
En medio del ruido político, los rumores, las aspiraciones cruzadas y las jugadas mediáticas, Álvaro Uribe Vélez rompió el silencio: no será candidato a la vicepresidencia, como lo venía promoviendo con entusiasmo el abogado y ahora aspirante presidencial Abelardo de la Espriella.
La propuesta había sido más que una idea: fue una campaña, un anhelo casi mesiánico que de la Espriella vendió en medios como una fórmula imbatible. “Uribe es el Messi de la política”, repitió una y otra vez, convencido de que su dupla sería la que recuperaría al país de las garras del desgobierno.
Pero el “Messi” decidió quedarse en la banca.
Uribe, en un mensaje directo y sin ambigüedades, respondió:
“No quiero ser motivo de discusión institucional en momentos en que buscan acabar con las instituciones. Por eso no considero ser candidato a la Vicepresidencia.”
Una frase que es a la vez política, simbólica y personal. Y que, de paso, entierra —al menos públicamente— la pretensión de convertirlo en el corazón de una nueva campaña nacional.
¿Qué queda de la jugada?
De la Espriella apostó todo por la imagen de Uribe. Su propuesta no era solo electoral, era casi escénica: un show de redención institucional con Uribe como garante. Pero su lectura subestimó dos factores:
1. La sombra del juicio: Uribe enfrenta un proceso judicial por manipulación de testigos y fraude procesal, con una posible imputación clave el próximo 28 de julio. Ser fórmula vicepresidencial, aun si fuera legalmente viable, lo pondría en el centro del huracán institucional.
2. El peso del desgaste: Aunque Uribe mantiene base política y narrativa, su figura ya no convoca a todos los sectores del uribismo. Para algunos, representa el origen de la polarización. Para otros, sigue siendo su líder. Pero incluso dentro de su propio partido hay distancias y silencios.
La réplica de De la Espriella: entre estrategia y lectura de poder
Lejos de retractarse o mostrarse debilitado, Abelardo de la Espriella respondió con astucia política. Aseguró que un expresidente puede decirle no a un candidato, pero que un expresidente jamás le diría que no a un presidente de la República. Y dejó sobre la mesa su propuesta alternativa: si gana, nombraría a Uribe como su ministro de Defensa.
La frase, medida al milímetro, revela más de lo que aparenta. No solo busca mantener a Uribe en el tablero, sino que dibuja una relación jerárquica inversa: ya no la dupla, sino el mando. Uribe no como fórmula, sino como subordinado institucional. No como escudero electoral, sino como ejecutor de seguridad en un eventual gobierno de línea dura.
El mensaje implícito es claro: si no lo puedo tener como vicepresidente, lo tendré como general político. Y, sobre todo, lanza una señal a las bases uribistas: la alianza sigue viva, aunque se reconfigure.
¿Y ahora qué?
La campaña de De la Espriella, basada en provocación, redes sociales y discursos de orden moralista, se queda sin su carta maestra, pero no sin narrativa. Le apostó a Uribe como símbolo, no como programa. Y ahora debe demostrar si tiene algo más que espectáculo.
La respuesta de Uribe también marca un punto de inflexión: no porque cierre la puerta a toda participación electoral, sino porque redefine el rol que quiere jugar. No es lo mismo estar en el poder que ser el mito que lo ronda. Y tampoco es igual ser cabeza de fórmula que cabeza de un ministerio en un gobierno ajeno.
¿Se desinfla la dupla? ¿O se refuerza desde otro ángulo?
De la Espriella intentará mantenerse en escena. Uribe, por su parte, podría regresar como voz, como sombra o como ficha institucional. Lo que queda claro es que en la política colombiana los símbolos pesan más que las estructuras, y que los gestos —como este— reconfiguran silenciosamente la batalla del 2026.