Esta fue la última vez que escuché a mi maestro hablar de cine y literatura, sus más grandes pasiones. A pesar de la grave enfermedad que lo abrumaba, estaba feliz y lúcido, una mezcla rara para los que lo conocíamos y queríamos. Una semana después, leí la noticia de que se había lanzado al vacío por una ventana de su apartamento en la calle de los locos. Jacobo tenía 70 años.
Buenas noches. Agradeciendo de antemano la invitación que me extendió, muy gentilmente, la facultad de educación de esta universidad, dentro del marco de la segunda tertulia sobre literatura y cine, me gustaría iniciar mi ponencia con unas breves palabras de mi maestro, Derrida: «La impaciencia de los peces —dice en alguna parte de su documental ‘Por otra parte, Derrida’—, pienso en la impaciencia de estos peces que están aquí. Fueron aprisionados, puestos detrás del vidrio, delante de mi especie. Yo me siento un pez, aquí, es decir, obligado a figurar detrás del vidrio, delante de una mirada, me hacen esperar el tiempo, el tiempo, el tiempo que haga falta. Y con frecuencia me pregunto cuál es su experiencia del tiempo. A veces me imagino que es una imagen del infierno. En todo caso, cada vez que estoy frente a un animal que me mira, la primera pregunta que me hago, en relación a la proximidad, a la infinita distancia que nos separa, es la pregunta por el tiempo. Vivimos en el mismo instante y sin embargo tienen una experiencia del tiempo absolutamente intraducible. Y además están, como yo, sometidos (pacientemente-impacientemente) a la buena voluntad de los amos.» Y así empiezo:
I
A propósito de su obra ‘Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera’, Kim Ki-duk declara: «Intenté mostrar la alegría, la ira, el dolor y el placer de nuestras vidas a través de las cuatro estaciones, y la vida de un monje que vive en un templo, sobre el lago Jusan, rodeado únicamente por la naturaleza», y hay que decir que el intento (tentativa, diría Cortázar) le muy bien. Todos llevamos piedras en la espalda, en el corazón, en la cabeza (como el señor pájaro-que-da-cuerda, en la novela de Murakami); o las descubrimos sobre el cuerpo muerto, debajo del cuerpo amado, entre las manos (para tirarlas lejos) o arrastrándolas con cuerdas en infinitas peregrinaciones. Nuestro dolor es alegría para otros. Todos subimos montañas de cristal en las que el mal adquiere su forma, y, al hacerlo, producimos un frágil sonido como de perseverancia, entre sonrisas y lágrimas; todos sentimos alegría, ira, dolor y placer, y a la manera de expresar estas emociones le llamamos arte. En el vacío escribe el Maestro, de la misma forma que en el vacío se erigen las puertas que preceden el templo, en las que yacen demonios dibujados. Dichas puertas se abren y se cierran solas. Pero una puerta no es solo una puerta, es también asentir nuevos órdenes y mundos, es hacerse cómplice o enemigo del dueño de un territorio donde nada es cuestionable (como las facultades metafísicas del Maestro, aunque presentes a lo largo de la historia, develadas solo hacia el final, cuando la puesta del sol de otoño coincide perfectamente con el ocaso del Maestro, y así la pregunta “¿qué puede un cuerpo?”, queda resuelta.) Finalmente los restos que se empuñan y se veneran, mientras el alma habita la piel de otro animal.En este punto hizo una pausa para acercar un poco más a las hojas, la luz de la lamparita que las alumbraba. También bebió bastante agua. Recuerdo que devolvió a la mesa el vaso completamente vacío y que entonces pensé ‘uf, qué seco estaba el pobre’. Luego, continuó leyendo hasta el final, muy acelerado, como si de repente tuviera afán de terminar.
II
La distinción entre el mundo ermitaño y secular es crucial y definitiva, para entender la concepción del tiempo del largometraje. No hay linealidad, como tampoco un ciclo perpetuo. Lo que hay es una sucesión de ciclos que se conectan entre sí a través de lo que se elige contar (que si bien fue eso, también pudo haber sido otra cosa), con saltos temporales de más de una década y una insinuación de repetición, como cierre para una posible nueva apertura. En consecuencia, nuestro paso por el mundo es insulso, efímero, irrisorio… porque nada nos hace imprescindibles. Somos como héroes desechables e innombrables que se reciclan de vez en cuando. Las palabras del Maestro: El deseo lleva al apego, y este, a la intención de matar, no quedan en el olvido, en cambio, hacen las veces de profecía. El descubrimiento del otro siempre es doloroso, porque solo así nos descubrimos a nosotros mismos, cuestionando la autoridad, ignorando las puertas, pecando ante los ojos del que yace en la cima de la montaña, junto al último cielo, desde donde se ve el escenario de madera en el que todo y nada sucede, mezclándose armoniosamente. Aunque anoche estuve ahí, gracias a un tranquilo y profundo sueño, que al mismo tiempo curó mi enfermedad, no vi ni barca ni templo.III
Distingo cuatro personajes principales en la historia: el monje (Maestro), el aprendiz, la joven enferma y el nuevo aprendiz (quien aparece hacia el final). Sin embargo, al aprendiz, en su viaje-ciclo espiritual, se le puede distinguir en cuatro estados distintos: niño, adolescente, adulto y viejo (nuevo Maestro, interpretado por el mismísimo Kim Ki-duk). De igual forma, al nuevo aprendiz lo reconocemos como bebé y como niño. Once personajes secundarios cargados de simbología: el perro (en primavera); la tríada de animales violentados por ambos aprendices (pez, rana y serpiente); la gallina (en verano); la madre de la mujer enferma (primera visita al templo); el gato (en otoño); los detectives Choi y Ji (segunda visita al templo); la mujer con el rostro cubierto (tercera y última visita al templo) y la tortuga (en la primavera final). Pero ninguno de ellos (salvo los detectives, perturbadores del orden) poseen un nombre propio en la historia, quizá, porque como escribió Cortázar en uno de sus cuentos: «más bien se trataba de evadir nombres: (las personas, evadidas hacía ya tanto tiempo, pero los nombres, los verdaderos fantasmas que son los nombres, esa duración pertinaz…)», se evitan los nombres como también los diálogos, y no queda sino un solo silencio más frío que el invierno, donde, a propósito, no hay animales. (La versión internacional del largometraje omite la secuencia final debido al maltrato animal. Me pregunto si era necesario.) Al final no queda sino la risa del nuevo aprendiz (no podría decirse que fuera el último) y luego la imagen distante del templo, visto por Buda (de espaldas al espectador) que se va oscureciendo hasta llegar a los créditos y a la bellísima melodía concluyente. Sin duda el inicio y el final de cualquier discurso (oral o textual) son los núcleos más importantes del mismo, entonces me pregunto: ¿qué sucede cuando, tanto el inicio como el final son esencialmente iguales? Desde el título, precinto del largometraje, hay una intención (y aquí me parece que la inteligencia no consiste en descubrir errores sino intenciones); un lector-espectador perspicaz que espera, como Derrida, el tiempo, el tiempo, el tiempo que haga falta, reconoce, desde el principio, que ahí se esconde algo, ¿pero qué es?, o mejor, ¿cómo saberlo cuando se nos hace creer que no existe?IV
El equilibrio, que solo se logra con el tallado de un infinito Sutra, es lo opuesto a la impaciencia. Ya con Vivaldi el tema de las estaciones en conjunto era, por lo menos, apasionante. La música va cambiando a medida que pasa el tiempo, porque además la música es como la vida y la vida se ajusta al tiempo, al tiempo, al tiempo que haga falta. Bark Ji-Woong se había dado cuenta de esto y por eso sus composiciones para el largometraje fueron maravillosas. Todo está conectado cósmicamente: desde el pez, la rana y la serpiente; pasando por el hombre y su dolor existencial (ermitaño o secular); hasta el mundo y el sol, con sus presencias y ausencias. Somos como peces en un zapato con agua, porque, a pesar de la soledad, detestamos estar solos en nuestro mundo-zapato. Por eso a veces nos vamos y dejamos todo atrás, junto al discípulo inexperto que llevamos dentro y del que pretendemos ser maestros. Creo que tras un largo camino de confusión nos espera la verdad, aunque hayamos recorrido tantos caminos y tallado mentalmente incontables Sutras para verla, pero aún no la veamos. Distingo el infierno, esa imagen del tiempo, del tiempo, del tiempo que hace falta. ¿Cuánto tiempo hace falta? ¿Cuántos infiernos? Y mientras tanto seguimos aquí (ustedes están escuchándome; yo, leyendo) en primavera, verano, otoño o en invierno, ¿quién puede decirlo con certeza?, viviendo, indiferentes, una vida imperturbable, como las estrellas en el cielo. Porque aquí, hay que decirlo, como el poeta: «simplemente llueve o no llueve».…y I
Hay alguien que todo lo ve.
Al final no fuimos muchos los que aplaudimos; la verdad es que durante la lectura la gente se había ido retirando poco a poco, hasta que en el auditorio escasamente quedamos media docena de personas, incluyendo a mi maestro. Luego me le acerqué. Recogí de la mesa la grabadora que había dejado antes de que él empezara, le di las gracias por el momento que nos había regalado y lo invité a tomar café. En el camino me habló de lo bien que se sentía últimamente.