Mantengo con niños; Y sí, sé lo que es tener frente a mí a un niño de seis años que navega con agilidad entre aplicaciones, desliza con destreza el dedo sobre una tablet y habla de “likes” y “tiktoks” como si fueran palabras del diccionario escolar. No me asombra su habilidad digital, pero sí me preocupa profundamente lo que esa habilidad está desplazando: el juego libre, la interacción humana, la capacidad de esperar sin estímulo, el silencio fértil que forma el pensamiento.
En los últimos años, hemos naturalizado algo que debería alarmarnos: ver a bebés con celulares en la mano como si fueran mordederas luminosas. Según la Academia Americana de Pediatría, los niños menores de dos años no deberían tener ningún tipo de exposición a pantallas, y los de entre dos y cinco años no más de una hora al día. ¿Por qué? Porque durante esos primeros años se está esculpiendo el cerebro, y lo que necesita no es una lluvia de estímulos digitales, sino relaciones humanas, experiencias reales, movimiento, palabras, miradas.
Hay algo que como sociedad no estamos entendiendo: que el uso excesivo de pantallas no solo está robando la atención de nuestros niños, sino también su capacidad de emocionarse con lo simple. Un estudio reciente de la Fundación Cardioinfantil y datos de Unicef lo confirman: la sobreexposición a pantallas puede retrasar el lenguaje, aumentar la ansiedad, alterar el sueño y afectar el desarrollo emocional. No se trata solo del tiempo frente al dispositivo, sino del contenido, del momento y del acompañamiento. No es lo mismo ver un documental con papá que consumir videos hipersexualizados en soledad.
Pero no se trata de satanizar la tecnología. Como todo avance, puede ser herramienta o amenaza. En aulas rurales he visto cómo una tableta puede abrir mundos a un niño que nunca ha salido de su vereda. El problema no es la pantalla en sí, sino la ausencia de límites, de criterio, de supervisión. Padres agotados que ceden el celular como calmante, instituciones que no regulan el contenido, y una industria que produce sin escrúpulo lo que más retiene al usuario: ruido, velocidad, morbo y dopamina.
Hoy, más que nunca, necesitamos una conversación nacional sobre el uso de pantallas en la infancia. Una conversación que no pase solo por cifras —aunque son alarmantes—, sino por afecto, por pedagogía, por responsabilidad colectiva. No puedo quedarme callado cuando veo cómo se erosiona el desarrollo de una generación que está más conectada, pero menos presente; más entretenida, pero menos viva. No dejemos que una infancia entera aprenda a vivir solo a través de una pantalla. Porque lo que no se desarrolla a tiempo, no se recupera después con likes.