El año pasado, cuando se cumplió el centenario del nacimiento de Hu Yaobang, el Comité Central del Partido Comunista Chino y el Consejo de Estado aprobaron la realización de un monumento al líder reformista que fue inaugurado a finales del mes de noviembre. Estas cosas en China no ocurren sin la debida aprobación de las altas esferas, y siempre encierran un simbolismo que muchas veces se nos escapa a los occidentales. El monumento, que se levanta en Liuyang, en su provincia natal, tiene simplemente el nombre de Hu y las fechas de su nacimiento y de su muerte.
Desconozco si hay otro con la misma característica, pero podría asegurar que es el único que se levanta en China de un dirigente con traje y corbata occidentales. Para algunos observadores la estatua podría ser un mensaje de unidad del partido al cumplirse cuarenta años del inicio de la reforma y apertura del país; para otros, sería una manera de reconocer los méritos de Hu en ese proceso, que su nombre ya no despierta la misma reticencia de años pasados y que se le quiere desvincular de los sucesos de Tiananmen de hace ahora treinta años.
Como quiera que sea, la muerte de Hu Yaoban el 15 de abril de 1989 fue efectivamente, la chispa que encendió hace tres décadas, la más grave crisis vivida por el país tras su reforma y apertura al exterior. Su desaparición y las primeras demostraciones de luto, terminaron por convertirse en manifestaciones callejeras que pusieron en jaque al gobierno de Pekín.
En la sede de la corresponsalía de Televisión Española en Manila me preparaba aquel mes de abril para realizar un cubrimiento importante, la visita de Mijail Gorbachov a Pekín, pero nunca imaginé que me vería envuelto en unos hechos tan dramáticos. El mundo estaba dando un viraje entonces y muchos vivíamos pendientes de lo que dijera o hiciese el líder soviético. Los términos perestroika y glasnost implantados por Gorbachov estaban de moda.
Glasnost era un proceso de ampliación de libertades políticas e individuales y perestroika las reformas económicas que deberían transformar las estructuras de la Unión Soviética. Como consecuencia de aquello el campo comunista estaba en transformación. Gorbachov lo había advertido a los secretarios de los partidos comunistas del Este: "Se acabó el jardín infantil, no vamos a llevar más de la mano a nadie, ustedes responden frente a sus pueblos, y no vengan a Moscú a pedirme nombrar a uno o sacar a otro, resuelvan ustedes sus problemas".
En Polonia había convocadas unas elecciones para comienzos de junio, atípicas para lo que se estilaba en los países del Este, cosa que no gustaba nada a los dirigentes de Checoslovaquia y Rumanía; y en Hungría se solicitaba un diálogo entre el poder y la oposición inspirado en la “mesa redonda” de Varsovia, unos acuerdos entre el gobierno y la oposición que pretendían desactivar el creciente malestar social en Polonia. En aquel contexto, Gorbachov tenía previsto visitar Pekín el 15 de mayo.
Solicité con tiempo los visados correspondientes para mí y para mi equipo en el consulado soviético de Manila, para viajar a China antes de la llegada de Gorbachov. Todo parecía encaminado por la rutina en que se suelen desarrollar este tipo de cubrimientos periodísticos, pero las noticias que empezaron a llegar de Pekín obligaban a cambiar de planes.
Por otra parte, un acontecimiento interno ocurrido dentro de mi empresa en Madrid, a miles de kilómetros de donde yo estaba, terminaría por marcar de manera negativa aquel trabajo. La Directora General, Pilar Miró, que me había nombrado para el cargo de corresponsal, había sido defenestrada de su puesto en diciembre por un escándalo reflejo de las miserias que tiene tantas veces la política.
Pilar Miró no estaba dispuesta a recibir instrucciones del poderoso vicepresidente de Felipe González, Alfonso Guerra; y éste, un político hábil, inteligente y maquiavélico como pocos, le tendió una trampa en la que la Miró cayó como un conejillo. Un asunto mezquino que privó a la radiotelevisión pública en España de una de las personas que mejor la han gestionado.
A todas estas, los teletipos hablaban de manifestaciones callejeras cada vez más tumultuosas en Pekín tras la muerte de Hu. La caída de Pilar me dejó sin apoyo con la llegada de una nueva gestión a la empresa y cambios en la Dirección de Informativos, de la que recibí la orden de viajar solo a Pekín. Debía trabajar con un equipo que Madrid enviaría a cubrir el viaje de Gorbachov y mis dos colaboradores habituales, una operadora de cámara norteamericana y su ayudante filipino, quedaron en Manila apesadumbrados.
Tengo grabado a fuego en la memoria mi llegada al atardecer a Pekín. El viejo terminal del aeropuerto estaba muy lejos de ser la impresionante estructura adonde arriban hoy quienes vuelan a la capital china. Desolados pasillos, viajeros exhaustos cargando sus bolsos y empuñando el pasaporte, una capa de polvo que lo cubría todo y un vago olor mezcla de tabaco y sopa de fideos que impregnaba el ambiente.
En el control de pasaportes, una sencilla armazón de madera, un policía uniformado recibió el mío y me lo devolvió sellado en silencio. Esperé a que apareciera mi maleta por la cinta de equipajes y con ella me dirigí a la aduana, en donde con un gesto me indicaron que siguiera, sin revisarla. Afuera me esperaba mi traductora, Alicia Relinque.
Alicia hacía entonces un postgrado en la Universidad de Pekín. Hoy en día es una de las máximas autoridades entre los sinólogos hispanos. Su traducción al español de un clásico chino del siglo XVII, El Pabellón de las peonías, la reconocen hoy los expertos por su excelencia.
Emprendimos en coche el camino hacia mi hotel por una carretera mal iluminada. A ambos lados, los troncos de los álamos que flaqueaban el camino en la penumbra, me daban la bienvenida a Pekín como escuálidos heraldos de lo que me esperaba de allí en adelante.