El Rey

Mié, 09/01/2013 - 05:37
El Rey Juan Carlos acaba de cumplir 75 años, una efemérides que llega en momentos bajos para el Rey y para España. Ambos, el monarca y el país, saldrán adelante espero y deseo. Y visto desde Colo
El Rey Juan Carlos acaba de cumplir 75 años, una efemérides que llega en momentos bajos para el Rey y para España. Ambos, el monarca y el país, saldrán adelante espero y deseo. Y visto desde Colombia es bueno que así sea pues hay muchas familias que dependen del bienestar de España ya que de su economía dependen también sueldos, educación, salud y pensiones de tantos colombianos que fueron a vivir y a trabajar allí hace años. Pero quiero detenerme algo más en las horas bajas del monarca. Empezaron con los trapicheos de su yerno, Urdangarín, sobre los cuales dijo el Rey que la ley es igual para todos, se entiende que también para su yerno. Y siguieron luego con un infortunado viaje de cacería mayor y compañía inadecuada por el que el Rey ya ha pedido perdón, cosa que no ha hecho ningún político en estos casi cuarenta años de reinado de Juan Carlos, y motivos han tenido para ello. Por ejemplo, Aznar podría pedir perdón por su chulería impresentable y por haber metido a su país en una guerra injusta, ilegal y ajena a los intereses de España y Zapatero por su desastrosa gestión económica. Y en el plano personal no sé si me quedo con la boda faraónica de la hija de Aznar en el Escorial o con la visita gótica de las hijas de Zapatero a Obama. Y así todos, si acudimos a la hemeroteca. No tiene el rey Juan Carlos muchos dechados de virtud para imitar en su patio, es una pena. Pongámosle, sin embargo, antes de seguir adelante, algo de contexto al escenario en el que cae la imagen del Rey. Todas las naciones tienen experiencias colectivas que sólo pueden comprender sus ciudadanos. Voy a poner cuatro ejemplos que conozco bien. Sólo los mexicanos pueden valorar lo que ha significado para su sociedad haber tenido setenta años de gobierno de un solo partido, el PRI. Nadie, fuera de Italia, puede comprender la influencia que para la vida aquel país ha tenido la presencia milenaria del gobierno temporal y espiritual de la iglesia católica en esa península del sur de Europa. Únicamente los colombianos pueden comprender lo que un conflicto armado de medio siglo ha influido en sus vidas y, finalmente, sólo los españoles pueden hablar con propiedad de lo que fue su guerra civil; la peor de las guerras posibles porque es una confrontación entre hermanos. A mí personalmente me costó entenderlo. Tuve que pasar años de convivencia con los españoles para admitir que, a pesar del tiempo transcurrido, las heridas de la Guerra Civil española siguen abiertas. Y estamos hablando de un país de grandes virtudes, una de ellas –la que más aprecio-, la generosidad. Recuerdo, a propósito, que es el primer país de donantes de órganos del mundo e invito a quien lea esto a reflexionar sobre lo que ello significa, por si le parece una exageración lo que afirmo. A pesar de las dificultades económicas  que hoy viven, los españoles –otro ejemplo- saben disfrutar de placeres como el de la buena mesa; y compartirlo, que es el mejor ámbito para cultivar la amistad. Dicen los viejos en Andalucía que “sólo puedes llamar amigo a aquel con quien has compartido un quintal de sal”. Y hay muchísimas cosas positivas de la vida española que no es este el lugar para sacar ahora. Muchas cosas positivas, sí, pero vista desde fuera, la sociedad española es crispada, cainita, exasperada e intolerante gracias a las secuelas de la Guerra Civil. El sencillo hecho de leer un periódico en un bar en España es argumento para que te tilden de fascista o de rojo. Allí no hay medias tintas. No hay un socialista que sea capaz de sentarse en una terraza a leer el ABC o La Razón, periódicos de derecha; ni hay militante del Partido Popular que sea capaz de hacer lo mismo con El País, diario que se dice socialista. Y si uno entra en el detalle de las columnas de opinión destilan mala baba, hígados, bofe, casquería, en uno y otro bando. ¡Fascista por leer un periódico! Es decir, partidario de campos de extermino, de Hitler, de la represión franquista, de lejanos pero dolorosos fusilamientos, etc.; y ¡rojo por leer un diario! Es decir, partidario de las purgas, de otros lejanos y no menos crueles fusilamientos, y hasta de Stalin y su brutalidad sin nombre. Estoy hablando de la España de hoy, de la España en la que reina Juan Carlos I y cuya presencia en el trono garantiza la libertad que hoy tienen todos los que quieran criticarlo. Lo peor de la vida diaria  española, estoy convencido de ello, es la constante presencia de la política y sus miserias cotidianas. En esa España, pues, creo positivo el papel de la monarquía. Conozco los argumentos en contra de la institución y sé que el prestigio del que aún goza la Segunda República española se debe a los años de dictadura de Franco, pero creo que sin la figura de Juan Carlos, de los sapos que tuvieron que tragar con el dictador él y su familia, las cosas serían hoy de otro color. El Rey guió una transición política ejemplar, a pesar de unos cuantos errores graves como las autonomías, que crearon diecisiete  jefecillos de Estado derrochadores e inútiles; y de la entrega de la educación a los nacionalistas. Hoy, más de treinta años después de aquellas equivocaciones han llegado, como dicen los italianos, los nudos al peine y espero que el país salga con bien del desafío que plantean. En todo caso, entre una república presidida por Aznar o Zapatero y una monarquía encabezada por Juan Carlos ya pueden adivinar con cuál me quedo. Conocí personalmente al Rey en 1988 en Singapur, siendo corresponsal de la televisión de Estado española y desde entonces he tenido la oportunidad de tratarlo en varias ocasiones. Me cae bien el monarca –y la Reina, claro, una señora como la copa de un pino- y he podido comprobar su proverbial sentido del humor, lo que equivale a decir inteligencia, y su franqueza. Y sé también de sus arranques de firmeza, como vimos todos con el  famoso “¿Por qué no te callas?” que le soltó a Hugo Chávez en una Cumbre Iberoamericana. Como colombiano soy necesariamente republicano, aquí no tendría sentido ser otra cosa; pero en España soy monárquico o, por lo menos juancarlista, y lo soy por varias razones: la primera, porque me da la gana que es una de las razones de mayor peso a estas altura de la vida para creer en algo o en alguien. La segunda, por simpatía personal, como ya he dicho, y la tercera, porque un país en donde leer determinado periódico u oír cierta emisora de radio lo convierte a uno en sospechoso y poco menos que un delincuente creo que es bueno que siga teniendo durante una buena cantidad de años más, a la cabeza del Estado, a una persona que esté por encima de los partidos políticos y sus bajezas. Sí, ya sé; de juzgado de guardia lo de su yerno Urdangarín, ¿quién no tiene una oveja negra en la familia? Lo de Corina, una imprudencia. Lo del elefante, una pena. Peor fue lo de Enrique VIII que mató a sus mujeres y ahí está su la reina Isabel tan campante y los ingleses y su dicho: “¿Para qué cambiar lo que funciona?” La Historia se encargará de poner a cada uno en su lugar y, mientras Juan Carlos entrará en ella con letras mayúsculas, ciertos personajillos que hoy suenan en titulares de prensa, tertulias y columnas de opinión, serán olvidables cagarrutas cuyo papel fue el de alimentar la crispación y de amargar la vida a la gente. Así que, Majestad, que los cumpla muy felices y que sean muchos más.
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