En el principio, todos estaban desnudos. Adán y Eva –o Adán y Lilith, usted escoge– se paseaban entre animales, una que otra ramita y, muy seguramente, entre ellos mismos. Acá, a apenas dos líneas, el relato toma otro giro en su cabeza, uno al que, si quiere, lo puede acompañar con música gregoriana de fondo –para eso de amainar la “concupiscencia”.
Y entre ellos mismos no podían sentir vergüenza. ¿La razón? Según un fuerte recuerdo de mi infancia donde un pastor me explicaba esto, ellos no conocían el “pecado”. El “pecado”, en ese contexto, debe referirse al deseo sexual, esas posibles ganas que sentía el uno por tocar al otro. Está bien, nada de mojigaterías. Esas terribles ganas de tocar al otro tantas veces como fueran posibles in a row, de “poseer”, de ir más allá ––sea dónde sea allá.
Pienso que Adán y Eva tenían fallas –fueron creados con ellas– en alguna glándula del hipotálamo que sería adjuntada junto a la orden de despido del “paraíso” ––comillas infaltables: un paraíso donde tocar a su pareja no era imaginable–– para que, sin más remedio, se reprodujeran. ¡Sexo sin reproducción!, ¡aberrante! ¿Por qué no poblar la tierra, una erosionada y virgen tierra? (guiño, guiño).
Fallas o una completa ausencia de una glándula, o una historia demasiado mística para dos cuerpos que convivieron tan juntos y tan cerca ––como pareja, de hecho––; una historia no moralista, ni siquiera aleccionadora. Más bien una ridícula, a la que le seguirán años y años de represión sexual ––y de ahí ideológica–– donde una dimensión básica del ser humano será ocultada, tildada, tachada, lapidada (guió, guiño) y, por ende, deshumanizada: “Lo hacen como conejos”.
Sexo es la palabra. Y la iglesia no quiere saber de ella. Claro, no quiere saber de ella más allá de los calculadores propósitos reproductivos dentro de aquella caja ––piénsenlo, el matrimonio es una caja–– que se origina desde la misma iglesia, con un par de anillos, un niño haciendo el ridículo que nunca olvidará de adulto, unas sillas rellenadas con un puñado de cabezas pensando “¿cuándo terminara esto?, ¿dónde está el alcohol?”, si se tiene suerte, porque, ¿a quién le emociona asistir a la creación de una caja?
No sé cómo tener sexo para procrear, o tenerlo dentro de la caja lo puede hacer más o menos “carnal”, o más o menos “puro”––quién tenga sexo “santo” por favor escribir una misiva que ilumine el mundo––; y aunque haya sido expuesta a los “preceptos” cristianos, aún no logro realizar una conexión racional que me explique por qué un Dios creador de sistemas nerviosos reguladores del comportamiento humano, como del sexual entre otros, simplemente hace toda una metáfora para inutilizarlos, negar su existencia. No tiene sentido, como tampoco lo tendría, entonces, vivir en un paraíso.
En la Iglesia Católica no quieren saber de sexo
Jue, 19/09/2013 - 09:13
En el principio, todos estaban desnudos. Adán y Eva –o Adán y Lilith, usted escoge– se paseaban entre animales, una que otra ramita y, muy seguramente, entre ellos mismos. Acá, a apenas dos lí