La semana que pasó, mientras la opinión pública en Estados Unidos se polarizaba una vez más en torno al caso del vigilante Zimmerman, declarado “no culpable” por el homicidio del adolescente afroamericano Trayvon Martin, en Roma el viceministro del Senado italiano comparaba al ministro de la integración, una médico de origen congolés, con un orangután. Estos dos eventos, aislados pero profundamente relacionados, ponen en evidencia la relevancia actual de la discusión sobre el racismo, especialmente en naciones que se jactan de ser las primeras defensoras universales de los derechos humanos, la igualdad y la justicia.
Mas allá de los elementos de juicio de que hicieron uso los miembros del jurado para emitir un veredicto que paralizó al mundo durante el fin de semana, es evidente que la segregación racial en Estados Unidos es una realidad palpante que no por estar penalmente castigada y políticamente vetada, deja de sentirse en todos los sectores de la sociedad. Si bien hoy en día los ciudadanos afroamericanos tienen garantizados en el papel todos los derechos de cualquier otro estadounidense, todavía deben afrontar implacables prejuicios que encuentran en su color de piel justificación suficiente para señalarlos de delincuentes y drogadictos.
El grueso de la sociedad norteamericana ha fallado en entender que son precisamente estos prejuicios, traducidos en menos oportunidades en escuelas, universidades y compañías, los que ponen a los afroamericanos en una situación más vulnerable frente a las tentaciones del dinero fácil y la delincuencia. La implícita aceptación social de este estado de las cosas fue ilustrada con un sentido del humor agudo y certero por Charles Ramsey, el ciudadano afroamericano que ayudó a escapar a las mujeres de Ohio que estuvieron secuestradas por 10 años. Al ser interpelado por la prensa, el hombre sólo atinó a decir que supo que algo andaba muy mal cuando vio a una mujer rubia y blanca lanzarse en brazos de un hombre negro. No sé cuántos de los que vieron el video de la entrevista se detuvieron a pensar en lo que esta frase (y la risas que causó) significa.
No es posible afirmar categóricamente que la justicia americana haya actuado de manera racista en este caso en particular, pero es innegable que una duda desagradable se nos queda en la conciencia. Que el racismo haya infestado también a quienes nos representan, ya no en el sistema de justicia, sino en los recintos donde nacen las leyes de las naciones, es sin embargo un hecho que podemos inferir claramente de las palabras de quienes legislan, una amenaza que podemos descubrir inmediatamente en las acciones de nuestros políticos, y una ofensa que debemos repudiar con vehemencia y sin titubeos. Que el vicepresidente del Senado de una nación soberana, representante de los ciudadanos de un país que se dice democrático, se permita emitir comentarios racistas, ya sea acerca un ministro en ejercicio, o de cualquier otro ciudadano, merece acciones contundentes y el rechazo no sólo de los ciudadanos de dicha nación, sino de todos quienes creemos que las desigualdades étnicas son impuestas por una forma de pensar retrógrada y peligrosa y no predeterminadas por la naturaleza.
En momentos de crisis económica, cuando los la diversidad se convierten en una excusa fácil para la discriminación, debemos estar más atentos que nunca a no caer en lugares comunes y estereotipos excluyentes. Las naciones “desarrolladas” deberían dar el ejemplo.
Los gobiernos europeos han hecho bien en nombrar inmigrantes en cargos de representación de las minorías. Han hecho mejor en apoyarlos frente a ataques racistas de este tipo, pero hasta el momento han fallado en implementar correctivos ejemplares para desanimar a quienes desde las instituciones perpetúan interpretaciones racistas del mundo que creíamos ya superadas, sobre todo en un continente que disfrutó tanto y durante tanto tiempo de las riquezas naturales de países que antes fueron fuentes de prosperidad y ahora son incómodos proveedores de inmigrantes. Sin tales correctivos, se cubre con un manto de duda toda actuación de las instituciones frente a las minorías, como le sucedió esta semana a la justicia americana. Colombia, una nación éticamente diversa y culturalmente rica, no puede dejar de notar la importancia de esta discusión, y debe desde ahora cerciorarse de que explosiones irrespetuosas de elocuencia como la que comparaba al Chocó con un montón de heces perfumadas, u otros comentarios igualmente coprológicos sobre el color o la sexualidad de algunos compatriotas, no se pierdan en el ruido de las noticias o pasen a la historia como inocentes chascarrillos de gamonales de pueblo.
La paz con la regiones empieza por aceptar la diversidad de nuestra sangre. Respetando a todos los colombianos sin importar sus colores o sus gustos, el Estado no sólo alcanzará una verdadera paz duradera, sino que tal vez se evite la vergüenza y la contradicción paradójica de futuros crímenes raciales en un país donde las minorías son una mayoría.
@juramaga
Racismo: reflejo de nuestro propio deterioro
Jue, 25/07/2013 - 01:00
La semana que pasó, mientras la opinión pública en Estados Unidos se polarizaba una vez más en torno al caso del vigilante Zimmerman, declarado “no culpable” por el homicidio del adolescente a