un terreno y allí se construyó el actual cementerio, a donde fueron llevados los cuerpos. Andrés Bejarano, que en ese entonces hacía las veces de sacristán y sepulturero, recuerda los primeros cadáveres que debieron exhumar y salieron de sus tumbas convertidos en momias. Con el paso de los años nada ha cambiado. Durante los cinco meses que Doña Dora ha trabajado en el cementerio han salido otras quince momias, casi no hay semana en que no aparezca un cadáver momificado.
Cinco momias de niños y bebés descansan hacinadas en una sola urna. El hueco en la parte superior del cráneo indica que murieron cuando tenían menos de un año.
La puerta de metal a la entrada del cementerio está a lo alto de una loma, y cuando se entra al lugar se deben bajar varios escalones hasta las fosas comunes. Más atrás hay un mausoleo y, encima de éste, está el museo donde se exhiben los cadáveres momificados. Las momias adultas están expuestas en urnas de vidrio en el primer piso, y en el segundo, están los niños y los bebes. En una urna hay cinco criaturas, algunos aún tienen la parte superior del cráneo abierta, lo que indica que murieron con menos de un año. Dora asegura que los bebés respiran por ese hueco, y por lo tanto no se debe tocar porque pueden morir.
Al lado de esta urna hay otra donde descansa el esqueleto de una mujer, y encima acostaron la momia de una niña chiquita a quién se le deshizo el cráneo pero sobrevivió la cara, la que le acomodaron encima del pecho, y que le da una apariencia siniestra. “Mucha gente no entiende que es una niñita y preguntan si es un miquito. A mí me da mucha pena, no entiendo como no le armaron el cráneo con un icopor, o algo, en lugar de poner la cara ahí encima. Cuando venga el antropólogo le voy a pedir que la acomode bien bonita”, comenta Dora.
Además de las momias, impresiona que la ropa con que fueron enterradas también se conserve en perfecto estado. Lo más escalofriante es el pelo largo en algunas de las mujeres y las uñas, como garras, de los hombres.
Al fondo se ve el mausoleo del cementerio, debajo del cuál queda la bóveda donde guardan las momias que aún no se exhiben o vuelven a ser enterradas.
Luego de que un cuerpo es enterrado, deberán pasar diez años antes de ser exhumado. Cuando los cadáveres salen momificados, se debe esperar el permiso de la familia para cortar los cuerpos con el fin de reducirles el tamaño y luego volverlos a enterrar. Si la familia no accede a ello, está la opción de que sean exhibidas en el museo, en cuyo caso, el cementerio corre con todos los gastos. Si la familia lo autoriza, el sepulturero corta las momias con un machete, una segueta o un serrucho, puesto que los cuerpos salen durísimos, como una resma de papel. Pero mientras la familia se decide, las momias en buen estado son apiladas, de pie, sobre las cuatro paredes de una bodega debajo de la tierra. A aquellas momias en pésimo estado las meten en bolsas de plástico y las dejan en el piso, unas encima de las otras. A esta bodega solo puede entrar el sepulturero. A Dora ni siquiera le dan llaves del recinto.
En la actualidad, se puede ver el interior de la bodega a través de dos ventanitas al nivel del piso, sin vidrio. Así pues, se puede respirar el olor inmundo de las momias. En mayo comienza la construcción de unos cuartos que volverán todo el proceso mucho más higiénico y menos siniestro, lejos de los ojos de los chismosos y los curiosos. El Padre advierte a las familias que es un espectáculo grotesco e intenta que solo un integrante esté presente. Pero la gente se amontona como en el circo, con los ojos bien abiertos, y cruzando los dedos para que el pariente se haya convertido en momia y así, durante muchos años más, poderlo ver. Para muchos habitantes del pueblo esto es un lujo que pocos se pueden dar. La idea de estar momificados y exhibidos los emociona porque esto quiere decir que nadie se olvidara de ellos.
Estos son los cadáveres momificados de seis habitantes de San Bernardo que descansan en el museo de las momias cuya entrada cuesta 2000 pesos.
Dora también cuenta que Alfredo vendió muchas de las momias que hoy están desaparecidas, a tan solo 20 dólares. El hombre iba al cementerio a la media noche y sacaba las momias al hombro, las pasaba por encima del alambrado por detrás del cementerio, donde lo esperaban los compradores parqueados en el camino que por ahí pasa. Un ejemplo, es el de una momia de una mujer embarazada, a quien se le desapareció el bebé del vientre. Esto confirma la teoría que el Padre tiene: “El dinero daña los corazones”.
Siguen pasando las semanas en San Bernardo y cada siete días, cuando se exhuman cadáveres, aparecen hasta dos y tres momias. No hay explicación científica para este fenómeno, y los habitantes del pueblo parecen haber perdido la capacidad de asombro, y con ella la intriga. Es una población que vive sin miedos y con pocas preguntas. La mayoría de ellos cruzan los dedos para que se momifiquen después de muertos y así se vuelvan inmortales.
San Bernardo es para siempre.



En este sótano con ventanas sin vidrio descansan aquellas momias cuyas familias aún no deciden si exhibirlos, o cortarlos para reducir su tamaño y volver a enterrarlos.
Existen varias teorías que explican el fenómeno de la momificación natural. Las momias de San Bernardo no han sido reyes, ni faraones, ni grandes personajes públicos. Estas momias son hermanos, primos, esposos, amigos y amantes de los habitantes de la región, y a casi todas se les conoce con nombre y apellido. Se dice que puede ser por algún componente de la tierra del lugar, lo que no tiene sentido, pues los cadáveres no son enterrados en la tierra, sino en fosas comunes. También se cree que se debe a un par de frutas típicas de la zona: la huatila o ‘papa de pobre’ y el chachafruto o ‘balui’. Pero esta teoría pierde validez cuando se tienen en cuenta los cuerpos de niños menores de un año que se han momificado. Éstos niños no habrían tenido suficiente tiempo para consumir estos frutos, al menos no en las cantidades que lo puede hacer un adulto. Creencias más creativas aseguran que es debido a haber consumido mucho alcohol durante toda la vida, lo que no permite que los gusanos se coman el cuerpo. También se le atribuye al consumo de drogas o remedios. Otros dicen que quienes fueron perversos en vida son quienes se momifican. Doña Dora cree que es obra de Dios. “Eso es un mensaje de mi Diosito que quiere enseñarnos de qué somos y en qué viene a quedar uno.” Por el momento aún no existen estudios que determinen las causas científicas de este fenómeno tan extraño. En algún momento aparecieron científicos de Estados Unidos y Alemania, que se llevaron algunas momias para estudiarlas, pero ni las devolvieron ni dieron explicación alguna. Doña Dora cuenta como Alfredo Rojas, quien fue el sepulturero del cementerio durante varios años, trabajaba con los cadáveres y las momias sin protección alguna. Se iba a su casa sin darse una ducha, a diferencia del actual sepulturero, quien se pone un mameluco, un delantal de plástico, dos pares de guantes y una careta, y luego, al final de la jornada, se da un baño muy largo. Hoy en día, Alfredo Rojas está muy enfermo y es tan blanco como una pared. Del mismo color son sus dos hijas, que parecen haber heredado los males de su padre.