Gotthard Schuh y lo inefable

Vie, 13/07/2012 - 08:36
La retrospectiva del fotógrafo Gotthard Schuh

La retrospectiva del fotógrafo Gotthard Schuh me hace pensar en lo inefable. Se encuentra expuesta en el Museo de Arte del Banco de la República (calle 11 #4-41) hasta este 16 de julio. Vale muuucho la pena ir a verla. En el caso de Schuh, las fotos aprehenden imágenes que dejan en quien las ve una sensación de extrañeza, de alegría tranquila, quizás.

Fui a la exposición de manera desprevenida. Ni siquiera sabía quién era Gotthard Schuh. Ese día estaba hastiado: unos días antes había ocurrido lo de Rosa Elvira Cely y lo de una patrulla de la policía que quemó dos perros callejeros por desalojar un grupo de indigentes. Al salir de la retrospectiva, tenía la sensación de haber limpiado esa parte que uno no debería dejar contaminar por nada, ni siquiera por las noticias más atroces. Reconectado.

A veces, esta reconexión está ligada a lo inefable. No metamos a Dios ni al “yo interior” ni a la espiritualidad ni a “la energía”. Una vez uno empieza a utilizar palabras para hablar de esta reconexión empiezan los múltiples malentendidos. Pienso, más bien, en una pila recargable sin carga después de haber pasado por el cargador. Nada más. Lo inefable no es, por lo general, el resultado de una búsqueda, sino, más bien, de un encuentro desprevenido. Se puede producir por una luz en la pared, una canción, despertarse junto a alguien por quien uno se siente atraído. En su libro Religion (From Place to Placelessness), Yi-Fu Tuan habla de cómo “lo inefable no es lo mismo que lo sublime, aunque ambos están lejos de la experiencia ordinaria, y para describirlos se requiere de un lenguaje figurativo que raya en lo místico.” A lo largo de los años he sentido un par de veces la sensación de lo inefable. A continuación, un recuento. El libro de Cartier-Bresson Estaba en la universidad y no eran días buenos. No sé en qué lío de faldas estaba metido entonces, pero recuerdo la sensación de vacío, nada desolador, solo un vacío tibio producido por algún despecho tibio. Un profesor que se jactaba de haber leído La invención de Morel en “una sentada en el baño” nos había pedido diseñar una portada para la novela. La novela habla, entre otras cosas, de un hombre que se siente atraído por una mujer que no le presta atención. Supe luego, como parte de la profundización para el trabajo, que está relacionada con postulados del Idealismo como corriente filosófica, pero eso poco me importó. Mi primer vínculo con la novela fue el desamor del protagonista. Llegué así a un libro de fotos de Henri Cartier-Bresson, del que para ese momento tampoco sabía nada. Escogí una foto que mostraba unas ruinas griegas, en primer plano, y a un hombre caminando a lo lejos. El cielo, inmenso, simbolizaba para mí la soledad, inmensa, del protagonista de la novela, y la mía, en realidad menos inmensa y más inventada que real. Como suelen ser las soledades de los despechos tibios. Pasé varios días más yendo a la biblioteca expresamente a ver el libro, a recorrer sus páginas una y otra vez, fascinado ante esa especie de tranquilidad que me producían. La atmósfera de algunas de las fotos de Schuh me remiten a ese otro libro, ubicado en el frío sótano de una biblioteca bogotana. Los lotes de Dios Hace unos años, cerca de Atlanta, mientras manejaba buscando un lugar donde debía hacer un examen de conducción, me perdí. Serían cerca de las 7 de la mañana cuando terminé en medio de lotes de tierra removida donde meses antes seguramente habían existido cultivos. Al lado izquierdo, en uno de los lotes, se levantaba una casa blanca que parecía deshabitada. Caía una fina lluvia. Como ya sabía que no podría llegar al lugar donde debía hacer el examen, apagué el carro y me puse a ver caer las gotas sobre el vidrio. Sin tener mejores palabras para definir lo que sentí en ese momento pensé, “Si Dios existe es esto”, aunque en el fondo sabía que me refería a otra cosa. No había ninguna respuesta a nada de por medio, ninguna presencia, nada de nada. Solo una escena rural cualquiera.  Sin fe en Times Square En otoño de 2004 trabajé como mensajero en bicicleta en Manhattan. Llevaba pocas semanas y no hablaba muy bien inglés. Vivía en Staten Island, así que todos los días debía tomar el ferry. Como llevaba una bicicleta, solo podía ir en el primer piso, lleno de negros viejos y derrotados. El invierno empezaría en unas semanas y ya hacía frío. Casi todos los días, en cualquier momento de la jornada, paraba un momento en un almacén de música en Times Square solo para oír tres canciones: Next Exit y C’mere (de Interpol) y New Slang (de The Shins), que me inyectaban de ánimos suficientes para pedalear el resto del día. En el Museo del Oro de Bogotá se puede leer, en una de las plaquitas, que una tribu creía que los dioses les habían dado los instrumentos para restablecer la armonía del mundo cuando fuera necesario. Por lo menos para restablecer el mundo de uno, añadiría yo. La noche en el mar Hace tres años, a principios de enero había decidido irme a Timbiquí, Cauca. La decisión no había sido muy premeditada, creo que incluso fue una decisión tomada de un día para otro. Mi único conocimiento del poblado era por una foto que había aparecido en El Tiempo unos días antes y que, luego supe, en realidad pertenecía a otra población, Santa María, seis horas más arriba por el río Timbiquí. Sabía, eso sí, que el poblado estaba ubicado en el Pacífico colombiano. Una de las maneras de llegar era por medio de un barco carguero que salía de Buenaventura a las seis de la tarde, navegaba por el mar y llegaba a Guapi en la mañana del día siguiente. Desde Guapi se tomaba una lancha que cogía río Timbiquí arriba por otras horas más. Al llegar al barco me ubiqué en una habitación donde dormirían otras cinco personas. A medianoche el mar estaba tan embravecido que apenas se podía dormir. Algunos pasajeros incluso habían vomitado. Yo no había podido cerrar los ojos y había estado de un lado a otro en la litera que me habían asignado. Decidí salir a ver el mar. Algunas luces de otros barcos se veían a lo lejos y en el cielo, despejado, brillaba una buena cantidad de estrellas. El barco se bamboleaba de un lado para el otro y con cada golpe parecía que iba a partirse. Me quedé una hora sintiendo el baile, con el viento marino sobre la cara. No tenía sentido tomar fotos de nada. Menos de mi cara de bobo extasiado. Sobre el filo El año antepasado, por cuestiones de trabajo, pasé varias noches en veredas de pueblos del Suroriente antioqueño. Una noche, después de haber caminado buena parte del día por trocha, llegamos a una casita de madera y techo de zinc donde nos brindaron posada como pudieron. La casa quedaba en el filo de una montaña. Por la noche empezó a llover y uno podía sentir el cielo descolgándose sobre el techo de zinc, con el mismo sonido de un canal de televisión sin señal, o el de treinta millones de hormigas zapateando al mismo tiempo, como se prefiera. Cerca de las dos de la mañana me dieron ganas de orinar. Como no había baño, uno debía salir y acomodarse donde pudiera. Abrí la puerta con cuidado para no pisar a nadie –mis compañeros y yo nos habíamos acomodado en el piso– y desde el zaguán oriné como pude. Una niebla espesa rodeaba la casa mientras la lluvia y unos cuantos rayos caían. Un par de cerdos, arrunchados uno encima del otro en el zaguán, soltaban gruñidos cada tanto. Reconocí la sensación del barco, rumbo a Timbiquí. Tampoco esta vez busqué palabras para definirla. Me quedé 20 minutos en el zaguán y luego, aterido, me fui a dormir, de nuevo con una sonrisa en la cara.  
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