Anoche quería hablarles sobre un arete nono que me encontré organizando mi joyero –bueno, no propiamente sobre ese, sino sobre el que perdí hace tres años en Disney–, pero "¡¡llamen a los bomberos, a la Cruz Roja, a las Farc!!" fue lo primero que dije esta mañana cuando me despertaron. Primero, aclaro que pasé una pésima noche, sobre todo porque haciendo pendejadas y nada más que pendejadas me dieron las dos y media, mientras llovía y llovía y solo llovía.
Esta mañana eran un poco más de las siete cuando, ¡trin!, mi hermano me abrió la puerta de mi cuarto para poner un jarillón de periódicos para que no se entrara el agua. Pero ya era muy tarde: fue la última parte a donde entró. Inmediatamente, me levanté y solo alcancé a subir mi mesa de noche a mi cama... ¡y eso porque la cama no la podía subir a la cama!
Por un momento creí que yo era Rose y que estaba en el Titanic. Tanta agua no podía ser cierto en la vida real. Estaba anonadada, ¡y nadada! Un grito de mi papá me aterrizó: "María Clara, ¡que barra le estoy diciendo!". Y desde ese momento estuve varias horas sin descanso con escoba en mano sacando el agua de donde pudiera, para donde pudiera. Cuanto más barría más agua aparecía. Parecía una lucha inútil: se dejaba de barrer cinco segundos y se perdían cinco minutos de trabajo. Y el agua no bajaba; nada que escampaba; las manos ya estaban ampolladas; mi hermano ya estaba cansado de transportar agua en baldes (y no precisamente para Manizales); y mis papás no daban más. ¡Cuánto eché de menos las botas pantaneras que "estoy comprando" desde que el Ideam nos empezó a amenazar!
La verdad es que no sabía qué hacer. Quise escribirle al Alcalde (¡no sé para qué! Nótese mi amplia experiencia en inundaciones de hogares), pero –como cosa rara en las últimas semanas– el BlackBerry no tenía señal para datos. ¿Y es que qué hace uno en estos casos? ¡Ni el sentido común funciona! ¡¿No ven que hasta quería llamar a algún embajador para que nos trajera una motobomba?! “¡Que yo le pago!", les decía a mis papás para que lo llamaran.
Pero bueno, algo habría por hacer. Y para eso creía yo que se aseguraban las casas contra inundaciones. Y ante tanto desconsuelo le pedí a mi papá que llamara a la compañía de seguros para que nos mandaran así fuera al gerente a que ayudara a sacar agua. ¡Pero no! Resulta que el seguro funciona al revés: tienen que esperar a que la casa esté destruida para poder proceder. Y tampoco es, como creía, que si uno se lesiona la espalda o las rodillas o se le daña el blower en uno de estos episodios fantásticos, lo indemnizan.
Sin duda alguna, el más desubicado fue el perro. No creo que entendiera la magnitud de lo que estaba pasando. Seguro sí se le hacía raro que estuviera en la sala cuando siempre está doscientos más atrás: en el patio. El pobre no sabía dónde hacerse; como si no supiera que incomodaba donde fuera, andaba detrás de todos y cuando se quedaba quieto alzaba las patas de un lado para no mojarse tanto.
La tragedia –en mi casa– empezó a menguar a eso de las diez de la mañana. De trescientos metros cuadrados inundados no quedaba sino un piso ensopado. En Caracol Radio nos acompañaban en la inundación –al menos eso decían ellos– y, entonces, transmitían todas las odiseas que pasaban en Cali: no muy lejos de mi casa, por ejemplo, el Secretario de Tránsito, dizque en paños menores, estaba sacando a yo no sé quiénes, que se habían quedado atrapados en una corrientosa calle. De saber que estaba cerca, en vez de sugerirles a mis papás que llamaran a un embajador, habría dicho que nos comunicáramos con él.