Uno de los viajes más maravillosos que pude haber realizado fue a las tierras de Escocia. Un lugar encajado en el extremo norte de las islas, pequeño en superficie, pero que siempre ha despertado todo tipo de admiraciones por la reunión de maravillas naturales que contiene en su interior.
Decidí viajar por tierra desde Londres para conocer el interior del Reino Unido. El viaje es de 535 kilómetros o lo equivalente a 7 horas y media en línea recta.
Por la ventana del tren se observa ese tapizado verde que cubre la isla, más bien homogéneo para nuestros ojos acostumbrados a los paisajes tropicales. Venados, vacas y caballos descansan en este apacible lugar distante de las solicitudes mundanas. Tan cerca y tan lejos. Se ve muy rural y parecido a nuestra sabana de Bogotá.
En el camino hacia Edimburgo se cruzan las «Midlands» o tierras medias inglesas. De transición entre la llanura y la montaña, pasando ciudades como Milton Keynes o Sheffield. Al final del recorrido se llega a la costa de Escocia, junto al Mar del Norte.
Mi tren llegó cerca de la Plaza de Saint Andrews, en el corazón de Edimburgo. Así como a nuestra Bogotá se le llama 'la Atenas Suramericana'. Edimburgo se posee el epíteto de Atenas del Norte. Cabe destacar la organización y puntualidad en las estaciones. Los trenes son más despejados de pasajeros.
Me dirigí a la salida para encontrar la oficina de turismo, que en realidad era una casilla. Un agente de información, con un acento escocés notable, indicó el camino para llegar al hotel «COWGATE». Debo salir hacia St James.
Después de instalarme, lo primero que hice fue tomar el recorrido por la ciudad de los principales sitios de atracción en «New Tour», una empresa creada por un grupo de jóvenes universitarios. Nos reunimos en una antigua iglesia perteneciente a comunidad de Escocia en Edimburgo alto.
La mañana era primaveral, los residentes colgaban sus mejores ropas de invierno, esta ciudad, que comparte mar con montaña, tiene un clima bastante variable por la frecuencia de las corrientes de distinta procedencia.
Vimos el monumento a Greyfriars Kirk, la historia real de un perro que se convirtió en leyenda, «Greyfriars Bobby». Era el fiel compañero de un policía llamado John Gray quien vivió alrededor de 1856. John y el perro se convirtieron en amigos inseparables hasta 1858, cuando John murió de tuberculosis y fue enterrado en el cementerio local.
Su perro «Bobby» se hizo famoso por permanecer durante 14 años en la tumba de su amo todas las noches hasta su propia muerte en 1872. «Bobby» era un Skye Terrier, conocido por su lealtad y compañerismo. Esta raza se hizo famosa entre la nobleza debido a esas cualidades.
Después de escuchar la historia del perro más noble de Escocia. Llegamos a «The Scotch Whisky experience», un equivalente a Bourdeaux o Provence que hacen lo suyo con el vino. Es como sentarse en Alemania en un Bierkeller (sótanos donde se sirve el café y donde muestran el proceso de fabricación de una cerveza, o como en el mismo Parque Nacional del Café, en Colombia para ver la elaboración de nuestro más preciado producto de exportación).
Cerca de la casa se ubica el Castle Hill, un monumento a la opulencia y la fastuosidad. Propio de su época, colosal fuerte e inerme en lo más alto de una montaña volcánica, el famoso y celebre castillo de Edimburgo, es la imagen de la ciudad.
Sus murallas son historia viva, testigos de la historia de Escocia como país independiente de Inglaterra. Las altas fortificaciones, los gruesos muros, las trincheras en todos los flancos recordaban los tiempos feudales, en donde los guerreros luchaban por su libertad.
¿Existe una experiencia que evoque los tiempos medievales? Sin duda es la de visitar el castillo de Edimburgo. Viendo este castillo, uno recuerda a Mel Gibson en su célebre actuación de la película Corazón valiente, dando la vida por su rey, intentado defender la soberanía de un país ante los invasores ingleses.
Las fortificaciones, los puestos de los cañones y las viejas garitas, nos recuerdan la similitud con el fuerte de Cartagena. Al pasar de la taquilla, una anécdota que queda grabada es apreciar las solitarias cabinas rojas de los teléfonos londinenses. Uno de los guías del castillo me dijo que en los más de tres años que llevaba en dicho lugar, no había visto a nadie haciendo uso real de las cabinas, fuera de las fotografías obligadas.
Una vez dentro del Castle Hill, uno camina por enormes pasillos, colina arriba, por callejuelas empedradas, flanqueadas por los nichos donde se instalan los cañones con un muro hacia el Mar del Norte.
A un lado del pasillo un maniquí gigante saluda a los visitantes, representando al típico escocés enfundado en su fastuoso traje, con el «Kilt», la falda escocesa con sus representativos rayos, su saco rojo, su sombrero y su infaltable gaita.
En este punto, la encrucijada de caminos ya se confunde. Le pregunté a dos guías locales cómo llegar al centro de la edificación y la parte más alta del castillo. Me indicó que debía seguir ascendiendo por senderos llenos de apellidos reales, reyes, princesas y nombres de soldados caídos en combate.
Después de media hora llegué a lo que se puede definir como la plaza de un pueblo, en donde se erigía una ermita. Entré, se trata de una capilla erigida en honor a todos los ciudadanos escoceses caídos durante todos los conflictos a lo largo de la historia. Desde las guerras medievales hasta la Primera Guerra Mundial, de 1914 a 1918, y la Segunda Guerra Mundial, del 39 al 45.
Un homenaje a todos los hijos de esa nación a su determinada labor, en la infantería, artillería y aviación.
La vista de la ciudad desde el castillo es una imponente combinación de cielo, montaña y mar. Desde aquí se alcanza a divisar la vecina Leith, pequeña municipalidad que recibió la expansión urbana de Edimburgo.
Cabe destacar la topografía montañosa de esta ciudad con la costa y la acción de los glaciares que la mueven durante la edad de hielo, dejando como elemento más representativo la torre del castillo. Todavía se ven las marcas del incendio de 2002 que destruyó el departamento de informática de la universidad y parte de la biblioteca.
Al salir del castillo aún queda tiempo para visitar la Universidad de Edimburgo, fundada en el siglo XVI, reconocida por la calidad de su enseñanza e investigación y una herencia de la Unesco. Esta institución está fuertemente relacionada con la identidad de la ciudad ya que su casco histórico perteneció a la ciudad.
Entre los estudiantes famosos de esta Universidad se destacan Charles Darwin, Adam Smith y Gordon Brown; además la universidad cuenta con nueve Premios Nobel.
Otro centro educativo importante de la ciudad es la Universidad Heriot-Watt, que comenzó siendo un centro vocacional para la clase media debido a la ausencia y el dominio de las Grandes Universidades; abrió con el nombre de «Escuela de Artes de Edimburgo», en el siglo XIX, y se consolidó durante el siglo XX, desarrollando una amplia reputación en el campo de la ciencia y la ingeniería, convirtiéndose en universidad en 1966.
Otra célebre Universidad es la Queen Margaret, fundada como una institución solo para mujeres, con el objetivo de mejorar el acceso de la mujer a la educación superior. Inicialmente las actividades se adelantaron con el Museo Real hasta convertirse en institución formal en 1877.
Se destacan hoy en día su Escuela de Emprendimiento y Mercadeo, la Escuela de Artes y Ciencias Sociales, y la Escuela de Ciencias de la Salud. En 2008 la universidad finalizó tres campus al este de Edimburgo, con un costo de 100 millones de libras esterlinas siendo el mayor de Escocia.
El nuevo campus cubre 35 hectáreas incluyendo los edificios, aéreas comunes como gimnasio y restaurantes y residencias estudiantiles de más de 800 habitaciones.
Todas las universidades, junto con la ciudad, hacen parte del festival de Edimburgo, muy famoso en esta época veraniega por sus presentaciones en diversas artes escénicas, música clásica, ópera, teatro, exhibiciones de arte visual, conversatorios etcétera. La idea de realizar un festival se llevó a cabo después de la Segunda Guerra Mundial, como una actividad para motivar y ensalzar las actividades del espíritu humano, en toda la extensión de la palabra, y hoy sigue llenando los corazones de todo el mundo de risa y alegría, congregando muchos visitantes. Incluso tiene también su festival paralelo.
Recomiendo especialmente esta ciudad porque es una de las más bellas de Europa en arte y cultura, al igual que en espacios naturales. Esa es la ventaja del Reino Unido: uno puede viajar ochenta o cien kilómetros y ya encuentra todo un nuevo mosaico de personas, costumbres, tradiciones, comidas y acentos. Venir a Edimburgo es venir a un espacio nuevo e inolvidable.
En estas tierras altas, a unas pocas horas de distancia de Londres, se descubre la verdadera esencia de la cultura británica. Si Escocia tuviera 2 o 3 grados centígrados más de temperatura, se convertiría en un lugar más apacible para vivir, pero dejaría su encanto tan ártico y tan salvaje, y sería como un Londres. Perdería el encanto prístino de las tierras altas. Es mejor dejarse seducir por ese misticismo salvaje, de una tierra aun no explorada en su totalidad.
Misteriosa y secreta, así es Edimburgo, la Atenas del Norte, que tuve la oportunidad de visitar.
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