Las piernas se le encalambraron, la corriente lo empujó hacia abajo, desapareció. Los compañeros de trabajo se quedaron en la orilla mirando con impotencia como el agua le arrebataba la vida a Cristian Forero.
Tenía 23 años, media 1,85 m. No era casado, no tenía novia, no tenía hijos. Desde el 2010 trabajaba en el Club Hato Grande como caddie y luego haciendo jarillones para evitar que los socios del club se mojaran los zapatos cuando jugaban golf.
El viernes 25 de noviembre pasó lo que casi no ocurre en la sabana de Bogotá en época invernal: hizo sol. En la orilla del río Bogotá, frente a la cancha de golf, nueve jóvenes llenaban costales de arena, los cargaban y los dejaban en fila, pegados unos a otros para contener las aguas en caso de una creciente. Cristian estaba allí, sudando bajo el sol, cargando y descargando costales.
Darío Gómez y Jeison Olaya, dos de los trabajadores, se quitaron las camisas, dejaron los pantalones en el suelo y descalzaron los pies. Se lanzaron al agua. Cruzaron el río, regresaron a la orilla y con los cuerpos húmedos volvieron a vestirse. Llegó Mario Guerrero, el supervisor de la obra. Habló con los trabajadores y les dio unas instrucciones. Se marchó a las 3:30 p.m.
Cristian Forero tenía calor. Le dieron ganas de zambullirse en el río como sus compañeros. Abandonó la ropa, dejó el celular y se arrojó. Nadó hasta la otra orilla venciendo la corriente y los remolinos que se forman en el fondo. De regreso, llegó hasta la mitad del río y ahora el agua no quería dejarse vencer de nuevo. Forero empezó a gritar. Sintió las piernas rígidas. Pidió ayuda. Los valientes que se habían atrevido a surcar de un lado a otro el río media hora antes, se acobardaron.
Movía los brazos. Aún no podía mover las piernas. El río reclamaba su cuerpo. Sin aire en los pulmones desapareció en el agua. Los trabajadores miraban sin saber qué hacer. Nadie se atrevió a retar la corriente. Tenían la muerte al frente y se asustaron. Uno de los trabajadores, aunque un poco tarde despertó, tomó una caneca y la lanzó al río esperando que sirviera de flotador. La caneca navegó huérfana. No había rastro del ahogado.
A las 3:45 pm. uno de los trabajadores llamó a Pedro, el hermano de Cristian, para contarle la noticia. A las 5:00pm., Gustavo Cañón, tío del desaparecido; Pedro, Natalia y Andrés, los hermanos; María Elena Cañón, la madre; y el Grupo de Operaciones Especiales de Emergencia y Desastre de la Policía –Ponalsar–, llegaron en dos botes al Club Hato Grande.
Durante una hora y media recorrieron más de tres kilómetros de río siguiendo la corriente. Iluminaron con linternas. Cualquier rama, cualquier caneca, era una esperanza para la familia. Pensaban encontrar a Cristian aferrado a un árbol esperando ayuda. Los miembros del grupo de rescate confiaban en lo mismo, la experiencia les decía que los milagros sucedían. Han encontrado niños vivos bajo toneladas de escombros que sobrevivieron sin agua y sin alimento, mujeres embarazadas y personas que se encontraron vivas después de naufragar en las aguas.
A las 7:00 pm. las esperanzas se fueron con la oscuridad. Se resignaron a cambiar los términos, al otro día ya no iban a buscar a Cristian sino el cuerpo. Cristian ya no estaba allí, no se sabe en dónde estaba, pero ya no estaba allí. Con el luto a cuestas, la familia se marchó a su casa en el municipio de Tocancipá, a 15 minutos del Club.
A las 5:30 am., una patrulla de la Policía conducida por el Coronel Diego Paez, surcaba la Autopista Norte en Bogotá para continuar con la búsqueda del cadáver. Frente a la Estación de Zipaquirá, estacionó la camioneta sin placas. Una docena de soldados vestidos de camuflado con botas pantaneras saludaron al coronel en posición de firmes y poniendo la mano derecha en la frente, en actitud de respeto.
El Coronel Páez impartió las órdenes, envió dos oficiales al Túnel de la Línea acompañados de dos perros: un pastor alemán llamado Rossi, y un golden retriever llamado Vayer, las mascotas mejor entrenadas en rescate de víctimas, con la misión de encontrar el cuerpo de una mujer sepultada.
Los demás policías se les encomendó alistar dos botes, chalecos salvavidas, listones de madera y prendas impermeables para entrar al agua y encontrar el cuerpo del ahogado. La búsqueda empezó desde un lugar llamado el Puente Vargas, a tres kilómetros río abajo desde el Club Hato Grande.
El Grupo de Operaciones Especiales de Emergencia y Desastre de la Policía se distribuye en todo el país en los lugares donde se presentan catástrofes para atender a las víctimas, evacuar damnificados, encontrar cuerpos y salvar vidas. Opera formalmente desde abril de 2001 y está conformado por 38 oficiales preparados para atender primeros auxilios y participar en cualquier tipo de rescate terrestre y acuático.
Las aguas parecen mansas. Se asemejan a un espejo que ondula de vez en cuando por la brisa. Los patos se espantan por el sonido del motor del bote, y los árboles se bambolean suavemente. El sol baja tibio e ilumina el lugar que hace menos de 24 horas se convirtió en la sepultura de Cristian.
En el bote estamos Gustavo Cañón, tío del desaparecido; dos patrulleros y yo como periodista. El tío llamaba a la hermana, a los sobrinos, a todo el mundo para enterarlos del inicio de la búsqueda.
-Confiemos en Dios -dice en las llamadas. Algo le responden del otro lado de la línea.
-Si ven algo que ninguno se vaya a lanzar -y repite –que nadie se lance hasta que lleguemos ¿me oyeron?
La única que permanecía ingenua a esa hora era la abuela materna que no tenía la menor idea de lo que sucedía. Nadie, hasta ese momento, había sido capaz de avisarle. No eran capaces de decirle que el nieto favorito había fallecido.
Durante una hora navegamos contracorriente entre buchones, ramas y remolinos que forma el agua. El cuerpo podía estar enredado en cualquier lugar. Cuando un ser muere no flota al principio. No tiene aire. Pasadas las 24 horas en tierra caliente, alcanza la superficie por el proceso de descomposición. En tierra fría pueden pasar dos debido a que el proceso se demora.
Los policías zigzagueaban para poder divisar las partes recónditas. Luego llegamos al punto del accidente demarcado por una cuerda que demarca el lugar exacto. Los jóvenes que el día anterior trabajaban en los jarillones no se presentaron. Era la orden de los contratistas para no interferir en los trabajos de rescate.
En el lugar estaban los familiares, el equipo de bomberos de Sopó y Zipaquirá y una lancha con dos empleados del Club que estaban apoyando a los grupos de búsqueda. En total estaban más de treinta personas buscando el cuerpo. Miembros de los bomberos y la policía nadaron en el río y removieron tapetes de buchón. Pedro y Natalia, los hermanos del accidentado, cubrían con la vista cada metro de agua tratando de ver la profundidad en un río completamente marrón que solo permite ver la superficie.
“Volvamos a revisar, allí veo algo, escarbemos más, Dios Santísimo ayúdanos” eran unas de las frases que decía Pedro.
No se suspendieron labores en todo el día. Los policías se relevaban para descansar un poco y comer. Un cuerpo vale lo mismo que una vida. Esa es la filosofía de Ponalsar y de los demás rescatistas que acudieron a la escena.
A las seis de la tarde el occidente se llevó los últimos rayos de sol. Pasaba un día más sin tener rastro. En silencio, por la impotencia, todos se marcharon. No había llanto. La incertidumbre impedía que salieran las lágrimas.
Con una ganzúa aferrada a una cuerda reiniciaron labores a las 9:00 am. El Teniente Pérez arrojaba la cuerda y la atraía esperanzado en engarzar el cadáver. La única esperanza de la familia era poder despedirlo en un féretro. El teniente recogía ramas, buchones y basura. Los demás surcaban el río con varas o se hundían en las aguas. A las 3:40 pm, exactamente dos días después de accidente, el Teniente Pérez encontró el cadáver de Cristian enredado en unas ramas.