Lecciones de tolerancia

Vie, 13/04/2012 - 07:29
Uno de los mejores recuerdos que tengo de mi abuela paterna es cuando le pregunté si se molestaría si me fumaba un porro en su casa. En ese entonces estudiaba en la universidad y vivía en su casa c
Uno de los mejores recuerdos que tengo de mi abuela paterna es cuando le pregunté si se molestaría si me fumaba un porro en su casa. En ese entonces estudiaba en la universidad y vivía en su casa con dos primos, mi hermana, la empleada de toda la vida de mi abuelita, un gato y un perro. Todo empezó porque mi primo fumaba cigarrillos en la sala, así que la sala y buena parte del segundo piso de la casa olían a cigarrillo. Tanto mi hermana, mi prima, mi tía como yo le habíamos dicho que no fumara, pero a él le había valido un pito. No era sorprendente que le importara poco: mi primo era un machito de provincia varios centímetros más grande y corpulento que yo que había tenido que retirar el semestre por bajo rendimiento académico y pasaba sus noches y domingos frente al televisor –programación nacional de hace 8 años–. Dentro de sus derechos “adquiridos”, un buen día decidió empezar a pedirle a la empleada que le subiera la comida al cuarto para no tener que moverse de televisor ni siquiera para comer, hasta que mi tía le dijo que no podía hacerlo. Como a pesar de las múltiples peticiones no pasaba nada, yo había decidido que si él podía fumar cigarrillos de tabaco, yo también fumaría mis cigarrillos de mariguana en la sala. Estaba el problema de que no era mi casa y que no sabía qué dirían mi abuela y mis papás. Lo primero y quizás único importante era hablar con mi abuela directamente. Mi abuelita, como casi todas las tardes, estaba jugando al solitario cuando fui a hablar con ella. Al lado estaba el gato que había aceptado a regañadientes de una de mis tías y que ahora quería más que a cualquiera de nosotros. - Quiubo, abuelita, ¿cómo vas? –saludé. Ella levantó la cabeza con cierto cansancio, buscando reconocer quién había llegado. - ¡Ayyyy! –lanzó un quejido– ¡Aquí íngrima sola! Me senté a su lado sin decir nada. Dependiendo del humor con que estuviera, por lo general le preguntaba por qué íngrima sola o le bromeaba y le decía que igual ese gato también era compañía o simplemente le daba un besito y me retiraba. Esa tarde no: había una misión por cumplir de por medio. - Ya –me senté entonces a su lado–, abuelita, quería hablar algo contigo. - Cuéntame –no paró el juego, no me miró a los ojos. - ¿A vos te molestaría si me fumo un cigarrillo de mariguana acá en la casa? –dije, casi sin pensarlo. Pensé que después vendría un silencio incómodo, preguntas, quizás un regaño. - Nah –dijo con despreocupación. - Igual, será solo una vez, pero prefería preguntarte –añadí, tratando de justificar algo que mi abuela no me había pedido que justificara. Puso una nueva carta sobre la cama. - ¿Y eso cómo es? –me preguntó. - ¿Cómo es qué? - La mariguana, ¿cómo es? - Pues… Uno se ríe, se siente relajado, y ya, no te pone violento ni nada… –respondí. Ninguno dijo más. Nunca hice lo de la sala. Me dio miedo. Yo podía vislumbrar el curso de la cosas: me fumaría un porro, mi primo olería, se molestaría, me diría algo, yo argumentaría la igualdad de los vicios y el respeto al espacio público libre de humo, él, bastante conservador y de pocos sesos, no entendería, yo volvería a argumentar, las tensiones escalarían y nos iríamos a los golpes. La posibilidad de irnos a las manos siempre fue latente entre ambos. Lo único que me detuvo para resolver las cosas peleando es que era más grande, acuerpado y bruto que yo. Si hubiéramos sido relativamente iguales en fuerza, lo habría hecho sin dudarlo. Pero no era el caso. Unos meses después de mi indignación fallida empecé la tesis para graduarme. Los pocos días y noches que descansaba salía por las calles solitarias del barrio San Luis a eso de las once de la noche y me fumaba unos plones. Luego caminaba un poco e imaginaba que había sucedido alguna hecatombe nuclear y era el único sobreviviente en todo el mundo. Dependiendo de por dónde cogiera uno, cada tanto oía el pitido de un vigilante en bicicleta. Un día me llamó una amiga a la que no veía hacía varios meses a ver si nos veíamos. Le expliqué que estaba escribiendo la tesis, pero que por qué no se pasaba por la nochecita. Cuando llegó a mi casa yo había pasado todo el día escribiendo. Había adelantado mucho más trabajo del que me había propuesto, así que le dije a mi amiga que nos fumáramos un porro en mi cuarto. No estaba dispuesto a abandonar el cuarto caliente por irme a recorrer calles después de una hecatombe nuclear. Puse ropa en las rendijas inferiores de las puertas y me despreocupé. El olor, estaba seguro, no abandonaría el cuarto. Luego supe por mi prima que esa noche mi primo se había dado cuenta de que yo estaba fumando mariguana en mi cuarto. No me dijo nada. Yo pensaba que la ventaja muscular era suficiente para ser valiente, pero no, mi primo, un hombre que tenía ventajas para golpearme y salir victorioso, habló directamente con mi tía. Sin tener los cojones de decirme nada. Mi tía reaccionó de una manera que todavía me sorprende, sobre todo teniendo en cuenta que es una godita que todavía se escandaliza cuando dos hombres van tomados de la mano en la calle, esperaba que mis primas llegaran vírgenes al matrimonio y no podía concebir que sus hijos probaran drogas. Cuando mi primo le contó lo sucedido, ella solo le respondió que le tocaba aguantarme, pues él fumaba sus cigarrillos en la sala aún después de que todo el mundo le había dicho que no lo hiciera. Así pues, todos quedamos contentos. O al menos yo.
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