“Mucho tiempo después se dijeron de él las cosas más diversas. Había quien afirmaba que se había retirado a un monasterio del monte Athos para rezar entre piedras y lagartijas, otros juraban haberlo visto en una villa de Sotogrande mezclado con una multitud de modelos cocainómanos…” Así comienza la novela El mago del Kremlin de Giuliano da Empoli, inspirada en la vida de una especie de Rasputín contemporáneo, Vadim Baranov, de alguna forma el hacedor de Vladimir Putin. La novela, llevada al cine, se pondrá de moda entre otras cosas por el impresionante papel que, según dicen, ha hecho Jude Law encarnado al sátrapa ruso.
Traigo a cuento este comienzo novelesco para detenerme en el hecho de que una patulea de cocainómanos podría ser el ambiente en el que se mueva un estrecho colaborador de Putin. ¿Alguien ha leído las memorias del príncipe Harry, el hijo del actual rey de Inglaterra? En la página 124 dice el príncipe: “En casa de alguien, durante un fin de semana de caza, me ofrecieron una raya (de cocaína), y desde entonces había consumido algunas más” En las vecindades del Kremlin, en las del palacio de Buckingham o en las del palacio de Nariño; y en infinidad de novelas, películas y obras de ficción o reportajes sobre la vida y milagros de famosos o anónimos consumidores de cocaína, hay testimonios similares.
Qué patética resulta, pues, la operación antidroga llevada a cabo esta semana en aguas del Caribe. El mundo entero consumiendo cocaína y un vasto dispositivo naval y aéreo desplegado por Washington para perseguir una lancha de narcotraficantes. La superpotencia que durante décadas dictó las reglas de juego global, enfrascada en una guerra de sombras, en un combate interminable contra enemigos fragmentados, que nunca logra erradicar. La desproporción entre los medios empleados y la amenaza enfrentada lejos de ser un signo de fortaleza solo pone en evidencia su desgaste.
Y más si nos detenemos en el gran acontecimiento de esta misma semana en Pekín, que inevitablemente nos permite comprender hacia dónde se desplaza el eje de nuestro tiempo. Donald Trump persiguiendo narcos en plan policía antinarcóticos y Xi Jinping, vestido con el traje de la era Mao Tsetung, presidiendo un espectáculo cuidadosamente diseñado, un desfile militar que no solo exhibía tanques, misiles y escuadrones aéreos sino también la coreografía de una nueva narrativa global.
La puesta en escena estaba calculada al milímetro: colores, formaciones, sincronía perfecta, invitados internacionales escogidos con precisión quirúrgica: el ruso Vladimir Putin, el norcoreano Kim Jong-un y el presidente iraní, Masoud Pezeshkian, entre otros. Todo el aparato proyectaba una idea clara, que China no solo está presente sino que reclama el centro del escenario. El simbolismo era tan elocuente como el arsenal, con rótulos en inglés para que nos enteremos de qué va la cosa. Pekín quería dejar claro que no es un actor secundario, sino el aspirante —quizá ya el candidato más serio— a redefinir el orden mundial.
En Washington, la escena del Caribe puede que quisiera transmitir autoridad; en realidad, transmitía patetismo. La “guerra contra el narcotráfico” se ha convertido en un agujero negro donde se consumen recursos, prestigio y energía política. La superpotencia se muestra como un gigante que despliega su fuerza contra fantasmas menores, incapaz de detener un flujo que se reconstituye cada día.
En Pekín, en cambio. La coreografía era un ejercicio de confianza en sí mismo. el mensaje era: aquí está el futuro. Se dirá, y con razón, que China enfrenta todavía enormes desafíos internos. Y también con razón que Estados Unidos conserva ventajas decisivas en tecnología, en innovación, en capacidad de alianzas. Puede que lo de China sea una ilusión cuidadosamente construida, pero es una ilusión con capacidad de seducción global.
Quizá dentro de unas décadas quienes miren atrás y recuerden que, en una misma semana, con diferencia de horas, mientras unos celebraban un desfile en el corazón de Asia y otros perseguían una lancha en el Caribe, se dibujaba discretamente el cambio de paradigma de nuestro tiempo.