De ser cierta la denuncia que pesaba sobre la banda criminal que asesinó al agente de la DEA, estamos de nuevo ante un caso de negligencia ejecutivo-judicial. Algo que, guardadas proporciones, nos remite a la historia de Rosa Elvira Cely: la mujer que fue brutalmente asesinada por un hombre al que la justicia ya le había “castigado” un primer crimen. La pena: libertad.
Curiosidades que únicamente son posibles en un país cuya forma de administrar justicia resulta, por así decirlo, supremamente favorable al victimario —por ejemplo, ahí tenemos al Fiscal General buscando la manera de sacar en limpio a las FARC—. Esto no solo a causa de cierta desidia administrativa, desidia que ha ido generando toda una filosofía institucional: aquí nadie actúa diligentemente —salvo que se trate de persecución política— hasta que no haya un acontecimiento de grueso calibre, algo nefasto que prenda las alarmas, sino porque no tenemos las políticas pertinentes para rectificar la conducta de quienes apenas hacen sus primeros pinitos en el mundo del hampa, a la postre los futuros homicidas.
Y lo peor, curiosidades que se repiten año a año sin que nadie se pellizque. ¡Sin que nadie restructure el edificio! Porque ese es el punto, los colombianos somos conformistas. Decimos querer cambiar pero al final no hacemos nada. Estamos ahí, aquí, en una especie de letargo. Hibernando para siempre. Y la prueba de que esto es así, de que estamos congelados en el tiempo, somos nosotros mismos. Fíjense: salvo algunos nombres, el noticiero de ayer bien podría ir hoy en hora prime y nadie notaría alguna diferencia.
Y frente al crimen nuestra actitud también sigue igual patrón. Desatendemos precedentes, pero somos los mejores en llorar sobre la leche derramada. Por lo mismo, para cada tipo de delito: secuestro, extorsión, fleteo, paseo millonario, pesca milagrosa, robo de celulares, clonación de tarjetas, falsas promesas de paz, desfalco del presupuesto nacional, desfiguraciones con ácido, etcétera, necesitamos un caso emblemático, un florero de Llorente, —por ejemplo, para que se terminara la farsa del Caguán tuvimos que esperar a que las FARC secuestraran un avión en pleno vuelo—, para ahí sí exigirle a los entes de control que, por el amor de Dios, hagan su trabajo.
¿Cuál?
¡No dejarnos a merced del hampa que pulula por doquier!
Mientras tanto y esto no se dé, seguimos de parranda. Haciéndonos los de las gafas. Creyendo que vivimos en Suiza. ¡Súper civilizados de dientes para afuera! Olvidando, o por lo menos intentando olvidar, el país, sí, el país en el que por desgracia nos tocó, sí, nos tocó vivir. Un país donde casi nada funciona y lo que funciona lo hace a medias. Donde la autoridad solo reacciona oportunamente cuando el crimen alcanza un nivel de indignación tal que ya no es crimen sino escándalo. Donde los tolerantes solo son tolerantes con quienes opinan igual que ellos. Donde la hipocresía es la vara con que se mide la moral. Donde nos matamos unos a los otros por cualquier estupidez. Donde miramos la paja ajena y no la viga en el ojo propio. Donde negamos lo que somos, como sucedió recientemente —meses antes del homicidio del agente de la DEA—cuando la página Ihatetaxis.com —página que da cuenta de la experiencia de viajeros por el mundo—decretó a Bogotá como la ciudad más peligrosa para tomar taxi (ver aquí), porque lo que somos es atroz.
Los colombianos somos civilizados de dientes para afuera
Lun, 08/07/2013 - 01:06
De ser cierta la denuncia que pesaba sobre la banda criminal que asesinó al agente de la DEA, estamos de nuevo ante un caso de negligencia ejecutivo-judicial. Algo que, guardadas proporciones, nos re