El estatus de ser provinciano

Mié, 15/06/2016 - 07:53
Pocas veces en mi vida estuve tan ansiosa como el día de la entrega de los resultados del ICFES, porque ese puntaje era la visa para un sueño: Estudiar en Bogotá.

Recuerdo que en el recreo me se
Pocas veces en mi vida estuve tan ansiosa como el día de la entrega de los resultados del ICFES, porque ese puntaje era la visa para un sueño: Estudiar en Bogotá. Recuerdo que en el recreo me sentaba con mis amigas en las barandas del segundo piso del colegio y mientras veía colgar mis pies, escuchaba como ellas contaban historias fabulosas acerca de la vida universitaria de sus hermanos, primos y amigos en la capital. Ya me soñaba yo yendo a rumbear a donde quisiera sin tener que pedir permiso en la casa, sin horarios para comer, ponerme un bluyín 5 días seguidos sin lavarlo, fumar en donde me diera la gana sin esconderme de mi abuelita y de los chismosos que le contaban todo a ella, ponerme guruperas (palabra usada por mi abuelita para referirse a la ropa corta), dormir todo el fin de semana, no tener que hacer oficio  y no ir a misa de once los domingos. Con 15 años, maleta y ropa nueva, llegué a Bogotá donde las puertas de una de las más prestigiosas universidades del país me dio la bienvenida, pero no tuve la misma suerte con la mayoría de mis compañeros primíparos de Derecho. Pasé casi todo el primer semestre sin tener amigos. Yo, la reina de la popularidad en mi colegio, con un millón de amigos en Neiva gracias a mi personalidad desparpajada y  mi particular sentido del humor, era un paria en Bogotá. Aún no sé si la decisión de usar en mi primer día una sudadera nueva café que me había traído mi tía de USA, marcó mi triste destino. Nadie cruzaba conmigo más de dos palabras, me miraban rarito, cuchicheaban y soltaban risitas pendejas cada vez que participaba en clase por mi marcado acento opita y jamás me invitaban a sus planes. Vi que a pesar de que en mi casa me habían dado gusto comprándome ropa nueva, esta no era como la de ellos y decidí empezar por ahí; ahorraba cada centavo de mi mesada para comprar algunas prendas en los sitios de moda, inventaba cursos y compra de libros para recaudar fondos para mi buena causa, hasta que logré renovar un poco el closet pero nada cambió, trabajé en mi acento hasta desaparecerlo por completo pero todo seguía igual, nuevo peinado, maquillaje, bolso, pero que va, el mismo perro con distinta guasca. Mi desespero fue tal, que llegué incluso a gritar como Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” y no sé si aburrido de tanta suplicadera se apiadó de mi suerte, porque poco después me mandó la llave a la fama y el éxito. El hijo de un héroe de la patria asesinado por Pablo Escobar, un joven admirado, amado y respetado por toda la comunidad académica, se había fijado en mí. Aunque al principio no me gustaba, empecé a pensar con la cabeza y no con el corazón, como ellos, los que me rechazaban. Decidí acudir a la superficialidad de mi entorno y le empecé a sonreír. Luego dejé que me acompañara a la flota, después me llevaba a mi casa en su carro, me invitaba a gaseosa con empanada y ahí nació el amor;  y una nueva vida universitaria, tal y como tanto la había imaginado cuando vivía en Neiva. Me empezaron a conocer como “la novia de” y no por mí pero eso poco me importaba. Ya me sentaba en círculo con ellos en los prados del campus a hablar estupideces, almorzaba en su misma mesa en el restaurante con chef de la Universidad donde llegábamos en combo compacto, encabezaba la lista de los paseos y fiestas pley y participaba de sus almuerzos de fin de mes el cual preparaban con mercado que robaban en un supermercado muy famoso. Cuando me invitaron no solo al almuerzo sino al sitio donde “adquirían” los ingredientes, muy a pesar de mi novio, yo acepté para demostrar que merecía ser parte del grupo. Todos eran de familias muy pudientes, no hacía falta el delito pero esa sensación de poder que nos invadía (yo también me invadí), nos hacía ver el hurto como un juego.  La primera vez robé unos tomates y la segunda una bandeja con dos pechugas de pollo sin piel. No hubo una tercera porque mi novio y mi conciencia empezaron a obstaculizar mi ingreso al mundo del hampa. También esa conciencia me empezó a avisar que estaba perdiendo mi esencia, esa que me hacía original, me daba pena hacer gala de mi gracia y prefería reírme de cualquier idiotez  que escuchaba, no me gustaba como me veía en el espejo y sentía que al pisar la universidad me ponía una máscara y empezaba a actuar. Un buen día me levanté decidida a ser como yo quería, o sea como Madonna y me rapé un lado del pelo. Llegué al salón como siempre saludando a todo el mundo. Todos se quedaron mirándome en silencio y un momento después una de las costeñas grita: “Juemadreeee, esa Mónica es la trampa”, se oyeron carcajadas, hicieron bromas y al final todo siguió igual, nada cambió, seguí siendo aceptada tal y como yo quería, dejé de disculparme por cualquier cosa y empecé a sacar provecho del estatus que da la provincia, ese que nos hace originales, que nos distingue del rolo y le imprime el sello de Metrópoli a Bogotá. Volví a hablar opita, decía garrapiño, güipa y mijito, enseñé a bailar el sanjuanero, era la envidia de todos cuando me iba para las fiestas de San Pedro, llevé a muchos a disfrutar de ellas y en fin, recuperé la convicción, la fe y la seguridad en mi misma, porque estar frustrado no sirve en una sociedad a la que solo le interesa el éxito.
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